Cuestión social inocente
«Llamo inocente esta cuestión
social para distinguirla de otras que pueden traer al mundo tremendos trastornos.
La que va a ser objeto del presente ligero escrito
tiene, a mi ver, la ventaja de que, si se resuelve, no se resolverá nunca por
revolución violenta, sino por evolución lenta y suave. Es una cuestión social
risueña y pacífica.
Expongámosla aquí por completo y sin más extenso
preámbulo. ¿Por qué no quiere la ley o la costumbre que la mujer, que puede ser
Reina o Emperatriz, sea coronela, almiranta, electora, diputada a Cortes,
ministra, catedrática de Universidad, y ni siquiera académica: pâs meme
academicienne?
Hecha esta pregunta, conviene hacer también un
distingo a fin de proceder con método. La contestación, en España, sí somos
modestos y prudentes, no debe tener por ahora importancia en la práctica: debe
ser sólo punto teórico o especulativo. Explicaré mi distingo por medio de un
símil.
Si yo, en una tertulia pobre y de tercer
orden, sentenciare discretamente con los demás tertulianos que estas levitas,
estos sombreros de copa alta y estos pantalones que se usan en el día, son
traje feo y anti-artístico, no por eso me atrevería a excitar a los hombres a
que se echasen todos a la calle vestidos de asirios, o de romanos o de hidalgos
del siglo XVI, pongamos por caso. Careciendo nosotros de suficiente autoridad e
influjo para tamaña innovación ó renovación, nada conseguiríamos sino que nos
silbasen los chicos.
Apliquemos el símil a la cuestión que
anhelamos dilucidar. Presupongamos, por ejemplo, que no hay razón alguna para
que no vayan unas cuantas señoras a sentarse en el Senado y en el Congreso con voz y voto, a ser ministras o a mandar un
navío o un regimiento. ¿Osaríamos, a pesar de haber aceptado esta doctrina,
reformar de acuerdo con ella nuestra Constitución y nuestras leyes, sin
aguardar a que nos abriesen el camino de tan inaudita reforma otras naciones,
más prósperas y autorizadas, a las cuales si no queremos atribuirlo al mérito,
la ciega fortuna da medios de imponerse y rodea del prestigio que se necesita
para servir de modelo?
Yo me inclino a creer que, antes de que
ocurriese en Alemania, Francia e Inglaterra, que son las naciones que dan hoy
la moda, no podríamos nosotros tener ministras, diputadas o académicas, sin
gravísimo peligro de caer en ridículo y de atraernos las burlas más crueles.
Queda, pues, limitada la cuestión, por nuestra
carencia de autoridad, que deploro, pero que reconozco y creo irremediable por
ahora, a una cuestión de pura y elevada filosofía.
¿Por que las mujeres no han de ejercer los mismos
oficios y no han de obtener los mismos empleos, distinciones y dignidades que
los hombres?
Y no se me diga que la cuestión carece de oportunidad:
que no es palpitante. No lo será para el vulgo, pero lo es para
las clases media y elevada, y se inscribe en la orden del día como las cuestiones del matute y de la niña mártir.
Hace meses que se habla y se diserta a favor
de que dos damas ilustres entren en sendas reales Academias: en la Española
una, y otra en la de Ciencias morales y políticas.
Por último, y aun no hace tres semanas, cierta
gran señora, dechado de elegancia, distinción y hermosura, ha dado a la estampa
y al público un libro precioso, lleno de documentos, curiosísimos todos, amenos
bastantes de ellos, e importantes los más para la historia patria, cuando en
ella se fundaba y cifraba la historia del mundo.
La misma gran señora ha ordenado, escogido y
coleccionado los documentos, sacados del archivo de su gloriosísima casa, y los
ha ilustrado con un prólogo o introducción donde lo juicioso y discreto
compiten con lo bien parlado.
Mérito suficiente hay, pues, en esta nueva y gentil
autora para que sea elegida de otra tercera Academia: de la Academia de la
Historia.
