domingo, 5 de abril de 2020

Antología esencial.- Silvina Ocampo (1903-1993)

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De Y así sucesivamente, 1987

El automóvil

 «¿Estábamos en París o soñábamos? El corazón de Mirta latía con ese rumor salvaje que se oye en las carreras de automóviles, de noche. No podía dormirme; tenía que mirarla para asegurarme de que no era un automóvil ni un  violín, ni un cambio de velocidades, que era un ser humano el que dormía a mi lado, que era un ser humano el que me abrazaba. La abandoné a sus sueños una noche en que el latido de su corazón movía la cama con demasiado ardor. Aquella noche me confesó que se había inscrito en una carrera, no muy importante, pero carrera al fin. Resolví verla por televisión y no acudir al autódromo. Mirta se vistió aquel día con un traje muy elegante. Ella, que rara vez se ocupaba de elegir ropa adecuada para las circunstancias, ese día se preocupó. Para que la divisara mejor, eligió un tono de color rojizo para el suéter y un pañuelo azul marino para el cuello. Vi la carrera en el televisor del hotel. Me apenó mucho que no ganara, pero me consolé: los desencantos tal vez enfriaran su pasión por las carreras y podríamos llevar una vida normal, sin sobresaltos. Nada es tan horrible como una pasión no compartida cuando se ama realmente a alguien. Sentía que mi vida se desgastaba oyéndola hablar de automóviles, sin poder compartir ni reconocer las marcas, ni sus potencias ni sus perfecciones. La mujer de un cuadro de Ingres me hubiera satisfecho más que esos autos que extasiaban a Mirta.
 Una noche volvió del cine después de las once. No me dijo qué fue a ver ni con quién, pero sospecho que el francés había llegado. No le reproché su conducta. Nunca me había ignorado hasta tal punto. Creo que le dolió no ser aplaudida por sus proezas, aunque no lo fuera simplemente por haberse inscripto en una carrera sin mi consentimiento o mi cariñosa atención.
 Por la noche sentí latir su corazón de automóvil a mi lado y sus ojos debajo de los párpados, cerrados, que se movían como si vieran algo, algo movedizo, huidizo. Me levanté y me acosté en el suelo para poder dormir; dicen que es bueno para la columna vertebral, pero ni se me ocurrió pensar en la columna. Ella no advirtió mi inquietud ni mi ausencia de la cama. Semidormida, parecía más dormida que totalmente dormida. No fue sino después del alba cuando pude recobrar mi lugar en la cama.
 Vivir es difícil para cualquiera que ama demasiado. No podía alejarme de Mirta sin morir, ni acercarme sin también morir. Elegí alejarme. Un día salí temprano para ver museos, palacios y jardines, las orillas del Sena, las catedrales, las más diminutas iglesias; cuando volví a la noche, como después de un largo viaje, Mirta no estaba en el hotel. Salí de nuevo. En vano la busqué por todas partes. Al volver a la madrugada me pareció que oía su respiración. Era un automóvil, con el motor en marcha, estacionado frente a la puerta del hotel. Me acerqué: en el interior no había nadie. Lo toqué, sentí vibrar sus vidrios. Tan enloquecido estaba que me pregunté si sería Mirta. Entré en el hotel. En la conserjería no había ningún mensaje para mí. El portero no sabía quién había dejado ese automóvil. De pronto pasó algo inexplicable. Suavemente, el automóvil empezó a alejarse. Traté de alcanzarlo, pero no pude.
Silvina ocampo - antologia esencial -emece . cr - Vendido en Venta ... Desde ese día busco el automóvil por la ciudad. Más de una vez lo vi, me puse en camino, sin lograr nunca descubrir quién lo manejaba, ni morir bajo sus ruedas. Vivo en París, porque sólo en París puedo alcanzar mi esperanza, cumplir mi deseo.
 Hay gente que me aplaude. "Qué lindo vivir aquí". Otra gente se pregunta: "¿Por qué diablos se fue a vivir a París?"
 Anoche, después de salir en busca del automóvil, que no encontré, escribí una carta a Mirta, que le dejaré en la conserjería del hotel. Acá viviré mientras tenga plata para seguir gastando. Cuando se acabe, buscaré trabajo.

 Querida Mirta:
 A qué me servirá vivir si no estás a mi lado. Amar en exceso destruye lo que amamos: a vos te destruyó el automóvil. Vos me destruiste (no lo digo con ironía). En esta ciudad te busco porque te has transformado en esa horrible máquina que encerraba tu corazón acelerado, cuando dormíamos juntos. Ahora te busco sin cesar, pero tu velocidad no me permite arrojarme bajo tus ruedas. Además, nunca sé por dónde pasarás. Tal vez podría acostarme en medio de las calles por donde pienso que pasarás. Eran tantas las calles que te gustaban que no puedo saber cuál vas a elegir. No comprendo cómo llegué a tan absoluta renuncia de mí mismo: ya no tomo en cuenta lo que puedas sentir por mí. Soy un verdadero fantasma: el mundo que me rodea es un recuerdo, sólo un recuerdo. Lo actual no me importa. Débilmente vuelven a mí versos que me gustaron y que retuve en la memoria, fortalecida por la nostalgia; versos que fluyen como ríos, rodeando imágenes de árboles genealógicos o reales, árboles del mundo entero que no olvido: "Es lo que llaman en el mundo ausencia / fuego en el alma y en la vida infierno."
 Lo demás no existe, las ganancias, los precios de las cosas, la vida en la ciudad, los libros, las cuentas, las estafas, las guerras, las revoluciones, el prestigio, el deshonor, el sexo, la codicia, el terror: nada importa, podés estar segura, cuando el dolor ha carcomido los huesos y la sangre que la vida reanima por un instante frente al automóvil que te lleva.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Emecé Editores, 2003. ISBN: 84-95908-40-9.]

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