Blacamán el bueno, vendedor de milagros (1968)
«Así era Blacamán, el malo, porque el bueno era yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando se le volteaba la suerte se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante muchos años seguían gobernando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que volvió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tenderete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que volvían transparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden, sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fundaba en mi vocación de adivino. […]
Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidentes o por peloteras, por veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro género de calamidades públicas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quién se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la izquierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y queden curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguardiente hasta matar la idea, y vengan los maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que no hago es resucitar a los muertos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión.
Al principio me perseguía un séquito de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura flor de burro con este carricoche convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chófer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas en Nueva Orleáns, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de Oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, mis medallas de perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.
Al principio me perseguía un séquito de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura flor de burro con este carricoche convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chófer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas en Nueva Orleáns, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de Oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, mis medallas de perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.
Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabeles para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que entonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno, sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi madre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo, sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes, sino aguantando las ganas de llorar.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1981. ISBN: 84-02-05608-3.]
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