Primer acto
«Vals: Ah, uno puede ver desde aquí perfectamente la montaña.
Ministro: Tengo el placer de hablar con el señor... el señor... (al coronel): ¿dónde está esa nota?
Coronel: Salvador Vals.
Vals: Bueno, en realidad eso no es del todo exacto. Se trata de un seudónimo casual, un bastardo de la fantasía. Desde luego, usted no necesita conocer mi nombre auténtico.
Ministro: Extraño...
Vals: En este mundo todo es extraño, señor ministro.
Ministro: Ah, ¿sí? Es igual; el general me escribe que usted tiene algo que comunicarme. Según entiendo, se trata de un descubrimiento...
Vals: Una vez, cuando era muy jovencito, se me metió una mota en un ojo, con un resultado por completo inesperado. Durante un mes, todo lo que veía era de hermoso color rosa, como si hubiera mirado a través de las vidrieras coloreadas de la iglesia de Santa Rosa. El oculista que por desgracia me curó, diagnosticó esto como un resplandor óptico. Tengo cuarenta años y soy soltero. Creo que éstos son todos los datos biográficos que me puedo atrever a darle.
Ministro: Curioso. Sin embargo, según entiendo, usted venía aquí a tratar de un asunto...
Vals: La fórmula "según entiendo", que usted ya ha empleado dos veces, es equivalente a una completa afirmación de tener razón. Me gusta la precisión en la expresión y detesto los circunloquios, esos padrastros del lenguaje.
Coronel: Permítame señalarle que, precisamente, está usted abusando del tiempo del ministro a base de utilizar circunloquios. Su Excelencia es un hombre muy ocupado.
Vals: (al coronel) ¿No adivina usted por qué mi exposición es tan vaga?
Coronel: No. ¿Por qué?
Vals: Porque me estorba la presencia de usted.
Ministro: Vamos, vamos... Usted puede hablar con toda libertad en presencia de mi secretario.
Vals: Pero me gustaría más que él no se hallase en esta estancia y hablar con usted en privado.
Coronel: ¡Qué insolencia!
Vals: Venga, hombre. No me impresionará con... sus palabras. Tengo dos fábricas y una casa de habitaciones en la calle del Viejo Castaño, en Punnintong.
Coronel: (al ministro) ¿Desea usted que me vaya?
Ministro: Bueno, pues, si este caballero... si este caballero lo pone como condición... (a Vals) pero a usted le concedo exactamente diez minutos. (El coronel se marcha.)
Vals: Muy bien. Se los devolveré con intereses; es posible que incluso lo haga hoy.
Ministro: Su manera de hablar es más bien enigmática. Según entiendo... bueno, quiero decir que me han dicho que usted es inventor.
Vals: Se trata de una definición tan aproximada como mi propio nombre.
Ministro: Muy bien, de manera que es aproximada. Vamos, lo escucho.
Vals: Sí, pero creo que usted no es el único... (se va rápidamente hacia la puerta y la abre).
Coronel: (en el umbral) ¡Qué fastidio! He debido de dejarme aquí mi pitillera; se trata del regalo que hizo una mujer amada. De todos modos, a lo mejor la he olvidado en el cuarto de aseo (se va dando traspiés).
Ministro: Sí, sí, él siempre está olvidando mujeres, quiero decir cosas. Por favor, explíqueme qué lo trae aquí. La verdad es que no tengo mucho tiempo.
Vals: En seguida se lo diré, con mucho gusto. Yo, o, más bien, un íntimo amigo mío, ha inventado cierta máquina. Un nombre adecuado para ella sería "Telemuerte", o, para darle un carácter más griego, "teletanasia". Pero resultaría demasiado largo.
Ministro: Ya veo.
Vals: Por medio de este aparato, que en apariencia resulta tan inocente como, digamos, un aparato de radio, uno puede producir, a cualquier distancia, una explosión de fuerza increíble. ¿Comprende?
