lunes, 6 de abril de 2020

El juez y su verdugo.- Friedrich Dürrenmatt (1921-1990)

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Capítulo octavo

«A la mañana siguiente, el viejo comisario esperaba -y cierta experiencia corroboraba su intuición- que tendría contrariedades, como llamaba a las fricciones con Lutz. "Ya se sabe lo que son los sábados", dijo para sus adentros mientras atravesaba a pie el puente de Altenberg, "los funcionarios enseñan los dientes por pura mala conciencia, pues se han pasado la semana sin hacer nada sensato". Iba con un solemne traje negro, ya que el entierro de Schmied estaba anunciado para las diez. No podía faltar, y eso era lo que realmente le fastidiaba.
 Von Schwendi se presentó poco después de las ocho, pero no en casa de Bärlach, sino en la de Lutz, a quien Tschanz acababa de informar sobre lo acaecido la noche anterior.
 El coronel militaba en el mismo partido que Lutz -el partido de la Agrupación Conservadora Liberalsocialista de los Independientes-, había promocionado al juez instructor con empeño y se tuteaba con él desde una comida que los reunió tras una sesión de la junta directiva, aunque Lutz no resultó elegido para el Gran Consejo; pues en Berna, explicó von Schwendi, un representante popular que se llamase Lucius era algo absolutamente impensable.
 -Es realmente el colmo -empezó a decir en cuanto su gruesa figura apareció en el vano de la puerta-, lo que pueden llegar a hacer tus agentes de la policía de Berna, mi estimado Lutz. Matan a tiros al perro de mi cliente Gastmann, animal de una raza sudamericana muy rara, e interrumpen un acto cultural de Anatol Kraushaar-Raffaeli, el mundialmente famoso pianista. Los suizos no tienen la menor educación ni son gente de mundo, no hay en ellos vestigio alguno de una forma de pensar europea. Tres años de instrucción militar básica es el único medio para combatir todo esto.
 Lutz, a quien la aparición de su correligionario le resultaba penosa, y que temía sus interminables tiradas, pidió a von Schwendi que tomara asiento.
 -Estamos embarcados en una investigación delicadísima -observó intimidado-. Tú mismo lo sabes, y el joven policía que la dirige puede ser considerado, a escala suiza, como un profesional excepcionalmente talentoso. El viejo comisario que lo acompañaba ya está para el arrastre, lo reconozco. Lamento la muerte de aquel perro sudamericano tan raro, yo mismo tengo perros y soy muy amante de los animales, y claro está que ordenaré una investigación especial, muy severa. En el campo de la criminalística la gente no tiene idea de nada. Cuando pienso en Chicago, nuestra situación me parece francamente desoladora.
 Hizo una breve pausa, consternado de que von Schwendi lo mirase fijamente y en silencio, y luego añadió, aunque ya muy inseguro, que tendría que averiguar si el asesinado Schmied había visitado el miércoles a Gastmann, el cliente de von Schwendi, tal y como la policía sospechaba por una serie de razones.
 -Mi querido Lutz -respondió el coronel- dejémonos de cuentos. Eso lo sabéis perfectamente vosotros, los de la policía; conozco a mis colegas.
 -¿Qué quiere usted decir, señor consejero nacional? -preguntó Lutz confuso, volviendo involuntariamente al "usted", pues el tuteo nunca le había resultado del todo cómodo.
 Von Schwendi se retrepó en su asiento, juntó las manos sobre el pecho y enseñó los dientes, gesto que, en el fondo, debía tanto al coronel como al consejero nacional.
 -Oiga doctorcito -dijo-, me gustaría saber por qué le habéis endilgado ese Schmied a mi buen Gastmann. Lo que ocurra allá en el Jura no le va ni le viene a la policía, aún distamos mucho de tener una Gestapo.
 Lutz se quedó de una pieza.
 -¿Por qué habríamos de endilgarle a Schmied a tu cliente, al que no conocemos de nada? -preguntó en tono desamparado-. ¿Y por qué no habría de interesarnos un asesinato?
 -Si no teníais la menor sospecha de que, bajo el nombre de doctor Prantl, catedrático no numerario de historia de la cultura americana en Munich, Schmied asistía a las reuniones que daba Gastmann en su casa de Lamboing, toda la policía tendría que renunciar por incapacidad total y absoluta en el campo de la criminalística -afirmó von Schwendi, tamborileando con su mano derecha sobre el escritorio de Lutz.
