Discursos sobre las ventajas que el establecimiento del cristianismo ha procurado al género humano
Segunda parte
«II. No es suficiente todavía. Las leyes deben encadenar a los hombres, pero encadenarlos para su felicidad. Es necesario que, al mismo tiempo que se aplican a volver más ligeras sus cadenas, sepan apretar los eslabones con fuerza. Una feliz armonía entre la parte que gobierna y la parte que obedece -igualmente contraria a la tiranía y a la licencia- mantiene para siempre el orden y la tranquilidad en el Estado. ¡Felices las sociedades políticas donde el edificio del gobierno recibe su solidez y su permanencia de los mismos ornamentos, del mismo orden, que lleva a la aprobación y a la belleza! ¡Felices las naciones donde la felicidad de los súbditos y el poder de los reyes se sirven de apoyo la una al otro! ¡Felices los pueblos cuyas cadenas aseguran su fortuna!
Pero ¿no ha sido reservado a nuestros ojos este espectáculo? Los siglos que han precedido el establecimiento del cristianismo, los pueblos privados de sus luces, ¿lo han conocido? ¿Por qué aquel de los antiguos que ha hecho el estudio más profundo de los gobiernos, que ha sabido comparar mejor los principios, pesar las ventajas, por qué el preceptor de Alejandro creía imposible conciliar la autoridad de uno solo con la benevolencia del gobierno? ¿Por qué ignora la diferencia entre monarquía y tiranía? ¿Por qué la historia de las antiguas repúblicas muestra que no se conocía mejor la diferencia entre libertad y anarquía? No conocían la monarquía sino por la historia de sus tiranos y por el despotismo de los reyes de Persia. El mundo no les había ofrecido hasta entonces, en los diferentes gobiernos, más que una ambición sin límite en los unos, un amor ciego a la independencia en los otros, un balanceo continuo de opresión y de revuelta.
No lo disimulemos: los hombres no han tenido una razón superior como para sentir -antes de la experiencia- la necesidad de estar sometidos a la autoridad soberana. Avaros de su libertad, llevados hacia este bien supremo por el impulso reunido de todos sus impulsos particulares, ¿podían creer que hubiera un precio capaz de pagarla? Es la ambición la que ha formado los primeros imperios. Por ella nuevos conquistadores han elevado otros sobre las ruinas de los primeros. Los límites de la ambición no están en ella misma; siempre ha querido que todo se pliegue a sus caprichos. Los excesos de la tiranía han producido corrientemente la libertad. En otras partes, los pueblos fatigados de la anarquía se han lanzado a los brazos del despotismo. En vano, para parar estos combates perpetuos de las pasiones, los legisladores han intentado cautivarlas por las leyes. ¡Qué débiles son las leyes frente a las pasiones! Creo ver un licor en ebullición en los vasos frágiles que lo contienen, que se escapa por todas partes, que a veces los rompe con estrépito. Sólo la religión, atemperando su efervescencia, dando al corazón humano una solidez capaz de sostenerse por sí misma, ha podido fijar al fin estos funestos balances en los Estados.
Situando al hombre bajo los ojos de un Dios que todo lo ve, la religión ha dado a sus pasiones el único freno que podía retenerlas. Le ha dado costumbres, es decir: leyes interiores más fuertes que los lazos exteriores: las leyes civiles. Las leyes someten, mandan. Las costumbres hacen más, persuaden. Comprometen y convierten en inútil el mandato. Parece que las leyes anuncian a las pasiones el obstáculo que deben superar. Un rey se irrita contra la ley que le estorba; el pueblo, contra aquella que le esclaviza. Las costumbres no oponen una autoridad visible contra la que se pueda hacer una alianza. Su trono está en todos los espíritus. Revolverse contra ellas es revolverse a la vez contra todos los hombres y contra sí mismo. Las costumbres tampoco pueden ser violadas más que por algunos particulares y en ciertas zonas. En una palabra, son el freno más poderoso para los hombres y casi el único para los reyes. Sólo la religión cristiana tiene sobre las otras la ventaja -por las costumbres que inspira- de haber debilitado en todas partes el despotismo. ¡Ved, desde el océano Atlántico hasta el Ganges, todos los rigores de la tiranía reinar sin interrupción con la religión de Mahoma! Dirigid los ojos más allá de esta inmensa zona y ved, en medio de la barbarie, al cristianismo conservar en Abisinia la misma seguridad para los príncipes, el mismo bienestar para los súbditos, el mismo gobierno y las mismas costumbres que mantiene en Europa. Los límites de esta religión parecen ser los de la benevolencia en el gobierno y de la felicidad pública.
Al mostrar a los reyes el tribunal supremo de un Dios que juzgará su causa y la de los pueblos, la religión ha hecho desaparecer a sus mismos ojos la distancia con sus súbditos, como anulada, como absorbida en la distancia infinita de unos y otros a la divinidad. Los ha igualado en una especie de común rebajamiento. Los príncipes y los súbditos ya no serán dos poderes opuestos que, alternativamente victoriosos, hacen pasar incesantemente los estados de la tiranía a la licencia, de la anarquía al despotismo. Los pueblos, por la sumisión que la religión les inspira, los príncipes por la moderación que sacan de ella, concurren igualmente a un mismo fin, a la felicidad de todos. "Pueblos, sed sumisos a la autoridad legítima", ha dicho en todos los tiempos la religión.»
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