jueves, 20 de agosto de 2020

La dama de las camelias.- Alejandro Dumas, hijo (1824-1895)

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I

  «A mi juicio, no se puede crear personajes sin antes haber estudiado mucho a los hombres, de igual modo que no se puede hablar una lengua sin haberla estudiado en serio.
 Como no he llegado aún a la edad en que se inventa, me contento con relatar.
 Exhorto, pues, al lector a que se convenza de la realidad de esta historia, cuyos personajes al completo, a excepción de la heroína, todavía viven.
 Por otra parte, hay en París testigos de la mayor parte de los hechos que aquí se narran; ellos podrían confirmarlos si mi testimonio no bastase. Debido a una circunstancia particular, únicamente yo puedo contarlos, pues sólo a mí se me ha hecho confidencia de todos sus detalles y pormenores, sin los que hubiera resultado imposible escribir un relato interesante y completo.
 Así pues, veamos la manera en que esos detalles han llegado a mi conocimiento:
 El 12 de marzo de 1847 vi en la calle de Lafitte un gran cartel amarillo que anunciaba una subasta de muebles y de valiosas curiosidades. La venta se producía tras una defunción.
 El cartel no decía el nombre del difunto, pero la subasta se llevaría a cabo el día 16, en el número 9 de la calle de Antin, entre el mediodía y las cinco de la tarde. El cartel indicaba, además, que los días 13 y 14 se podría visitar el piso y ver los muebles.
 Siempre me han gustado las curiosidades. Me prometí no desperdiciar aquella ocasión, si no para comprarlas, al menos para verlas.
 Al día siguiente, me presenté en el número 9 de la calle de Antin.
 Era temprano y, sin embargo, ya había caballeros visitantes e incluso señoras, algunas vestidas de terciopelo, con chales de cachemir y sus elegantes berlinas esperándoles a la puerta, que miraban con asombro, incluso con admiración, el lujo que se exhibía ante sus ojos.
 Más tarde comprendí aquella admiración y aquel asombro, pues, cuando me puse a escudriñar, me di cuenta enseguida de que me hallaba en el piso de una mujer mantenida. Ahora bien, si hay algo que las damas de sociedad desean ver, y allí había damas de sociedad, es la intimidad de esa clase de mujeres cuyos carruajes salpican cada día los suyos, que tienen, al igual que ellas y al lado de ellas, sus palcos en la Ópera y en los Italianos, y que hacen alarde, en París, de la insolente opulencia de su belleza, sus joyas y sus escándalos.
 Aquella en cuya casa me encontraba había muerto; así que incluso las damas más virtuosas podían entrar en su dormitorio. La muerte había purificado el aire de esa espléndida cloaca y, por otra parte, en caso de serles necesaria tenían la excusa de acudir a una subasta sin saber a quién pertenecía la casa. Habían leído los anuncios y querían conocer lo que esos carteles prometían y escoger por adelantado: así de simple. Lo cual no les impedía buscar, en medio de todas aquellas maravillas, las huellas de esa vida cortesana de la que, sin duda, habían escuchado historias bien extrañas.
 Desdichadamente, los misterios habían muerto con la diosa y, pese a su voluntarioso empeño, sólo hallaron aquello que estaba en venta tras el deceso, y nada de lo que se vendía en vida de la inquilina.
 A la postre, había bastante que comprar. El mobiliario era soberbio. Muebles de palo de rosa y de Boulle, jarrones de Sèvres y de China, estatuillas de porcelana de Sajonia, satenes, terciopelos y encajes, allí no faltaba de nada.
 Me paseé por el piso y seguí a las nobles curiosas que me habían precedido. Ellas entraron en una habitación tapizada de telas persas y me disponía también yo a entrar cuando salieron casi de inmediato, sonriendo, como si les avergonzara aquella nueva curiosidad. Ello me hizo desear aún más vivamente entrar de inmediato en ese cuarto. Era el tocador y estaba revestido de cuidados detalles sobre los que parecía haberse derramado en grado sumo la prodigalidad de la muerte.
 En una gran mesa adosada a la pared, una mesa de un metro de ancho por dos de largo, brillaban todos los tesoros de Aucoc y Odiot. Era una colección magnífica y ninguno de esos mil objetos, tan necesarios para el arreglo de una mujer como aquella en cuya casa nos hallábamos, estaba hecho de otro metal que no fuera plata u oro. Sin embargo, semejante colección sólo se había podido formar poco a poco, y no había sido un único amor quien la había completado.
