«Anciano: Hay tres clases de escritores: aquéllos que tienen un estilo propio y son capaces de cultivarlo hasta una perfección suprema, aquéllos que buscan un estilo propio y, finalmente, aquéllos que hallan un estilo vulgar y se comportan con él como los huéspedes de una taberna con las mesas, jarras y sillas: nunca serán dueños de su palabra, de sus pensamientos, de sus construcciones; se les congelará la vivencia más ardiente; los sentimientos sublimes serán triviales; toda inspiración será intención; toda influencia ajena, imitación; todo lo intenso, brutal y lo fino, flojo. Pero no vamos a hablar de esos escritores que proporcionan mercancía a la gran masa. Tú perteneces a la segunda clase.
Joven: Pues eso no está tan mal. Todos buscamos algo. Sí, se puede decir que incluso el grandísimo maestro no cesó de buscar hasta el día de su muerte. ¿Por qué sonríes?
Anciano: Porque en esa observación reconozco que de momento sólo has entendido un poco de lo que he dicho. Cuando los grandes maestros buscan es porque quieren alcanzar una concordancia entre el fondo y la forma. Saben que una obra de arte no puede existir sin semejante armonía. Y porque lo saben y aspiran de esa forma a la perfección y se guardan mucho de desperdiciar su abundancia de recursos en el objeto o en el lugar equivocados, nacerá siempre algo digno del arte y de su propia personalidad creadora. Buscan con ojos de videntes: vosotros, en cambio, buscáis como ciegos; ellos recorren el camino más recto y alcanzan una meta, aunque ésta no siempre sea la deseada; vosotros os movéis dando tumbos, en círculos. Los buscadores que desconocen la esencia están condenados a caer.
Joven: En verdad me preocupas. Te odiaría si no supiese que hablas realmente en serio. Adivino por dónde vas. Habla, pues, de mí.
Anciano: Bien. De momento he de poner reparos a dos aspectos de tus trabajos, uno aparentemente extrínseco y otro aparentemente intrínseco: a saber, que no llenan de placidez al lector y que el mismo fondo carece de necesidad existencial. Ambos están mucho más íntimamente relacionados de lo que crees, te lo demostraré en un momento.
Joven: ¿Qué quieres decir con placidez? Si es más bien lo contrario lo que tenemos por objeto cuando imaginamos ficciones: excitación, emoción, implicación, conmoción. Creo que te estás burlando de mí.
Anciano: Entiendo la placidez en un sentido más elevado, artístico. Por ella entiendo la confianza ilimitada del lector ideal hacia el narrador. Esa confianza resulta de la credibilidad y la credibilidad resulta de la necesidad del objeto narrado. Observa, pues, qué sólida es la relación entre ambos aspectos y será aún más inseparable para el ojo y para el sentimiento mediante eso que el lego, el diletante, el crítico mediocre llama "técnica": mediante la forma del relato. Esto también es extrínseco sólo en apariencia, pues en realidad es el alma del arte épico.
Joven: Estás dando demasiados rodeos. ¿No querías hablar de mis trabajos?
Anciano: Pues bien, digo que a tus productos les falta placidez, porque no tienes ni los medios ni el conocimiento para producirla. Lo que escribes lleva inequívocamente el sello de la experiencia directa e indirecta, pero estas experiencias no están transfiguradas y elevadas artísticamente y por ello se quedan sin efectos poéticos. Tienes un sentimiento fuerte y natural, pero que rara vez actúa en toda su pureza porque el fondo no es capaz de fundirse totalmente con él. ¿Te das cuenta entonces de por dónde voy? ¿Notas cómo todo lo intrínseco es a la vez extrínseco y viceversa?
Joven: No noto más que pedantería y no oigo nada más que palabrería. Si una forma artística no es suficiente para lo que yo quiero expresar, entonces habrá que ampliar esa forma. ¿Dónde están escritas esas leyes a las que me he de someter? ¿Quién las ha dictado y por qué debería doblegarme ante ellas?
Anciano: ¿Que dónde están escritas? En el sentimiento humano. ¿Que quién las ha dictado? El sentimiento humano. ¿Que por qué te has de doblegar ante ellas? Porque si no, no podrás crear impresiones y tu palabra y tu obra tendrán una vida más efímera que un pedazo de hielo bajo el sol del mediodía. En el curso de los siglos, de los milenios, se ha descubierto aquello que emociona, consuela y deleita a la humanidad, lo que proviene de sus abismos y lo que se dirige hacia ellos. Aquéllos que lo observaron y alcanzaron semejantes efectos, no ciegamente, sino mediante saber brillantísimo, ésos fueron los maestros. El que se resista a las enseñanzas no puede siquiera llegar a aprendiz.
Joven: Enséñame, pues.
Anciano: Ya te dije antes que los elementos no se quieren mezclar en tu interior; argumento y sentimiento permanecen hostiles, uno frente a otro, sin fundirse. La consecuencia es una disonancia permanente que se manifiesta por doquier. Realmente no relatas acontecimientos, sino que describes situaciones. Te parece importante precisamente lo que en el relato es y debe ser irrelevante. Brincas de situación en situación, lo que está entre medias te resulta un recurso de urgencia, se convierte en un informe forzado que decepciona por su sobriedad. Como te das cuenta claramente de tu propia indecisión como creador, te ves apremiado a hacer compensaciones y has de recurrir a descripciones patético-líricas en las que la acción no avanza un solo paso. Porque de eso se trata, bien entendido: el movimiento lo es todo, pues todo arte nace del movimiento. La creación de tus personajes está íntimamente relacionada con eso. Tus figuras no tienen descanso. Están hábil y verosímilmente trazadas, mientras están vinculadas a la acción, pero consideradas individual y autónomamente parecen apagadas y torpes. Saben demasiado bien lo que tienen que hacer, no en su mundo, sino en el tuyo. Falta una intención suprema y el poder de la ilusión. Una figura tiene que estar viva a pesar de la acción, no gracias a la acción. ¿Si no, a qué se debe que en los escritores mediocres las figuras más verosímiles sean precisamente las que menos entrelazadas están con la acción y sus intrigas, las denominadas figuras episódicas? Sólo ellas difunden placidez, es decir, son verosímiles, porque aparentemente no persiguen ningún fin. Así que si se puede decir que el arte resulta del movimiento, hay que añadir que hace efecto mediante la aparente ineficacia del movimiento.
Joven: Tengo más y más dudas. Me surgen cientos de preguntas, pues me doy cuenta de la profundidad que alcanzas. Vislumbro algún aspecto que antes ni siquiera hubiera podido sospechar. Pero permíteme que te haga unas preguntas. Decías que no relato acontecimientos, sino que describo situaciones, y tengo que reconocer que con ello se me confunden los conceptos. ¿No es un mero juego de palabras? ¿Qué diferencia crees que existe entonces entre relato y descripción? Quiero decir, ¿en qué medida puede mermar el efecto de una obra? ¿No son barreras metódicas?»
[El texto procede de la edición en español de KRK Ediciones, 2009, en traducción de Héctor Canal Pardo. ISBN: 978-84-8367-249-5.]
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