III
Liberar el discurso femenino, liberar el discurso de tod@s
«Cualquier intento de liberar el lenguaje tiene que afrontar dificultades específicas, algunas de muy compleja acometida. La escuela nos instruye desde la infancia sobre las posibilidades del lenguaje y marca cada una de nuestras disposiciones. No sólo estipula cómo debe decirse y cómo no, sino también qué debe decirse y cuándo, delimitando así el aspecto más importante de nuestra conducta social. La escuela enseña, difunde, educa, adiestra, ejercita, hasta el punto de convertirse en el principal instrumento de propagación ideológica y de mantenimiento del poder. En los primeros años, la escuela opta por ocuparse poco de contenidos con la disculpa (falsa disculpa) de la pedagogía. Suponiendo que los niños de corta edad no pueden aprender mucho (lo cual es estrictamente falso), la escuela se dedica sobre todo a socializar, esto es, a regular los turnos de conversación y de silencio, a decidir que hay que hablar mucho cuando el profesor lo pida y nada cuando él o (más frecuentemente) ella así lo demande. Hay que levantar la mano antes de hablar, hay que pedir permiso antes de salir o de entrar, hay que sentarse en la silla cuando se tienen ganas de caminar y corretear por el patio de juegos cuando se tienen ganas de sentarse. En fin, el adiestramiento es tan poderoso que cuando en la adolescencia se pretenda que los estudiantes participen de manera activa en clase ya no sabrán cómo hacerlo: no encontrarán opinión propia entre las muchas opiniones ajenas, no habrá intención de movimiento en sus cuerpos adocenados, ni ningunas ganas de subvertir el orden rutinario de los acontecimientos. En esta perspectiva desoladora todavía falta por comentar el propio aparato de control.
Las técnicas de refuerzo de la escuela, del tipo de aprobar o suspender, forman parte de las dialécticas del éxito masculino. En las aulas universitarias de España, como de todo el mundo occidental, se ha notado en los últimos años un gran incremento de mujeres frente a hombres. De entrada es esperable. Las mujeres obtienen la promoción social, vinculada en otro tiempo exclusivamente al matrimonio, de la cultura; su ocupación más generalizada apunta todavía hoy a los oficios derivados del Estado de bienestar: profesora, enfermera, funcionaria. En otro sentido, las mujeres están destinadas a resistir mejor la clase. En la escuela a las niñas les cuesta menos dominar el cuerpo. Frente a la exuberancia masculina (no paran quietos, se levantan de la silla con insistencia, buscan una ocasión para ir a afilar el lápiz, para cambiar de actividad, para darle al cuerpo lo que es del cuerpo), las niñas permanecen tranquilas, en calma. El dominio de los instintos es muy fuerte en las mujeres. Como narra Marcela Serrano en Nosotras que nos queremos tanto, la mujer accede al sexo generalmente introducida por un amante varón, no explora su cuerpo como hacen los niños desde bien pequeños. Ese control de los instintos tiene que llegar por vía educativa o, dicho como acusación: alguien tiene que castigar a la niña pequeña que se manosea mientras celebra o, en cierta forma, permite al niño los juegos con el pene. De otro modo no se explicaría la diferencia de comportamientos. Pero volvamos al ámbito académico. En el colegio, las mujeres pueden permanecer receptivas, a la espera y consecuentemente el colegio las premia: son las mejores estudiantes, en términos generales, sobre todo en los niveles primario y secundario. Ya en la universidad, aunque la mayoría de las alumnas sean mujeres, aunque se ocupen más por satisfacer los requisitos de las asignaturas (hacer los trabajos, contestar a las preguntas, mostrarse interesadas, leer las lecturas recomendadas), los más brillantes son casi siempre varones. A las niñas se les enseña a reproducir y reproducen como amanuenses; a los niños se les deja siempre abierta la puerta de "ser especial", y aprenden a ser especiales. Además, la táctica académica se basa en valores que son connaturales al varón: los valores competitivos de "ser el mejor", "ser distinto", "ser amo"; frente a los valores de la cultura de las mujeres: "ser gregaria", "ser colaboradora". El discurso académico, melosamente endulzado con sus propios premios, quiere en realidad mantener los valores burgueses y dar una justificación (sabia) a las clases sociales. L@s que lleguen a dominar ciertos saberes (de tipo literario, científico, memorístico, que son los saberes acordes con los gustos de la burguesía) superarán con éxito la prueba; l@s que no lleguen a