 -De eso no teníamos idea, mi querido Oskar -replicó Lutz, aliviado porque en ese instante le vino a la memoria el nombre de pila del consejero nacional, que intentaba recordar hacía rato-. Acabo de enterarme de una gran novedad.
El juez y su verdugo de Dürrematt, Friedrich; Solar, Juan José del ... -¡Ajá! -dijo von Schwendi en tono seco y guardó silencio, ante lo cual Lutz tomó cada vez más conciencia de su condición de subalterno e intuyó que tendría que ir cediendo paso a paso en todo cuanto el coronel quisiera obtener de él. Paseó una desvalida mirada por los cuadros de Traffelet: los soldados en marcha, las ondeantes banderas suizas, el general a caballo. El consejero nacional advirtió la turbación del juez instructor con cierta sensación de triunfo y añadió a su "¡Ajá!", elucidándolo al mismo tiempo-: ¡Conque la policía acaba de enterarse de una novedad! Una vez más, la policía no tiene idea de nada.
 Por desagradable que fuera y aunque el insolente proceder de von Schwendi volviera su situación intolerable, el juez instructor tuvo que admitir que Schmied no había estado donde Gastmann en acto de servicio y que la policía tampoco se había enterado de aquellas visitas a Lamboing. Schmied había actuado a título estrictamente personal, añadió Lutz, concluyendo su penosa explicación. Por qué habría adoptado un nombre falso era para él, de momento, un misterio.
 Von Schwendi se inclinó hacia adelante y miró a Lutz con sus ojos turbios, inyectados de sangre:
 -Eso lo explica todo -dijo-. Schmied era espía de alguna potencia extranjera.
 -¿Qué quieres decir? -preguntó Lutz más desvalido que nunca.
 -Quiero decir -dijo el consejero nacional- que la policía deberá investigar ante todo las razones por las que Schmied estuvo en casa de Gastmann.
 -La policía tendría que saber, en primer lugar, algo sobre Gastmann, mi querido Oskar -contradijo Lutz.
 -Gastmann no ofrece peligro alguno para la policía -respondió von Schwendi-, y tampoco me gustaría que tú o cualquier otro miembro de la policía tuviera tratos con él. Éste es su deseo, él es cliente mío y yo estoy aquí para velar por el cumplimiento de sus deseos.
 Esta desfachatada respuesta anonadó a tal punto a Lutz que en un primer momento fue incapaz de replicar. Encendió un cigarrillo y, en su confusión, se olvidó de ofrecerle uno a von Schwendi. Sólo entonces se arrellanó en su sillón y respondió:
 -El hecho de que Schmied estuviera en casa de Gastmann obliga a la policía, lamentablemente, a tener tratos con tu cliente, mi querido Oskar.
 Von Schwendi no se dejó desconcertar.
 -Obliga a la policía a entrar en contacto, sobre todo, conmigo, pues yo soy el abogado de Gastmann -dijo-. Puedes estar contento de haber tropezado conmigo, Lutz: no sólo quiero ayudar a Gastmann, sino también serte útil a ti. Por supuesto que todo el caso es muy desagradable para mi cliente, pero para ti resulta mucho más penoso, ya que hasta ahora la policía no ha averiguado nada. En general, dudo mucho que consigáis arrojar alguna luz sobre este asunto.
 -La policía -respondió Lutz- ha resuelto casi todos los casos de asesinato, así lo demuestran las estadísticas.  Reconozco que en el caso Schmied hemos tropezado con ciertas dificultades, pero también -y aquí se atascó un poco- podemos registrar notables resultados. Por nuestros propios medios hemos dado con Gastmann y además somos los causantes de que Gastmann te haya enviado a vernos. Las dificultades las crea Gastmann, no nosotros, a él le toca pronunciarse sobre el caso Schmied, no a nosotros. Schmied estuvo en su casa, aunque con un nombre falso, y precisamente este hecho obliga a la policía a dirigirse a Gastmann, pues el insólito comportamiento del asesinado pesa en primer término sobre el propio Gastmann. Nosotros tenemos que interrogarlo y sólo podremos no hacerlo a condición de que tú seas capaz de explicarnos con absoluta claridad por qué Schmied fue a visitar a tu cliente con un nombre falso y varias veces, según acabamos de ver.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1997, en traducción de Juan José del Solar. ISBN: 84-08-46185-0.]

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