Ministro: ¿Una explosión? Ya veo.
Vals: Fíjese bien, a cualquier distancia: a través de continentes, sobre mil y un mares oscuros. Por supuesto, sería ilimitado el número de tales explosiones y sólo serían necesarios unos minutos para preparar cada una de ellas.
Ministro: ¡Ah! Ya veo, ya veo.
Vals: Mi máquina se encuentra lejos de aquí. Sus detalles se encuentran envueltos en un completo y mágico secreto. Pero aun admitiendo que, por alguna vulgar casualidad alguien la descubriera, nadie, en primer lugar, sería capaz de adivinar cómo hacerla funcionar, y, en segundo lugar, se construiría inmediatamente otra... con terribles consecuencias para los cazadores del tesoro.
Ministro: Oh, no creo que nadie tratara de robar algo semejante.
Vals: Debo advertirle a usted, sin embargo, que yo mismo soy totalmente lego en cuestiones técnicas, así que, aunque lo deseara, sería incapaz de explicar el funcionamiento de mi aparato. Ha sido construido por un primo mío, un hombre de barba gris, llamado también Vals, Walter Vals, Walt Vals, ¡un genio, un supergenio! En cuanto a lo referente a lo de calcular el lugar, hacer los preparativos necesarios y después apretar el botón, sin duda es algo que he aprendido perfectamente. Pero, para explicarlo... no, no me pregunte. Todo cuanto sé se limita a un hecho más bien pequeño: se han descubierto dos rayos, u ondas que, al cruzarse, causan una explosión de kilómetro y medio de radio... Creo que es un kilómetro y medio, de cualquier modo no es menos. Todo lo que uno debe hacer es que se crucen en un punto determinado del Globo. Y eso es todo.
Ministro: Bueno, yo diría que eso es bastante. ¿No habrá traído usted consigo planos, o algo... alguno de esos diagramas que dan con los juguetes mecánicos o... ya me entiende?
Vals: ¡Claro que no! ¡Es una suposición absurda!
Ministro: Lo siento; no quería incomodarlo. Al contrario. Y ¿cuál es su especialidad? ¿No es usted ingeniero, pues?
Vals: Por lo general soy un hombre sumamente impaciente, como ha podido observar acertadamente su secretario. Sin embargo, para la presente ocasión me he armado de paciencia adicional, y aun me queda algo de ella. Lo repetiré una vez más: mi aparato es capaz, mediante repetidas explosiones, de aniquilar y convertir en un montón de fino polvo una ciudad entera, un país entero, todo un continente.
Ministro: Oh, lo creo. Mire, usted y yo volveremos a hablar del asunto en cualquier otro momento...
Vals: Un arma semejante da a su poseedor un poder sobre todo el Universo. ¡Es tan sencillo! ¿Por qué demonios se niega usted a comprender?
Ministro: En modo alguno..., lo entiendo. Resulta fascinante.
Vals: ¿Eso es todo cuanto me puede responder?
Ministro: No se ponga usted nervioso ahora. ¿Ve? Perdóneme... tengo una tos muy molesta. La pesqué en la última inspección militar... (El coronel entra.)
Vals: De modo que me contesta con una tos, ¿no es así?
Ministro: (al coronel) Bueno, amigo mío, nuestro inventor aquí presente me ha estado explicando maravillas. Creo que le pediremos que presente un informe (a Vals): Pero, desde luego, no hay ninguna prisa. Lo tenemos todo atestado de informes.
Coronel: Sí, sí... presente un informe.
Vals: (al ministro) ¿Es ésa su última palabra?
Coronel: Sus diez minutos ya se han agotado, y Su Excelencia tiene otros muchos tediosos asuntos que atender.»
[El texto pertenece a la edición en español de Plaza Janés Editores, 1981, en traducción de José Mª Martínez Monasterio. ISBN: 84-01-44258-3.]
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