VI.-Donde doña Tere cuenta la historia de su padre y particularidades de la Silve y de don Zana
«Doña Tere era una señora pequeñita y con algunas canas. Tenía con sus huéspedes muchos miramientos y era muy simpática. Una noche en que don Zana no volvía, Alfanhuí se quedó mucho tiempo hablando con ella. Era viuda; su marido había sido maestro. De su marido era el único libro que quedaba en la casa. Un libro con pastas color naranja que tenía en la portada una muchacha soplando sobre un molinillo. El molinillo se deshacía en pequeños vilanos que volaban. El libro se llamaba "Petit Larousse Illustrée". Alfanhuí se entretenía mucho viendo las figuras.
También contó la patrona la historia de su padre. Eran de Cuenca. Allí había conocido ella a su marido. Su padre era labrador y tenía algunas tierras. Una tarde se durmió arando con los bueyes. Y como no volvía el arado, los bueyes siguieron y se salieron del campo. El hombre seguía andando, con sus manos en la mancera. Iban hacia Poniente. Tampoco a la noche se detuvieron. Pasaron vados y montañas sin que el hombre despertara. Hicieron todo el camino del Tajo y llegaron a Portugal. El hombre no despertaba. Algunos vieron pasar a este hombre que araba con sus bueyes un surco solo, largo, recto, a lo largo de las montañas, al través de los ríos. Nadie se atrevió a despertarle. Una mañana llegó al mar. Atravesó la playa; los bueyes entraron en la mar. Rompían las olas en sus pechos. El hombre sintió el agua por el vientre y despertó. Detuvo a los bueyes y dejó de arar. En un pueblo cercano preguntó dónde estaba y vendió sus bueyes y el arado. Luego cogió los dineros, y por el mismo surco que había hecho, volvió a su tierra. Aquel mismo día hizo testamento y murió rodeado de todos los suyos.
Doña Tere había venido a Madrid con su marido y habían arrendado aquella casa. Después de muerto él, abrió la pensión. A Alfanhuí le gustaba escuchar estas historias de las vidas de las gentes. Miraba a doña Tere mover su boca y sus ojos, explicar su memoria serenamente, y en el tiempo que duraban sus palabras, Alfanhuí concebía el tiempo que habían durado aquellos hechos. Alfanhuí sintió afecto por doña Tere, que le mostraba tan dulcemente su memoria, su vida, como si fuera un cuarto más de la casa, con el mismo gesto cordial que si dijera: "Está a su disposición, para lo que usted mande."
Luego hablaron de don Zana. Doña Tere dijo que tuviera cuidado con él:
-No es tipo para usted.
Doña Tere ponía todas las noches pescadillas rabiosas. Pero las pescadillas rabiosas eran allí más rabiosas que en ninguna otra parte. Silve las freía cantando un tango de Carlos Gardel. Siempre el mismo tango, que empezaba: Adiós, pájaro lindo...
Silve tenía siempre buen humor, pero a veces era respondona. A doña Tere, en vez de enfadarla, le hacía gracia y le aplacaba riéndose y con buenas palabras. Alfanhuí se enteró de que la cabra y el huerto eran instituciones de la Silve. La cabra la había traído de su pueblo y de vez en cuando se lo echaba en cara a la patrona, como si aquello librara a la pensión de la ruina. Y así lo creía ella, y doña Tere se lo dejaba creer.
-¡Alfanhuí, niño pálido! -solía decirle don Zana-, la gente es necia y ridícula. Tú me gustas porque eres como yo.
Algunos días salían de paseo. Don Zana le enseñaba Madrid. Un día fueron a una estación a ver la salida del tren. Desde una hora antes empezó a llegar gente con maletas, con cestas de mimbre, hombres, mujeres, niños. Las mujeres solían llevar un pañuelo por la cabeza y tenían un gesto de apuro, de atención para tomar el tren. No podían atender a otra cosa y exageraban su preocupación. Lo disponían todo antes de llegar:
-Tú te subes el primero; tú le das las maletas por la ventanilla; tú me coges la niña en brazos; tú tomas los asientos; tú...
No había más hijos.
Eran como hormiguitas aquellas mujeres. Y a poco el tren se iba llenando y los despedidores se quedaban en el andén. Luego había grandes besos colectivos, alguien lloraba. Pitaba el tren, los despedidores sacaban sus pañuelos hasta que desaparecía.
Otro día iban por una calle de las afueras y vieron un enorme solar, más bajo que la calle, todo lleno de hierros herrumbrosos; había depósitos de agua, guardabarros de coche, calderas de locomotoras, tubos, vigas torcidas, cables, sillas, veladores e infinitas cosas más, todas como esqueletos. En un rincón había una montaña de botellas, color guardia civil, cubiertas de polvo. Abajo, estaba la casetita del guarda. Era un hombre viejo que aburría un cigarro, sentado en una silla a la puerta de su casa. Don Zana le preguntó:
-¿Qué es lo que guarda usted, buen hombre?
El guarda abrió la boca para contestar y se quedó mirando con ojos tristísimos todo su negro campo de hierros viejos, de destrozos llenos de herrumbre.
Vieron pasar a los zíngaros que venían con sus panderos, la calle arriba. El oso, el camello, la mona, la cabra. Los niños acudían corriendo. Un gitano de unos cincuenta años y un enorme mostacho, hizo bailar al oso. Le cantaba una canción de bajo, monótona y simple. No tenía letra la canción, o la había perdido. El zíngaro no decía más que: "Ohooooh, ohoooh, ooohooh". Era una canción tártara o magiara, como la voz, como el mostacho. Luego, el zíngaro decía al oso:
-¡Haz el borracho, Nicolaaás!
Y el oso se revolcaba por el suelo. Los niños se reían. A duros cadenazos, volvía el gitano a levantar al oso y lo retiraba. Luego trabajaban el mono, el camello y la cabra, y bailaban las chicas, sucias y despeinadas, con claveles en el pelo. Algunos echaban perras en la gorra que les pasaban, otros las tiraban desde los balcones, pero casi nadie se detenía, porque todos lo habían visto mil veces y era un espectáculo triste y aburrido. Una gitana se acercó también a don Zana y Alfanhuí, y les tendió la pandereta. Don Zana le dijo:
-El arte no se paga, chica.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 1986. ISBN: 84-233-0803-0.]
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