domingo, 19 de abril de 2020

Los muertos perdidos. Una memoria de familia.- Lisa Appignanesi (1946)

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1.-Escenas de mis recuerdos
Rubios y morenos

  «Polacos y judíos llevaban viviendo unos junto a otros dentro de esas fronteras flotantes que ahora denominamos Polonia desde el siglo XII. Bien recibidos como una clase de comerciantes necesaria en lo que entonces era un país eminentemente agrícola, los judíos obtuvieron privilegios mucho mayores que en cualquier otro lugar de Europa. Ya en 1264, justo cuando los judíos eran expulsados de Inglaterra por leyes e impuestos punitivos, el Estatuto de Kalisz prohibió la discriminación jurídica y garantizó la plena protección de la vida y las propiedades de los nuevos pobladores judíos. Los judíos podían practicar su propia religión, así como sus profesiones. Paulatinamente, el país se convirtió en un populoso centro de vida judía. En 1576, el rey reformista Esteban Batory llevó las cosas aún más lejos. Prohibió la acusación de asesinato ritual, un arma católica tradicional para aterrorizar a los judíos. Cinco años después, nació una institución sin precedentes, el Consejo Judío de los Cuatro Países, el cual concedió a los judíos polacos plena autonomía religiosa y comunitaria. La comunidad prosperó y se convirtió en la colonia judía más grande del mundo. Aquí, los judíos no sólo eran mercaderes y artesanos, cerveceros y destiladores, molineros y posaderos, sino que, debido al desdén de la aristocracia polaca por el comercio, se convirtieron además en administradores de tierras y bosques y en agentes comerciales de la producción agrícola.
 Como administradores de extensas propiedades independientes, los judíos tuvieron, no obstante, que actuar como recaudadores de impuestos, un papel nada apropiado para granjearles las simpatías de un campesinado cada vez más esclavo de una Iglesia que los condenaba como enemigos infieles. De hecho, el Estado polaco protegía a estos útiles judíos de la Iglesia de las envidias y sospechas suscitadas por la diferencia que tan fácilmente se pueden trocar en violencia. Tolerados, si no queridos, los judíos le devolvían el favor: fuera del mundo del trabajo, tendían a quedarse con los suyos. Así pues, hasta la disolución del Consejo Judío de los Cuatro Países en 1764, polacos y judíos coexistieron como dos naciones separadas pero inextricablemente entremezcladas, un multiculturalismo antes de que el término se hiciera de uso corriente. La "época dorada de independencia" de Polonia también fue una época dorada para los judíos.
 No obstante, los conflictos civiles y económicos de las postrimerías del siglo XVIII trajeron consigo la progresiva desintegración de una autoridad central protectora. Aquello puso a los judíos en la línea de fuego: en la ciudad de Uman hubo una masacre a gran escala en 1768. Atacado desde fuera y desde dentro, el reino polaco se desmoronó. Entre 1772 y 1795, Rusia, Prusia y Austria se dividieron el país y a su millón de judíos. La intolerancia se vio ahora reforzada por enérgicas medidas asimilacionistas o por la discriminación legal. También los polacos sufrieron en manos de los ocupantes, tanto que el gran poeta polaco romántico Adam Mickiewicz convirtió a los judíos en la imagen del sufrimiento y el anhelo de libertad de la propia Polonia.
 Con el aumento durante el siglo XIX del nacionalismo y los pogromos, instigados por los rusos para depurar la zona interior de todas las religiones salvo la ortodoxa, la enemistad entre polacos y judíos aumentó. Un polonismo cada vez más antisemita halló su reflejo en el sionismo, el movimiento que aspiraba a crear una patria judía. A principios del nuevo siglo, los polacos extremistas querían que los judíos se marcharan  y muchos judíos querían hacerlo, si se presentaban los medios necesarios y la patria necesaria. Ambos bandos se quejaban del otro y se desconcertaban mutuamente, no sólo por sus diferencias religiosas, sino también por sus estilos de vida.
