Ardiendo en mi interior
«Ardiendo en mi interior por apasionada ira, / con toda la amargura de mi alma hablo:
hecho con la materia de un elemento liviano, / soy parecido a una hoja con la que el viento juega.
Siendo propio del hombre inteligente / el poner los cimientos sobre la roca firme,
estúpido de mí, soy comparable al río que se desliza / y jamás en un punto idéntico se halla.
Arrastrado me veo cual nave sin piloto; / soy llevado como ave vagabunda por los caminos del aire.
Ningún lazo me retiene, ni me detiene una llave. / Voy buscando a mis iguales, y a los depravados me uno.
La seriedad del corazón me parece cosa seria. / Es amable la alegría y más dulce que un panal.
Las exigencias de Venus resultan suave tarea: / en los corazones indolentes jamás pone su morada.
Por el ancho camino voy andando, como hace la juventud; / en los vicios me sumerjo, de la virtud olvidado,
ansioso de los placeres, mas que de la salvación: / muerto en el alma, me preocupo bien del cuerpo.
Discretísimo prelado, imploro tu perdón; / es buena la muerte que me mata y dulce la ira que me hiere;
mi pecho lo desgarra la belleza de las jóvenes, / y, pues no puedo tocarlas, las gozo con el corazón al menos.
Vencer al propio carácter ardua tarea resulta, / mantener pura la mente contemplando a una doncella.
Acatar tan dura ley los jóvenes no podemos, / como el no prestar cuidado a nuestros cuerpos volubles.
¿Quién, colocado en el fuego, por el fuego no es quemado? / ¿Puede mantenerse casto alguien que viva en Pavía,
donde venus caza jóvenes con un gesto de su dedo, / los enlaza con sus ojos, los cautiva con su rostro?
Si en el día de hoy a Hipólito en Pavía lo dejaras, / tan sólo un día después Hipólito ya no sería:
todos los caminos conducen hasta el tálamo de Venus; / en medio de tantas torres no está la torre de Aricia.
En segundo lugar, me acusan de jugador; / mas cuando el juego me deja desnudo el cuerpo,
aunque esté frío por fuera, sudo por el calor de mi espíritu, / y es entonces cuando escribo mis mejores versos y canciones.
En un tercer apartado menciono la taberna: / jamás la he despreciado ni habré de despreciarla,
hasta que vea llegar a los ángeles del cielo / entonando por los muertos el "requiem aeternam".
Morir en la taberna es mi propósito, / por tener el vino cerca de la boca del moribundo.
Los coros de los ángeles alegremente cantarán entonces: "Que Dios resulte propicio para este bebedor".
Con las copas se me enciende la lucerna del espíritu; / el corazón, en néctar empapado, a lo alto emprende el vuelo.
El vino de la taberna me sabe mucho más dulce / que aquel que mezcla con agua el copero del prelado.
Ved que mi depravación yo mismo estoy denunciando, / aquella de que me acusan vuestros propios servidores.
Ninguno de ellos, en cambio, a sí mismo se denuncia, / aunque ansían divertirse y disfrutar de la vida.
Ahora que delante me hallo del venerable prelado, / ateniéndose a la regla del mandato de Señor,
sobre mí la piedra arroje y no perdone al poeta / cuyo ánimo no es consciente de su pecado.
He hablado en contra mía lo que sabía de mí, / y vomité la ponzoña que alimenté tanto tiempo.
La vida siente desagrado de lo viejo; costumbres nuevas agradan; / el hombre contempla el rostro, mas el corazón lo conoce sólo Júpiter.
Ahora aprecio las virtudes; los vicios me encolerizan; / regenerado de ánimo, renazco por el espíritu;
y como a un recién nacido, leche nueva me amamanta: / que mi corazón ya nunca de vanidad sea vasija.
¡Oh, Elector de Colonia! Perdona a este penitente; / muestra tu misericordia al que perdón te suplica;
e imponle la penitencia a quien confiesa su culpa. / De buen grado cumpliré lo que quieras ordenarme.
El león, rey de las fieras, el perdón a sus súbditos otorga, / y se olvida de la ira que hacia los súbditos siente.
Haced vosotros lo mismo, príncipes de las naciones. / Lo que de dulzor carece es amargo en demasía.
Todo tiene su tiempo
"Todo tiene su tiempo" y yo sólo reclamo unos instantes / para poder en persona recitarte algunos versos.
Al entrar con rala veste en este sacro palacio, / hablo como una doncella invadida de rubor.
¡Salud, excelso varón! El poder se te confía: / con tu criterio y vigorosa mano el derecho se ejercita.
Eres flor de los prelados, y entre ellos el mayor. / Que vivas sano y salvo, vaso de sabiduría, más que Néstor.
¡Oh piadoso varón! ¡Oh varón justo! Permite que te ofrezca mi consejo, / ¡oh varón, eminente por su ingenio, y a quien el mundo entero rinde honores!:
propio es del magnánimo varón de los más humildes preocuparse. / ¡Torna tu corazón a los infortunados, pues hidalguía tal cuadra contigo!
Socórreme con tu piedad habitual, pues colmado de pobreza estoy; / tú, que transmontano eres, ayuda a quien también es transmontano.
La única esperanza de mi vida, en ti radica.
El frío y el hambre me arrebatarán la vida: / la crudeza del invierno y el hielo horrendo me matan;
padezco una tos continua y medio tísico estoy; / y por mi pulso colijo que lejos de la muerte no me hallo.
Mis pies descalzos, lo mismo que mi cuerpo, indican que soy pobre. / Por ello con rostro avergonzado te dirijo palabras de súplica;
vestido de esta forma no me hallo sin pudor en tu presencia: / ¡ojalá que estés libre de la muerte y que te acuerdes mí!»
[El texto pertenece a la edición en español de Biblioteca de Autores Cristianos, 1995, en traducción de Manuel-A. Marcos Casquero y José Oroz Reta. ISBN: 84-7914-170-0.]
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