II.-"Un mundo que no me quiere"
El estado crepuscular
«La guerra se había llevado por delante a toda una generación de maridos, pero también había arruinado el futuro de aquéllas que iban a ser sus esposas. Las mujeres casadas se ocupaban del hogar, preparaban la cena con amor, concebían hijos y los atendían. Tenían compañía, un hogar y eran respetables; tras su paso por el altar, compartían su vida con un hombre y disfrutaban del amor. Todo indicaba que conocían el secreto de la felicidad, pero, ¿en qué lugar se quedaban las que no se habían casado y las que nunca lo harían? ¿Qué podían hacer y qué sería de ellas? ¿Pasarían el resto de sus días consumidas por los celos y la envidia? ¿Acaso sus vidas, según creía todo el mundo, eran un fracaso?
May Jones, Gertrude Caton-Thompson, Vera Btittain y Winifred Haward eran victorianas. Nacieron entre 1888 y 1898, cuando la vieja reina, con sus vestidos de encaje negro, todavía ocupaba el trono como símbolo de la mujer sumisa, de la madre fértil y de la viuda leal. Se trataba de una sociedad en la que la mujer soltera no tenía lugar. Viajeras como Marianne North y Mary Kingsley o reformistas sociales como Octavia Hill o Florence Nightingale eran excepciones que, con su independencia, confirmaban la regla.
Y la regla era inequívoca. El statu quo exigía que los hombres de una familia mantuvieran a las mujeres, de tal manera que toda mujer distinguida pudiera aprender francés o macramé en lugar de un oficio con el que ganar dinero. El mercado laboral no ofrecía a las mujeres solteras posibilidad de emanciparse, por lo que se las condenaba a una situación de dependencia. Las normas del decoro eran de un rigor extremo. Para ser respetable, una mujer podía convertirse en institutriz o en dama de compañía, pero no debía ejercer un oficio que tuviese nada que ver con el comercio. Normalmente, una hija soltera de clase media viviría en casa cuidando a unos padres irritables y enfermos hasta que éstos murieran, y sólo entonces, si era afortunada, le dejarían lo justo para mantenerse, lo que le proporcionaría cierta libertad en un momento postrero de su vida. En caso contrario, buscaría entre sus familiares a algún hombre que se sintiera moralmente obligado a mantenerla y se iría a vivir con él. Su status era modesto. Si el familiar estaba casado, la soltera estaría subordinada a la esposa.
Poco a poco estas mujeres se iban adentrando en lo que Jessica Mittford definía en sus memorias como "el estado crepuscular de la tía solterona". Las tías solteronas de Jessica eran dulces y menudas, pero tenían un halo de leyenda trágica. "¿Por qué no se casó?", se preguntaba Jessica. Sus historias estaban llenas de incógnitas, eran grotescas o les faltaba algo. Una de las tías tuvo una enfermedad que le hizo perder los dientes; a pesar de sus intentos desesperados por sujetarlos con miga de pan, su aspecto y sus perspectivas matrimoniales quedaron arruinados. A otra, un joven le pisó un pie en un salón de baile. "Estuvo inválida un tiempo y, cuando se curó, era ya demasiado tarde". Las tías solteronas vivían de forma austera, en pequeños pisos de Londres, con una criada, y su anodina e insegura existencia era una clara advertencia de que había que evitar a toda costa un destino similar.
El crepúsculo se transformaba en noche cerrada para las mujeres que escogían el hábito como refugio ante la hostilidad del mundo exterior. Durante siglos, la Iglesia se había mostrado como una institución dispuesta a dar cobijo a las proscritas de la sociedad, entre las que figuraban, por supuesto, las mujeres solteras. En la Edad Media, las familias abandonaban a las mujeres en los conventos. Encerradas tras las celosías, las monjas debían preguntarse si la alienación y los malos tratos que sufrían las mujeres solteras en el mundo exterior eran peores que las privaciones propias de los votos de pobreza, castidad y obediencia. Bien fuera elegida o impuesta, su reclusión no hacía más que incrementar la avalancha de prejuicios contra la mujer soltera. A su regreso, tras veintiocho años de encierro en una orden religiosa, Monica Baldwin constataba que en los conventos "...había auténticos rebaños de solteras enloquecidas cuya represión y extrañas costumbres daban lugar a un comportamiento perverso y malsano hacia la vida; [eran] viejas solteronas desequilibradas […] que se habían sacudido de encima sus responsabilidades y llevaban una vida de amarga castidad".