 A diferencia de los judíos de Europa occidental, la mayoría de judíos polacos mantuvieron hasta la primera mitad del siglo XX las costumbres que se habían consolidado en "ortodoxia" en el siglo XVII. Eran una presencia visible. Por muy liberales que fueran sus posturas, mi abuelo materno llevaba el largo abrigo negro, el gorro de piel y la barba que dictaba la convención, aunque no las trenzas. En casa y en las concurridas calles de su ciudad, hablaba principalmente en yiddish. Comía siempre alimentos autorizados por la ley judía. Pese a su período en el ejército, en el censo de 1931 se habría declarado parte del ochenta por ciento de los judíos polacos que no estaban asimilados y consideraban el yiddish como su lengua materna. Imagino que se habría incluido en un porcentaje similar de judíos que se sentían una nación. Con toda certeza, tanto él como mi padre leían alguno de los 130 periódicos escritos en yiddish que circulaban en Polonia. Aunque las familias podían nombrar a unos cuantos amigos polacos, se relacionaban mayoritariamente con otros judíos.
Los muertos perdidos.: Una memoria de familia ATALAYA: Amazon.es ... La Gran Depresión sometió  muchas de estas relaciones entre polacos y judíos a duras tensiones. La prensa conservadora exigió la emigración inmediata de una proporción considerable de los 3,3 millones de judíos que vivían en Polonia. Alegaba que, aunque los judíos sólo representaban en torno al diez por ciento de la población polaca, comprendían el 21,5 por ciento de las clases profesionales y aproximadamente la mitad de los médicos y abogados del país. Lo que aún era más importante, las empresas judías daban empleo a más del cuarenta por ciento de la mano de obra urbana de Polonia.
 Influidos por sus vecinos alemanes, grupos nacionalistas abogaron por una campaña de violencia, incluyendo los pogromos. En los pueblos y en las pequeñas ciudades, donde los judíos constituían en torno al treinta por ciento o más de la población y poseían la mayoría de comercios y hoteles, los polacos adoptaron medidas para boicotear empresas judías ya muy afectadas. Las cooperativas campesinas evitaron a los mercaderes judíos en el campo y vendieron sus productos únicamente a los cristianos. Con la muerte en 1935 de Josef Pilsudski, gran héroe liberador de Polonia y anterior protector de los judíos, las cosas empeoraron claramente. A los judíos no asimilados se les prohibió trabajar para el Estado. La venta de carne para consumo judío se restringió y se prohibió el domingo como día laboral. En las ciudades pequeñas, como la de mi madre, estalló la violencia antisemita y en las universidades grupos fascistas provocaron reyertas. Se impusieron numerus clausus, restringiendo a los judíos a un porcentaje limitado de plazas universitarias. En las facultades de derecho y medicina, se segregó a los judíos asignándoles un banco especial. En señal de protesta, muchos judíos, en lugar de sentarse, se quedaban de pie durante las clases, secundados por los polacos que censuraban aquel resurgimiento del antisemitismo.
 Fue en esos años de creciente agitación antisemita cuando mis padres vivieron su juventud adulta. La pequeña ciudad de Grodzisk era un microcosmo de la política polaca. Había bundistas socialistas con sus pañuelos rojos, y nacionalistas polacos extremos y sus antagonistas, los sionistas militaristas, quienes desfilaban con un ahínco similar armados con palos. Las tiendas de los pequeños comerciantes judíos sufrían boicots y ataques. Los trenes eran lugares peligrosos: grupos de matones subían en busca de judíos y los arrojaban fuera. Los domingos, cuando los campesinos acudían a la ciudad para ir a misa y duplicaban su población, eran particularmente peligrosos. Uno de los amigos de la familia que ha sobrevivido me dijo: "De niño, cuando salía a la calle y veía a un polaco viniendo hacia mí, siempre me asustaba. Te escupían en la cara, te llamaban 'sucio judío' o te gritaban 'judíos a Palestina'. Cuando se emborrachaban, cualquier pretexto era bueno para dar una paliza a un judío. Los domingos después de misa, mi madre no me dejaba salir de casa. Siempre teníamos miedo de los pogromos". Este mismo hombre, habría que señalar, también me contó que tenía unos cuantos buenos amigos polacos, uno de los cuales lo acompañaba cuando iba en tren para que no lo atacaran.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 2007, en traducción de Rosa Pérez Pérez. ISBN: 978-84-8307-775-7.]

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