dominarlos deberán suspender. La respuesta, esperable, es que el nacimiento segrega: quien proceda de las clases burguesas tendrá los gustos y las actitudes idóneos para aprobar; los que procedan de otros entornos, no. Y la cultura pasa a ser una selección económica enmascarada. Para las mujeres es muy importante ser aceptadas en el grupo, ser queridas por el jefe, por eso todas se esfuerzan en aprobar y es bastante menos importante para ellas destacar. Quizá sea ésta la razón de por qué destacan ellos. ¿Y si ensayáramos un discurso de poder diferente? Aprender no es algo que se haga sólo en la escuela. Miro a una madre con su bebé. No importa si es un niño o una niña, no importa si es guap@ o fe@, no importa si es una de esas criaturas pizpiretas que desafían continuamente a la creatividad o si es un individuo lento, tardo en aprender, retraído. No importa si padece síndrome de Down, si es sorda del oído izquierdo, si es autista, si ciego, si esquizofrénica, si en vez de mano derecha tiene un muñón. La madre es esa figura que espera que aprenda. Tengo la sensación de que muchos individuos han llegado a realizar actividades que estaban muy por encima de sus posibilidades sólo porque el entorno maternal en el que se criaron les prestó las alas para volar tan alto. Las expectativas que las madres tienen sobre las capacidades de sus hijos no deben de ser una fuerza nimia. Al contrario, deben de ser nuestra única, primera, fuerza: el motor del crecimiento. Sin esas expectativas a lo mejor nos habríamos quedado todos encanijados, esmirriados, pequeños.
Esa fuerza no es un patrimonio de las mujeres. Ser hombre o ser mujer es un accidente biológico, así que tod@s, hech@s del mismo barro, podemos acceder a las mismas habilidades, a las mismas virtudes, a los mismos defectos. La sociedad nos construye luego como mujeres o como hombres, a través de poderosos mecanismos de modelización, del estilo del lenguaje que estamos sometiendo a análisis. La propuesta que se hace en estas páginas es una invitación a valorar la palabra, siempre acallada, de las mujeres no porque las mujeres tengan más razón que los hombres, no porque sean mejores ni, mucho menos, porque haya llegado la hora de intercambiar los papeles de opresor y de esclavo, como reclamaban a finales de los años sesenta las mujeres del grupo SCUM (Society for Cutting Up Men), convencidas de que el hombre estaba corrompido y que debía ser físicamente derrotado, capturado y colonizado por las mujeres. No. La palabra de las mujeres debe atenderse porque compone un testimonio obvio de una cultura minorizada, desprestigiada, que no cuenta. Si arañamos un poco la careta de nuestra sociedad, encontramos sólo valores masculinos, detentados y absorbidos hoy tanto por ellos como por ellas (no aún, desde luego, en condiciones de igualdad, pero lejos del arrinconamiento de las mujeres que hubo en otras épocas o que vemos en otras tribus). Encontramos mujeres que ansían cargos de prestigio en la empresa o la política; que procuran dirigir, gobernar, ejercer el poder de los hombres (y, si es posible que la golosina venga completa, mejor ejercerlo sobre los hombres). Estas mujeres han caído en la trampa. Les preguntarán y ellas contestarán: "No, sinceramente, no fue para mí más difícil llegar aquí por ser mujer". Otras, menos brillantes intelectualmente, y sólo mientras sean muy jóvenes, someterán a los hombres a través del power girl, de ese movimiento arrebatado y agresivo con el que las muchachas deseables pueden victimizar a los hombres, a través precisamente de la vulnerabilidad con la que éstos han construido su deseo sexual. Unas y otras parecen estar "aculturizadas"; no incorporan a sus presumibles puestos de privilegio ninguno de los rasgos del grupo al que pertenecen. En sí mismo eso no sería un problema si implicase que no hay grupos: que los seres humanos son al fin de un solo tipo (el humano) por encima de las diferencias corporales de sexo, de color, de edad. Pero no hay tal. Éstas son las mujeres "adaptadas" a los moldes masculinnos, que se dejan en el tintero la posibilidad de notar una injusticia y de incorporar al grupo coral de lo humano lo que de bueno tenga la melodía que tocaban con sus instrumentos.
Me gusta creer que podemos contribuir a repensar el mundo adoptando algunos de los valores femeninos: como el valor de la fe en el otro que siempre ha formado parte de la cultura de las madres.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Lumen, 2007. ISBN: 978-84-264-1633-9.]
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