Al final de la mañana
«Como yo no había leído nada parecido y no podía cotejar con nadie esta cuestión de interpretación, releí varios pasajes y subrayé las frases que, al parecer, me daban la razón.
Las reglas, los códigos y los hábitos: eran un juego, como las reglas del whist, y nada más; un juego que se podía acatar sin humillación. Bastaba con esperar para exteriorizar lo que uno pensaba; esperar a "ser obispo": antes de eso, abstenerse de "réplicas victoriosas". Como método de supervivencia, se recomendaba no expresar el propio pensamiento. Pasar por el molde. Disimular.
Daba vueltas a estas ideas, hasta el momento en que me di la razón. No era necesario hacer piruetas para complacer a gente que no me agradaba: bastaba con no exteriorizar, con ocultar todo lo que pudiera molestar, sorprender o disgustar.
Y en los momentos de duda, había que pensar en el conde Mosca*.
Los primeros días en clase, pues, se enmarcaron bajo el signo de la aplicación y la prudencia. Mis compañeras eran en su mayoría guapas y, sobre todo, iban muy bien vestidas. Las milanesas tiene fama de ir a la última moda, con una elegancia muy british; y eso era cierto también en un colegio de chicas de buena familia a finales de los años cincuenta. No me pareció difícil de imitar: nada de extravagancias, no más de dos colores y siempre haciendo juego entre ellos, zapatos impecables, uñas cortas y bien cuidadas. Las chicas no eran muy curiosas; se conformaron con una frase del estilo de "sí, mi padre trabajó mucho tiempo en el extranjero y yo recibí una educación francesa, era más práctico" para explicarse mi increíble retraso. Este instituto era lo mejor que me podía suceder, me sentía protegida. Estaba en período de formación. Iba a integrarme en la sociedad italiana y pronto formaría parte de un país europeo en plena expansión (era el boom económico, celebrado todos los días por la prensa y la naciente televisión). Había dejado Oriente para siempre y Occidente me abría sus brazos: no era tan desventajoso, porque Oriente ya nunca volvería a ser aquel en que habíamos nacido.
Sin embargo, el regreso a casa después de las clases me recordaba que, para mi madre, el traslado definitivo a Occidente era algo mucho menos fácil. Habitualmente tan dinámica, al estar sola, pasaba la mayor parte del día acostada. Acostada en la cama. Y mintiéndole a su hija: "...he hecho una pequeña siesta..., leía..., tenía un poco de dolor en la espalda".
Yo no podía entenderlo, ni siquiera había nunca la palabra depresión. Ella no estaba enferma. Solía tener un poco de frío. No hablaba mucho, no manifestaba ninguna melancolía; a duras penas sonreía cuando yo llegaba; mis relatos no provocaban en ella el menor comentario. Cada tarde, yo probaba alguna cosa para animarla a salir; ella aceptaba para darme gusto, pero volvía agotada y se precipitaba de nuevo en su cama. Hasta el día en que me di cuenta de que le agradaban las visitas al supermercado: como los tahitianos ante la llegada del capitán Cook y su tripulación engalanada, abría los ojos como platos ante las estanterías llenas de mercancías desconocidas. ¡Por fin algo le interesaba! Decidí perseverar: haríamos una visita al supermercado cada día. Descubrimos los productos de limpieza (aparte del jabón y los estropajos metálicos, no conocíamos nada). Me cautivaban la abundancia y los colores de las confecciones y los frascos, pero también la lectura atenta de las etiquetas con sus promesas de resultados prodigiosos. La sección de bricolaje despertaba en nosotros las ganas de mejorar nuestra vivienda: comparábamos los martillos, los clavos, los alicates, las tenazas. ¡Y los productos de belleza! Desdeñados en nuestra vida anterior, relucían en los expositores prometiéndonos maravillas. Mi madre devoraba con la vista la gama de pintauñas, productos para manicura, lápices de labios, cremas para las manos y pasadores de pelo.
Me siguen gustando mucho los supermercados. Cada vez que desembarco en una ciudad desconocida, para sellar mi primer encuentro con el país al que acabo de llegar, voy a darme una vuelta por ellos, preferiblemente sola. Necesito recogimiento. Desde luego, atrás quedó la época en que los productos no se asemejaban, y los hábitos alimentarios, la riqueza y la pobreza, las obsesiones y los mitos se podían captar a primera vista. Pero, aun así, la uniformización no es absoluta, las diferencias de fondo de almacén y de presentación subsisten y siguen siendo reveladoras. Cambian los nombres o se adaptan de manera extraña. Los promotores mercantiles globalizados le añaden a veces su toque, un algo que aporta sabor "local". […]
Mi vida había quedado partida en dos: el colegio, por una parte, donde mis dones de adaptación hacían maravillas (los tres meses de clases intensivas de la hermana Gisella le habían dado la razón: yo era recuperable, y eso reforzó su afecto por mí), y el piso familiar, por otra, donde tenía que enfrentarme a una situación desconocida.
Me sentía más cómoda en mi nueva vida que en la antigua. Atenta y concentrada en el empeño de no disgustar, no se me había pasado por la cabeza que pudiera gustar. Y eso era lo que estaba a punto de suceder. Sentía nacer la amistad a mi alrededor, se me admitía en el grupo con sencillez e incluso cálidamente; los recreos se llenaban de conversaciones y el camino de regreso a casa se prolongaba en acompañamientos recíprocos. No perdía de vista que no era del todo yo quien gustaba, pero al fin y al cabo... era una parte de mí, apenas suavizada y pulida por los consejos del conde Mosca.
El balanceo era brutal. Estaba a punto de cambiar de lengua de uso y eso implicaba una revolución íntima. Los neuropsiquiatras han escrito tratados sobre el tema. Cambia el modo de entenderse, decimos cosas que no habríamos dicho, pensamos de un modo algo diferente, no reaccionamos de la misma manera. La lengua de uso influye en el cuerpo y en los sueños. Otra cultura se infiltra por intersticios insospechados, tenemos accesos a canciones y bromas, entendemos las alusiones y el humor se vuelve posible. Cuando hablamos una nueva lengua todo el día, la existencia puede tomar otra dirección y el carácter modificarse.
Años después, un amigo me recomendó La lengua absuelta de Elías Canetti: lo leí con pasión. Esa cantidad de lenguas en su infancia (peor que yo), para llegar al uso exclusivo de una de ellas, la más difícil y la última por orden de adquisición. Me pareció que sus identidades fraccionadas coexistían en la dificultad, a veces en la cólera. Explicaba muy bien qué es lo que cada lengua aportaba y los caminos de transformación que el uso de una o de otra acarreaba. En él, se parecía al arte de darse a la fuga y adquiría en ocasiones un tono quejumbroso. Ni turco, ni búlgaro, ni suizo, ni británico, ni austríaco: eligió el alemán como patria, la lengua preferida de su madre, la de sus libros.
Fue con la aceptación, por lo general feliz, de mi nueva vida cuando comenzó la destrucción más o menos consciente de la antigua. Las dos lenguas que a partir de ahora no servían para nada y que ya nadie me hablaba, el árabe y el griego, se volatilizaron en pocas semanas (conservo en la memoria, sin haberlo pretendido deliberadamente, dos canciones infantiles, una en cada lengua, cuyas palabras ya no reconozco). Eliminé de mis conversaciones todas las referencias a Oriente.»
*Personaje de La Cartuja de Parma, de Stendhal.
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2016, en traducción de Jordi Terré. ISBN: 978-84-339-7964-3.]
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