lunes, 20 de abril de 2020

El pabellón de oro.- Yukio Mishima (1925-1970)

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Capítulo VIII

  «Empecé a leer, por orden cronológico, aquellas cartas de papel delgado escritas con una letra apretada. […] Se trataba de una ínfima historia de amor. ¡Eso era todo! Del amor contrariado de un muchacho, que no sabe nada de la vida, por una chica cuyos padres no quieren oír hablar de él. Con todo, fui absorbido por la frase siguiente, donde Tsurukawa -sin él saberlo tal vez- había exagerado la expresión de sus sentimientos: "Cuando ahora pienso en ello, me pregunto si este amor desgraciado no se debe a mi desgraciada naturaleza. Yo nací con un humor sombrío. Creo que en ningún momento he sabido lo que es ser un alma perfectamente sosegada y llena de luz." La última carta se quebraba en una nota violenta, y entonces, por primera vez, se me despertó una duda que hasta aquel momento no había asomado jamás.
 -¿Es posible...?
 -¡Claro que sí! -interrumpió Kashiwagi-. Se suicidó. No me lo quitarás de la cabeza. Y fue para cubrir las apariencias que su familia inventó la historia del camión...
 Tartamudeando de indignación, le pregunté inmediatamente a Kashiwagi:
 -¿Le respondiste?
 -Sí, pero mi carta llegaría después de su muerte.
 -¿Qué le decías?
 -Que no hiciera ninguna tontería. Nada más que eso.
 Me callé. […] Kashiwagi dejó caer su mirada sobre mí plenamente satisfecho de haber destruido mi corazón de manera tan implacable.
 -¿Y bien? -dijo-. Algo acaba de romperse en tu interior, ¿no? Yo no puedo soportar ver a un amigo que viva con algo fácil de romper dentro de sí. Y hago todos los posibles para romperlo. ¡Es mi manera de ser bueno!
 -¿Y cuando no se rompe? 
 -¡Acaba ya con tus pueriles bravatas! -dijo con sarcasmo-. Sólo quería hacerte ver una cosa: lo que hace cambiar el mundo es el conocimiento. ¿Lo comprendes? Nada más que eso puede transformar el mundo. El simple conocimiento puede cambiarlo todo y dejarlo tal como es, invariable. Visto así, el mundo es eternamente inmutable, pero también está en perpetua transformación. Me dirás que esto no nos sirve de gran cosa. Pero no impide que para hacer la vida más soportable, se puede decir, la humanidad disponga de un arma, que es el conocimiento. Los animales no lo necesitan, porque, para ellos, hacer la vida soportable no significa nada. Pero el hombre conoce la dificultad y se hace de ella un arma incluso para soportar la existencia, sin que por ello esta dificultad se suavice en absoluto. Eso es todo.
 -¿Tú no crees que pueda haber otros medios para hacer la vida soportable?
 -No. Aparte de eso, no hay más que la locura y la muerte.
 -El conocimiento es totalmente incapaz de cambiar el mundo...
 Había dejado escapar estas palabras rozando peligrosamente la confesión.
 -Lo que transforma el mundo -añadí- es la acción, y nada más...
 Tal como había previsto, Kashiwagi paró el golpe con aquella fría sonrisa que parecía pegada a sus rasgos.
yukio mishima. el pabellon de oro. planeta - Comprar en ... -¿Lo crees así? Tú dices: la acción. Pero esta belleza por la que tú sientes ternura, ¿no ves que no aspira sino a dormir bajo la vigilancia del conocimiento? Un día estuvimos hablando del gato de Nansen, este gato de incomparable belleza. Si los dos bandos de monjes se disputaron, es que tanto uno como otro querían protegerle, acunarle, hacerle dormir blandamente, y esto según el conocimiento particular de cada uno. El Padre Nansen era un hombre de acción: no lo dio a unos ni a otros, sino que traspasó el animal y asunto liquidado. Llega Choshu y se pone las sandalias sobre la cabeza. ¿Qué quiere decir esto? Que él sabe muy bien que la Belleza es algo que debe permanecer dormido bajo la protección del conocimiento, pero que no hay un conocimiento INDIVIDUAL, un conocimiento PARTICULAR de esto o de aquello. ¡No! El conocimiento es un  océano para los hombres, una vasta pampa, y de ordinario la condición misma de la existencia. He aquí, según creo yo, lo que significó su gesto. Y ahora tú quieres jugar a ser Nansen, ¿verdad? Pues bien, esta belleza que amas no es más que el fantasma de esa "reliquia", de esa "sobrepelliz" que persiste en el alma humana una vez hecho -en términos devoradores- el conocimiento. No es más que el fantasma de este "otro medio", del cual hablabas, "para hacer la vida soportable". Incluso se puede llegar a decir que tal cosa, de hecho, no existe. En cambio, lo que da tanta fuerza a la ilusión, lo que le confiere carácter de realidad, es precisamente el conocimiento. Desde el punto de vista del conocimiento, la Belleza jamás es una consolación. Puede ser una mujer, puede ser una esposa, pero jamás una consolación. Mientras que de la unión de este conocimiento con esta Belleza que no es una consolación, algo nace. Algo efímero, semejante a una burbuja, contra la que nada se puede. Sí, algo nace; y es lo que la gente llama ARTE.
 -La Belleza … -empecé, pero me puse a tartamudear furiosamente. Era una idea absurda, pero una sospecha acababa de cruzar por mi mente: ¿acaso mi tartamudez no nacía en el concepto que yo me hacía de la Belleza?- La Belleza... Todo lo que es bello... es ahora mi mortal enemigo.
 -¿La Belleza? ¿Tu mortal enemiga? -preguntó Kashiwagi, abriendo unos ojos como platos. Pero su habitual jovialidad filosófica reapareció en seguida en su rostro, aturdido durante un instante-. ¡Cómo has cambiado! ¡Oírte decir eso! ¡Tendré que graduar los lentes de mi conocimiento...!
 Seguimos discutiendo durante mucho rato. ¿Cuántas semanas hacía que no habíamos cambiado impresiones con tanta intimidad? Seguía lloviendo. En el momento de irse, Kashiwagi me habló de Sannomiya y del puerto de Kobe, que yo nunca había visto, citando los grandes barcos que en el verano parten de la dársena... Todo eso adquiría vida para mí, en el recuerdo de Maizuru… Éramos dos estudiantes pobres que teníamos los mismos sueños y que no habríamos cambiado la alegría de partir hacia el mar abierto ni por el conocimiento ni por la acción: por vez primera, los dos estábamos maravillosamente de acuerdo.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1998, en traducción de Juan Marsé. ISBN: 84-08-46187-7.]

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