Los prejuicios existían en todas las clases sociales. En el siglo XIX, en las zonas rurales, a algunas mujeres solteras se las estigmatizaba como brujas. En ciertas crónicas de la época se describe a bandas de solteras rebeldes sembrando el caos, lo que representaba una amenaza para el orden y el decoro de aquel entonces. Pero las solteras mayores que se empeñaban en hacerse cargo de sus responsabilidades debían soportar el descarado desprecio de sus vecinos. Como recordaba Robert Roberts, que creció en un suburbio de Manchester a finales de siglo, eran las mujeres del barrio y su salvaje prole las que minaban los esfuerzos de las mujeres mayores célibes por ser respetables. En el barrio de Roberts era habitual que dos mujeres solteras compartieran casa. Estaban orgullosas de su hogar y, por lo general, como recordaba Roberts, tenían la entrada, la puerta y las ventanas de su casa limpias como una patena. Pero las mujeres casadas eran inmisericordes: estas solteras eran "viejos loros que no tenían otra cosa mejor que hacer", según estas madres de familia soeces que miraban a otro lado cuando sus hijos les gastaban bromas de mal gusto y las atormentaban. "Podían hacer que sus vidas fueran miserables, un tipo de tortura que no se permitiría hoy día", afirmaba Roberts.
Pero, al irse eclipsando el legado victoriano, en el albor de un nuevo siglo resplandecía una nueva luz. Entre los adalides del cambio figuraban las chicas Gibson, las bicicletas, los bohemios, el grupo de Bloomsbury, la novela The woman who did de Grant Allen, los vestidos camiseros, el divorcio, H. G. Wells y Olive Schreiner. Cada golpe contra la censura de la sociedad victoriana repercutía en oleadas de indignación en Kensington y los suburbios y, poco a poco, se fueron abriendo las rejas de la represión moral. A lo largo de las vidas de May, Gertrude, Vera, Winifred y sus contemporáneas, las palabras igualdad, sufragio, emancipación, pacifismo, socialismo y agnosticismo se hicieron más habituales.
Ante este nuevo panorama, para Vera Brittain, que se educó en el burgués Buxton, las limitaciones de su entorno se hacían aún más asfixiantes. Vera era "intelectualmente insaciable", y en el momento en que descubrió que existían los institutos para mujeres, se empeñó en ir a la universidad. En 1914 ingresó en Oxford, aunque no era lo que sus padres tenían previsto para ella, pues habían educado a esta chica lista como a "una mujer florero". Como era la costumbre, el matrimonio significaba todo lo que deseaban para ella. "¡Qué triste es ser mujer!", escribía en 1913. "Los hombres tiene muchas más posibilidades de influir sobre su futuro".
En las primeras décadas del siglo XX, una mujer sin casar tenía más posibilidades de las que jamás hubieran soñado sus tías solteronas. Pero el espíritu de estas tías, con sus moños tirantes y sus sueños rotos, permanecía allí para atormentarlas. El desprecio y la humillación constantes hacia las damas célibes eran un permanente recordatorio del problema de la solterona. Y lo que hacía las cosas aún más difíciles para Vera y el excedente de dos millones de mujeres era la sensación de que, tras haber sobrevivido a la "catástrofe más cruel de la historia", no eran más que figuras irrelevantes, aisladas y objeto de sorna a los ojos de una generación que había pasado la guerra detrás de un pupitre. "¡No soy más que los restos de un naufragio que vive en un mundo que no me quiere!", se lamentaba Vera.
Estaba desesperadamente sola. Al optar por vivir lejos de su familia, Vera tenía como única compañía a los fantasmas de su hermano y de su novio, ambos muertos.»
[El texto pertenece a la edición es español de Turner Publicaciones, 2007, en traducción de Rocío Westendorp. ISBN: 978-84-7506-863-3.]
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