miércoles, 26 de agosto de 2020

Réquiem por un campesino español.- Ramón J. Sender (1901-1982)

Resultado de imagen de ramon j sender 

  «Un día, Mosén Millán pidió al monaguillo que le acompañara a llevar la extremaunción a un enfermo grave. Fueron a las afueras del pueblo, donde ya no había casas, y la gente vivía en unas cuevas abiertas en la roca. Se entraba en ellas por un agujero rectangular que tenía alrededor una cenefa encalada.
 Paco llevaba colgada del hombro una bolsa de terciopelo donde el cura había puesto los objetos litúrgicos. Entraron bajando la cabeza y pisando con cuidado. Había dentro dos cuartos con el suelo de losas de piedra mal ajustadas. Estaba ya oscureciendo y en el cuarto primero no había luz. En el segundo se veía sólo una lamparilla de aceite. Una anciana, vestida de harapos, los recibió con un cabo de vela encendido. El techo de roca era muy bajo y, aunque se podía estar de pie, el sacerdote bajaba la cabeza por precaución. No había otra ventilación que la de la puerta exterior. La anciana tenía los ojos secos y una expresión de fatiga y de espanto frío.
 En un rincón había un camastro de tablas, y en él estaba el enfermo. El cura no dijo nada, la mujer tampoco. Sólo se oía un ronquido regular, bronco y persistente, que salía del pecho del enfermo. Paco abrió la bolsa, y el sacerdote, después de ponerse la estola, fue sacando trocitos de estopa y una pequeña vasija con aceite, y comenzó a rezar en latín. La anciana escuchaba con la vista en el suelo y el cabo de la vela en la mano. La silueta del enfermo -que tenía el pecho muy levantado y la cabeza muy baja- se proyectaba en el muro, y el más pequeño movimiento del cirio hacía moverse la sombra.
 Descubrió el sacerdote los pies del enfermo. Eran grandes, secos, resquebrajados. Pies de labrador. Después fue a la cabecera. Se veía que el agonizante ponía toda la energía que le quedaba en aquella horrible tarea de respirar. Los estertores eran más broncos y más frecuentes. Paco veía dos o tres moscas que revoloteaban sobre la cara del enfermo y que a la luz tenían reflejos de metal. Mosén Millán hizo las unciones en los ojos, en la nariz, en los pies. El enfermo no se daba cuenta. Cuando terminó el sacerdote, dijo a la mujer:
 -Dios lo acoja en su seno.
 La anciana callaba. Le temblaba a veces la barba, y en aquel temblor se percibía el hueso de la mandíbula debajo de la piel. Paco seguía mirando alrededor. No había luz, ni agua, ni fuego.
 Mosén Millán tenía prisa por salir, pero lo disimulaba porque aquella prisa le parecía poco cristiana. Cuando salieron, la mujer los acompañó hasta la puerta con el cirio encendido. No se veían por allí más muebles que una silla desnivelada apoyada contra el muro. En el cuarto exterior, en un rincón y en el suelo había tres piedras ahumadas y un poco de ceniza fría. En una estaca clavada en el muro, una chaqueta vieja. El sacerdote parecía ir a decir algo, pero se calló. Salieron.
 Era ya de noche, y en lo alto se veían las estrellas. Paco preguntó:
 -¿Esa gente es pobre, Mosén Millán?
 -Sí, hijo.
 -¿Muy pobre?
 -Mucho.
 -¿La más pobre del pueblo?
 -Quién sabe, pero hay cosas peores que la pobreza. Son desgraciados por otras razones.
 El monaguillo veía que el sacerdote contestaba con desgana.
 -¿Por qué? -preguntó.
RÉQUIEM POR UN CAMPESINO ESPAÑOL de Sender,Ramón J.: Bueno ... -Tienen un hijo que podría ayudarles, pero he oído decir que está en la cárcel.
 -¿Ha matado a alguno?
 -Yo no sé, pero no me extrañaría.
 Paco no podía estar callado. Caminaba a oscuras por terreno desigual. Recordando al enfermo el monaguillo dijo:
 -Se está muriendo porque no puede respirar. Y ahora nos vamos, y se queda allí solo.
 Caminaban. Mosén Millán parecía muy fatigado. Paco añadió:
 -Bueno, con su mujer. Menos mal.
 Hasta la primeras casas había un buen trecho. Mosén Millán dijo al chico que su compasión era virtuosa y que tenía buen corazón. El chico preguntó aún si no iba nadie a verlos porque eran pobres o porque tenían un hijo en la cárcel y Mosén Millán queriendo cortar el diálogo aseguró que de un momento a otro el agonizante moriría y subiría al cielo donde sería feliz. El chico miró las estrellas.
 -Su hijo no debe ser muy malo, padre Millán.
 -¿Por qué?
 -Si fuera malo, sus padres tendrían dinero. Robaría.
 El cura no quiso responder. Y seguían andando.
 Paco se sentía feliz yendo con el cura.
 Ser su amigo le daba autoridad aunque no podría decir en qué forma. Siguieron andando sin volver a hablar, pero al llegar a la iglesia Paco repitió una vez más:
 -¿Por qué no va a verlo nadie, Mosén Millán?
 -¿Qué importa eso, Paco? El que se muere, rico o pobre, siempre está solo aunque vayan los demás a verlo. La vida es así y Dios que la ha hecho sabe por qué.
 Paco recordaba que el enfermo no decía nada. La mujer tampoco. Además el enfermo tenía los pies de madera como los de los crucifijos rotos y abandonados en el desván.
 El sacerdote guardaba la bolsa de los óleos. Paco dijo que iba a avisar a los vecinos para que fueran a ver al enfermo y ayudar a su mujer. Iría de parte de Mosén Millán y así nadie se negaría. El cura le advirtió que lo mejor que podía hacer era ir a su casa. Cuando Dios permite la pobreza y el dolor -dijo- es por algo.
 -¿Qué puedes hacer tú? -añadió-. Esas cuevas que has visto son miserables, pero las hay peores en otros pueblos.
 Medio convencido, Paco se fue a su casa, pero durante la cena habló dos o tres veces más del agonizante y dijo que en su choza no tenían ni siquiera un poco de leña para hacer fuego. Los padres callaban. La madre iba y venía. Paco decía que el pobre hombre que se moría no tenía siquiera un colchón porque estaba acostado sobre tablas. El padre dejó de cortar pan y lo miró.
 -Es la última vez -dijo- que vas con Mosén Millán a dar la unción a nadie.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 1980. ISBN: 84-233-0914-2.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: