Segunda parte
Segunda jornada
«Enana: La mayordoma de Malfetta tenía la costumbre de decir que la dicha y el contento de una prostituta, eran hermanos de las esperanzas de un cortesano que tiene en su poder el aviso por el cual sabe que un tal se muere, y el hombre se cura precisamente en el momento en que el otro acaba de obtener sus beneficios. ¿Es quizá dichosa la mujer que tiene que sentarse con las asentaderas de otro, andar con los pies de otro, dormir con los ojos de otro, comer con la boca de otro? ¿Está satisfecha de que por todas partes se la señale con el dedo como a una perdida, como una mujer pública?
Pipa: ¡Oh! ¿Toda prostituta es mujer pública?
Enana: Sí.
Pipa: ¿Cómo que sí?
Enana: Cualquiera que pague por holgarse con ella va a saltarle encima, ya sea rico hasta reventar, ya un piojoso, por la razón de que los ducados relucen tanto en la mano de los lacayos como en la de los señores, y lo mismo hay que abrir la puerta al criado que al rey. Por tanto, toda prostituta que quiere tener dineros, y no espadas o bastones, es pasto del público.
Pipa: No se puede hablar mejor.
Enana: Pregúntales, no solamente a los predicadores, sino a sus púlpitos de madera, si vivimos dichosas y contentas. Los predicadores se yerguen en toda su altura, y mírales cómo se nos echan encima: ""¡Oh, perversas concubinas del diablo! ¡Esposas de almas locas, hermanas de Lucifer, vergüenza del mundo entero, deshonor de vuestro sexo in mulieribus! ¡Los dragones del infierno os devorarán vuestra alma, os la quemarán; las calderas de azufre hirviente os esperan, los asadores rojos al fuego os reclaman, las garras de demonios van a despedazaros, seréis la carne para sus garfios y os flagelarán a latigazos de serpientes in aeternum in aeternum!" He aquí ahora a los confesores: "Ite in igne, in igne, os digo, lujuriosas, sacos de pecados, expoliadoras de hombres, brujas endemoniadas, espías del diablo, miserables lobas!", y no quieren ni oírnos, cuánto menos darnos la absolución. Cuando llega la Semana Santa, los judíos que pusieron en cruz a Nuestro Señor van mejor vestidos que nosotras, y además la conciencia nos hostiga y nos grita: "Idos a sepultaros en un montón de estiércol y no os mostréis entre los cristianos". ¿Y cómo es que estamos reducidas a tan miserable condición? Nada más que por los hombres, por complacerles. ¿Por qué nos han hecho ellos lo que somos?
Pipa: ¿Por qué no se clama contra los hombres tanto como contra nosotras?
Enana: Es lo que yo te quería decir. La paternidad de la Reverencia del señor predicador debería volverse hacia el lado de sus señorías y decirles: "¡Oh, vosotros, espíritus tentadores! ¿Por qué tomáis por fuerza, por qué contamináis, por qué volvéis al revés a esas prostitutas de mujeres, a esas buenas prendas de mujeres, a esas aturdidas de mujeres? Si las manejáis como bien os parece, ¿a qué las desvalijáis, a qué las golpeáis, por qué las difamáis?" Bien debiera el fraile hacer de manera que esas serpientes, esos calderos, esos asadores, esos arpones, esos ganchos y todos los diablejos se volvieran un poco contra los vicios de los hombres.
Pipa: Es lo que harán quizá.
Enana: No lo pienses, no lo creas, no lo esperes y la razón es que ¡ay de los débiles! He aquí por qué los varones son requebrados, y no reprendidos por los reverendos. Ahora, vayamos a los medios de hacerse pagar de los que nos molestan por abajo y por arriba.
Enana: No es verdad, aparte de que los mensajes que tienen importancia deben ser repetidos dos o tres veces. Pipa, yo quisiera saber de esos galanes superficiales que nos zahieren porque nosotras buscamos nuestro provecho y nos hacemos pagar los servicios hechos a quien nos los pide; yo quisiera saber por qué motivo y con qué derecho íbamos a estar obligados al prójimo por sus bellos ojos. He ahí el barbero que te lava y te rasura; ¿por qué?, por tu dinero; los vendimiadores no darían un golpe de azadón en la viña, los sastres no pondrían una aguja en un par de calzones, si el dinero no lloviera en sus bolsas; ponte enferma y no tengas cuartos, y verás venir al médico, sí, mañana a la noche; toma una sirvienta y no le pagues su salario y te verás forzada a hacer su tarea tú misma; ve a buscar un manojo de rábanos, ve a buscar aceite, ve a buscar sal, ve a buscar todo eso sin dinero y te volverás con las manos vacías; todo se paga, hasta la confesión, hasta la absolución.
Pipa: Eso no se paga; alto ahí.
Enana: ¿Qué sabes tú?
Pipa: El penitenciario me lo dijo cuando me dio el golpecito de varilla en la cabeza.
Enana: Puede ser, pero mira al preste que ha recibido la confesión, si no le ofreces nada, y verás la bonita cara que te pone. Sea lo que quiera que sea, las misas se pagan, y el que no quiere ser sepultado en el cementerio o a lo largo del muro, tiene que pagar el Kyrie eleison, el Porta inferi y el Requiem aeternam. No quiero decirte más; las prisiones de Corte-Savella, de Torre di Nonna y del Capitole os tienen encerradas y bien estrechamente; no quieren ellas ser menos sobrecargadas y hasta el verdugo ha de reclamar tres o cuatro ducados por cada cuello que cuelga y cada cabeza que corta, y no grabaría una marca sobre la frente de un ladrón, no cortaría un poco de nariz o de oreja si el senador o el gobernador, el potestad y el capitán no le dieran lo que es debido. Si, pues, a ti te parece justo el dar tu cuerpo, todos tus miembros y toda tu ternura por un "Muchas gracias, madona", tú allá. Si te place entregarte a esos negociantes que no miran a nadie a la cara, a menos de tener alguna usura que sacar, entrégate.
Pipa: No, no; de ningún modo lo haré.
Enana: Entonces, entiéndeme bien, y cuando me hayas entendido, pon en obra mis consejos. Si los sigues, los hombres no sabrán guardarse de ti, en tanto que tú sabrás guardarte de ellos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1982, en traducción de José Santina. ISBN: 84-02-08994-1.]
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