Segunda parte: Tempestad y coerción. Viena 1924-25
El regalo
«Aquel año que tan apretados vivimos en la Radetzkystrasse es el año de mayor tensión y opresión del que guardo recuerdo.
No bien entraba en el apartamento, me sentía observado. Nada de lo que hiciese o dijese era correcto. Espacio casi no había: el cuartito en el que dormía y tenía mis libros, y donde intentaba refugiarme lo más rápido posible, quedaba entre la sala de estar y el dormitorio de mi madre y mis hermanos. Era imposible escabullirse en él sin ser visto: los saludos y explicaciones en la sala constituían el principio de cualquier vuelta a casa. Era interrogado, y sin que se pasara de inmediato a las inculpaciones, las preguntas revelaban la desconfianza. ¿Había estado en el laboratorio o bien perdiendo el tiempo en cursos magistrales?
Mi sinceridad me había hecho acreedor a este tipo de preguntas. Solía hablar sobre todo de aquellos cursos que, por su temática, no estaban demasiado al margen de lo universalmente inteligible. La historia europea desde la Revolución Francesa se hallaba más al alcance de cualquiera que la fisiología de las plantas o la físico-química. El hecho de que no hablara de éstas no suponía, ni mucho menos, una falta de interés. Pero sólo tenía validez y consistencia lo que yo decía, mis propias palabras acababan acusándome: ¡el Congreso de Viena me interesaba más que el ácido sulfúrico! "Te estás dispersando", sonaba el reproche, "así no llegarás a ningún lado".
-Tengo que asistir a esos cursos -replicaba yo-, si no, me asfixio. No puedo renunciar a todo lo que realmente me interesa por el hecho de estar estudiando algo que no me importa.
-¿Y por qué no te importa? Te estás preparando a no ejercer ninguna profesión. Temes que la química pueda interesarte algún día. Ésta sí que es una profesión con futuro -y tú te parapetas y alzas barricadas contra ella-. ¡Mucho cuidado con ensuciarte las manos! Lo único limpio son los libros. Asistes a todos los cursos posibles sólo para leer más libros sobre los temas tratados. Es el cuento de nunca acabar. ¿Todavía no te has dado cuenta de cómo eres? Ya de niño eras así. Por cada libro que te enseña algo nuevo necesitas otros diez para ampliar tu información sobre el asunto. Cualquier curso que te interese acaba siendo una carga. La materia te interesará cada vez más. ¡La filosofía de los presocráticos! Muy bien, tienes que dar un Rigorosum sobre ella. De acuerdo en que ha de ser así. Tomas apuntes, ya tienes varios cuadernos llenos, pero, ¿para qué quieres también esos libros? ¿Crees que no sé qué títulos figuran ya en tu lista? No podemos costearlos. Y aunque pudiéramos hacerlo, serías tú el primer perjudicado. Te seducirían más y más cada vez, apartándote de tu especialidad. Dices que Gomperz es muy conocido en este campo; ¿no decías que ya su padre era famoso por sus Pensadores griegos?
-Sí -la interrumpí-, en tres volúmenes, me encantaría tenerlos.
-Basta con que mencione al padre de tu profesor para que una obra científica en tres tomos se sume a la lista. No creas que pienso regalártela. Conténtate con el hijo. Toma apuntes y aprende de tus cuadernos.
-Para mi gusto es demasiado lento. No se avanza nunca, nunca, no puedes imaginarte la lentitud. Y quiero seguir leyendo, no puedo esperar hasta que Gomperz llegue a Pitágoras, ya quiero saber algo sobre Empédocles y sobre Heráclito.
-En Frankfurt leíste un buen número de autores antiguos. Evidentemente nunca eran los apropiados. Por todas partes ibas dejando los tomitos, que eran horribles, todos iguales por fuera. ¿Por qué no figuraban entre ellos los filósofos griegos? Ya entonces te interesabas por esas cosas que luego no necesitarías.
-En ese tiempo no me gustaban los filósofos. De Platón me alejaba la doctrina de las Ideas, que hace del mundo una apariencia. Y a Aristóteles nunca he podido soportarlo. Es el omnisciente que lo clasifica todo. Al leerlo uno tiene la impresión de estar encerrado en innumerables gavetas. Si hubiera conocido entonces a los presocráticos, créeme que habría leído cada una de sus palabras. Pero nadie me habló nunca de ellos. Todo empezaba con Sócrates; era como si antes nadie hubiera pensado sobre nada. ¿Y sabes una cosa? Sócrates nunca llegó realmente a gustarme. Tal vez he evitado a los grandes filósofos porque eran discípulos suyos.
-¿Quieres que te diga por qué nunca llegó a gustarte?
Hubiera preferido que no me lo dijera. Solía formarse una opinión muy personal incluso sobre temas que no conocía a fondo, y sus palabras, aunque yo supiera que no podían ser ciertas siempre me alcanzaban, depositándose como polvo de harina sobre las cosas que me gustaban. Sentía que su intención era quitarme el gusto por ciertas cosas que, según ella, me arrastraban demasiado lejos. Le parecía que, a mi edad, este entusiasmo múltiple y siempre vivo en mí era ridículo y poco viril. Tal era el reproche que más escuché de sus labios cuando vivíamos en la Radetzkystrasse.
-Sócrates no te gusta porque es muy sensato, parte siempre de lo cotidiano y tiene cierta solidez, le gusta hablar de los artesanos.
-Pero diligente no era. Se pasaba el día entero conversando.
-¡Y eso no os agrada, grandes taciturnos! ¡Cómo os leo el pensamiento!
Y ahí estaba de nuevo ese viejo sarcasmo que yo había conocido a edad muy temprana, cuando aprendía alemán con ella.
-¿O es que sólo quisieras hablar tú mismo y le temes a gente como Sócrates, que examina escrupulosamente lo que se dice y no le perdona un desliz a nadie?
Era tan apodíctica como un presocrático, y quién sabe si mi predilección por estos pensadores, que sólo entonces empecé a conocer, no estaría relacionada con su manera de ser, con la que me hallaba totalmente compenetrado. ¡Qué seguridad tenía siempre al emitir sus opiniones! Si se las puede llamar opiniones, claro está. Cada frase que pronunciaba tenía la fuerza de un dogma: todo era seguro. Ignoraba las dudas, en cualquier caso las relativas a su persona. Tal vez fuera mejor así, pues de haber tenido dudas les hubiera inyectado la misma energía que a sus afirmaciones, y ella misma se hubiera debatido en la duda más total y absoluta, sin salvación posible.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1984, en traducción de Juan J. del Solar B. ISBN: 84-206-0027-X.]
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