Parte segunda
Capítulo II
1
«Por lo menos una vez por año, los caodaístas celebraban un festival en la Santa Sede de Tanyin, que queda a unos ochenta kilómetros al noroeste de Saigón, para festejar tal año de Liberación, o de Conquista, o también algún festival budista, cristiano o de Confucio. El caodaísmo era siempre el capítulo favorito de mis explicaciones a los visitantes. El caodaísmo, invención de un empleado del Gobierno cochinchino, era una síntesis de estas tres religiones. La Santa Sede se encontraba en Tanyin. Un papa y mujeres cardenales. Profecías mediante planchuelas. San Víctor Hugo, Cristo y Buda que desde el techo de la catedral contemplaban una fantasía disneyana de Oriente, dragones y serpientes en tecnicolor. Los recién llegados siempre se quedaban encantados con la descripción. ¿Cómo explicarles la miseria de toda esta religión: el ejército privado de veinticinco mil soldados, armado de cañoncitos hechos con los caños de escape de los automóviles viejos, aliados de los franceses que ante el menor momento de peligro se volvían neutrales? Para dichos festejos, que contribuían a mantener tranquilos a los campesinos, el papa invitaba a los miembros del Gobierno (que asistían si los caodaístas tenían alguna influencia en ese momento), al Cuerpo diplomático (que mandaba algunos subsecretarios con sus esposas o hijas), y el comandante en jefe francés, que delegaba en algún general relegado a las oficinas el honor de representarlo.
Por la carretera a Tanyin fluía un rápido río de coches del Estado Mayor y del Cuerpo diplomático, y en las secciones más expuestas del camino los legionarios montaban guardia junto a los arrozales. Era siempre un día de ansiedad para el Alto Mando francés y quizá de esperanza para los caodaístas, porque ¿qué podía dar más énfasis con menos dolor a su lealtad, que la matanza de unos cuantos huéspedes importantes fuera de su propio territorio?
Cada mil metros se alzaba sobre los arrozales sin ondulaciones una torrecita de vigilancia, de barro, como un signo de admiración, y cada diez kilómetros había un fuerte más grande defendido por un pelotón de legionarios, marroquíes y senegaleses. Como los vehículos al llegar a Nueva York, los coches mantenían todos la misma velocidad y, como al llegar a Nueva York, uno tenía una sensación de impaciencia contenida, de tanto observar el coche de delante y el de atrás en el espejito. Todos querían llegar a Tanyin, ver el espectáculo y volver lo más rápido posible; el toque de queda era a las siete.
Uno pasaba de los arrozales controlados por los franceses a los arrozales de los Joa Jaos y de allí a los arrozales de los caodaístas, que generalmente estaban en guerra con lo Joa Jaos; solamente cambiaban las banderas en las torres de vigilancia. Niñitos desnudos pasaban montados sobre sobre los búfalos que vadeaban los campos inundados con el agua a la altura de los genitales; donde la cosecha dorada ya había sido recogida, los campesinos, con sus sombreros como mejillones, aventaban el arroz contra pequeños graneros curvos de bambú trenzado. Los coches pasaban rápidamente junto a ellos, como pertenecientes a otro mundo.
Ya comenzaban a verse en todas las aldeas las iglesias de los caodaístas, llamando la atención de los forasteros, con sus fachadas de estuco rosado y celeste, y un gran ojo de Dios sobre la puerta. Las banderas se multiplicaban; grupos numerosos de campesinos avanzaban por la carretera; ya nos acercábamos a la Santa Sede. A lo lejos, la montaña sagrada se alzaba como una galera verde sobre Tanyin; allí vivía fortificado el general Thé, el jefe de Estado Mayor disidente que recientemente había hecho saber su decisión de luchar tanto contra los franceses como contra el Vietmin. Los caodaístas no hacían ninguna tentativa para capturarlo, aunque había secuestrado a un cardenal, pero corría el rumor de que lo había hecho con la aprobación tácita del papa.
Siempre parecía hacer más calor en Tanyin que en cualquier otro lugar del sur del Delta; quizá fuera la ausencia de agua, quizá fuera la sensación de ceremonias interminables que hacían sudar a los demás, sudar con las tropas en posición de firmes durante los largos discursos en una lengua que no comprendían, sudar por el papa en sus pesadas vestiduras chinescas. Solamente las mujeres cardenales, con sus pantalones de seda blanca, al lado de los sacerdotes con casco de corcho, daban una impresión de frescura en medio de ese resplandor; la hora del cóctel en la azotea del "Majestic", bajo el viento del río de Saigón, parecía un sueño imposible y lejano.
Después del desfile entrevisté al delegado del papa. No esperaba enterarme de nada nuevo por su mediación: en efecto, no me enteré de nada; ya era una convención de ambas partes. Le pregunté por el general Thé.
-Un hombre precipitado -dijo, cambiando de tema.
Comenzó con su discursito de siempre, sin recordar que ya se lo había oído años antes; se asemejaba al disco que yo mismo hacía oír a los recién llegados: el caodaísmo era una síntesis de religiones..., la mejor de todas las religiones..., habían mandado misioneros a Los Ángeles..., los secretos de la Gran Pirámide. Llevaba puesto una larga sotana blanca y fumaba en cadena. Había en él algo astuto y corrompido; la palabra "amor" a parecía a menudo en sus labios. Yo estaba seguro de que él sabía que todos nosotros estábamos allí para reírnos de su movimiento; nuestro aire de respeto era tan corrompido como su falsa jerarquía, pero nosotros éramos menos astutos. Nuestra hipocresía no nos reportaba ningún provecho; ni siquiera un aliado digno de confianza y, en cambio, la de ellos les conseguía armas, provisiones, hasta dinero constante.
-Muchas gracias, Su Eminencia.
Me levanté para irme. Me acompañó hasta la puerta, esparciendo cenizas de cigarrillo.
-Que Dios bendiga vuestro trabajo -dijo untuosamente-. Recordad que Dios ama la verdad.
-¿Qué verdad? -le pregunté.
-En la religión caodaísta todas las verdades se reconcilian, y la verdad es amor.
Llevaba en un dedo un gran anillo y me tendió la mano; supongo que esperaba que yo la besara, pero no soy un diplomático.»
[El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés, 1965, en versión de J. R. Wilcock. Depósito legal: B. 3564-1965.]
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