 Yo, que no me espantaba ante la visión del tocador de una mujer mantenida, me entretenía examinando los detalles, cualesquiera que fuesen, y reparé en que todos aquellos utensilios magníficamente labrados tenían varias iniciales y blasones diferentes.
 Miraba aquellas cosas, cada una de ellas muestra de la prostitución de la pobre muchacha, y me decía que Dios había sido clemente con ella, pues no había permitido que le llegara el castigo habitual y la había dejado morir en medio de su lujo y su belleza, antes de la vejez, esa primera muerte de las cortesanas.
La dama de las camelias - Nocturna Ediciones En efecto, ¿hay algo más triste que contemplar la vejez del vicio, sobre todo en la mujer? No encierra dignidad alguna ni inspira ningún interés. Ese eterno arrepentimiento no del mal camino seguido, sino de los cálculos mal hechos y el dinero mal empleado, es una de las cosas más entristecedoras que se puedan oír. Conocí a una anciana mujer galante a la que no le quedaba de su pasado más que una hija casi tan bella, al decir de sus contemporáneos, como lo había sido su madre. Aquella pobre niña, a la que su madre no había dicho "eres mi hija" sino para ordenarle sustentarla en su vejez como ella la había sustentado en su infancia, aquella pobre criatura se llamaba Louise y, obedeciendo a su madre, se entregaba sin voluntad, sin pasión, sin placer, como habría podido ejercer cualquier oficio si se hubiera pensado en enseñarle alguno.
 La permanente visión del desenfreno, un desenfreno precoz, alimentada por el continuo estado enfermizo de esa muchacha, había apagado en ella la capacidad de discernimiento del bien y del mal que Dios quizás le había dado, pero que a nadie se le había ocurrido desarrollar.
 Siempre me acordaré de esa joven, que paseaba por los bulevares casi todos los días a la misma hora. Su madre la acompañaba de continuo, tan asiduamente como una verdadera madre acompañaría a una verdadera hija. Entonces yo era joven y bien dispuesto a adoptar la liviana moral de mi siglo. Sin embargo, recuerdo que la visión de aquella escandalosa vigilancia me inspiraba repugnancia y desprecio.
 A ello habría que añadir que nunca un rostro de virgen mostró parecido sentimiento de inocencia ni tal expresión de melancólico sufrimiento.
 Se diría que era la imagen de la Resignación.
 Un día, el rostro de aquella muchacha se iluminó. En medio de los excesos, cuyo programa controlaba su madre, le pareció a la pecadora que Dios le permitía una dicha. Después de todo, ¿por qué Dios, que la había creado sin fuerzas, habría de dejarla sin consuelo, bajo el doloroso peso de su vida? Un día, pues, se dio cuenta de que estaba encinta, y lo que todavía quedaba en ella de casto se estremeció de alegría. El alma tiene extraños refugios. Louise corrió a anunciar a su madre la noticia que le hacía tan feliz. Da vergüenza decirlo, pero no traemos aquí la inmoralidad por gusto, contamos un hecho cierto, que quizá haríamos mejor en callar si no creyéramos que es necesario, de vez en cuando, revelar los martirios de esos seres a los que se condena sin escucharlos, a los que se desprecia sin juzgarlos; da vergüenza, decíamos, pero la madre respondió a su hija que apenas si les alcanzaba para ellas dos y que no tendrían suficiente para tres; que tales niños eran inútiles y que un embarazo era tiempo perdido.
 Al día siguiente, una comadrona, de la que diremos solamente que era amiga de la madre, vino a ver a Louise, quien permaneció algunos días en cama y se levantó de ella más pálida y más débil que antes.
 Tres meses después, un hombre se apiadó de ella y se hizo cargo de su cuidado moral y físico; pero el último golpe había sido demasiado violento, y Louise murió a consecuencia del aborto.
 La madre vive aún. ¿Cómo? Sabe Dios.
 Esta historia me vino a la memoria mientras contemplaba los neceseres de plata y, según parece, pasé un tiempo en estas reflexiones, pues, además de mí, ya no quedaba en el piso más que el guardián, quien vigilaba con atención desde la puerta que no me llevara nada.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Nocturna Ediciones, 2012, en traducción de José Manuel Fajardo. ISBN: 978-84-939750-2-9.]

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