Así tenemos tres candidatas al puesto o sillón
acadéntico. Acerca del valer de cualquiera de las tres no cabe la menor duda.
Yo no tengo voz sino para ensalzarlas, ni tengo voluntad y mente sino para
emplearme en su admiración y servicio: pero aquí no se traca de negar o de
reconocer merecimientos, sino de resolver si conviene o no que haya académicas.
A los que sostienen que debe haberlas, o no se
les contesta o se les contesta de broma. Considero injusto agravio tanto la
broma cuanto el silencio en vez de la impugnación seria, y voy a ver si logro
hacerla, hasta donde mis fuerzas alcancen.
Insisto en afirmar que nadie, a no ser por
ignorancia o por envidia, niega que las damas aludidas valen tanto por su
saber, su ingenio, su actividad literaria y su talento de escritoras, como
cualquiera de los más dignos entre los inmortales. ¿Por que no inferir
entonces que es sin fundamento racional y necia la risa de los muchísimos,
hombres y mujeres, que se echan a reir sólo de pensar o de imaginar a
una académica de número, activa, funcionando y no meramente honoraria?
En algo ha de consistir que sea aparente y no
real la contradicción extraña que aquí se advierte.
Aunque me aflija, no
he de ocultar yo que hay escuelas y sectas, que alcanzan todavía notable
crédito y que sostienen la inferioridad de la mujer en inteligencia, comparada
con el hombre. Los pesimistas son los que más rebajan a la mujer y la suponen
inferior. Leopardi y Schopenhauer se extreman en tales diatribas. Los que
siguen opinión tan descortés, es natural que repugnen que aspire la mujer a
ciertos empleos. Cuando reconocen que alguna ha dado pruebas de su perfecta
aptitud para desempeñarlos, ven en ello una monstruosidad, un caso teratológico
y afirman que casos por el estilo no deben alegarse para que la ley general se
infrinja o derogue o la costumbre se deseche.
En España, los hombres son finísimos con las
mujeres. Yo me deleito y me glorío de que así sea. Esta es la patria de
Calderón, quien dice varias veces en sus dramas, con general aplauso: Que, si el hombre es breve mundo, / La mujer
es breve cielo; con lo cual
pone de manifiesto que la mujer vale tanto más que el hombre cuanto el cielo vale
más que la tierra.
En ninguna nación creo yo que se ha escrito tanto
y tan bueno como en España, en alabanza de las mujeres. Y para no citar
demasiado, me limitaré a traer aquí a cuento el admirable diálogo intitulado Ginaecepaenos
publicado en Milán en 1580, y
escrito por el gentilhombre Juan de Espinosa. Yo me encanto leyéndole; me pasmo
de su copiosa erudición y atinada diligencia en compulsar historias sagradas y profanas;
y en casi todo sigo su opinión sin discrepar un ápice. De aquí que yo entienda,
no ya que la mujer es igual al hombre, sino que el hombre es inferior a la
mujer. Hasta las sutilezas exegéticas de que se vale el mencionado gentilhombre,
si bien en el día parece que pecan de candorosas, tienen fuerza para mí y
llevan convencimiento a mi alma. Algo significa en favor de la mujer el que
Dios la crease en el Paraíso, mientras que al hombre le creó en cualquiera
parte; y el que al hombre le hiciese de barro y a la mujer de más rica y
elaborada materia: de la carne y de los huesos del hombre mismo. Esto en cuanto
el hombre y la mujer son considerados como productos. Considerados como
productores, aún alcanza la mujer mayor ventaja. El hombre, sin concurso de la
mujer, aunque sin percatarse de ello, produjo a la mujer, durmiéndose como un
tonto, y encontrándosela al despertar a su lado: mientras que la mujer
dio vida en la tierra a nuestro Divino Salvador, y esto a sabiendas, y
con larga premeditación y atento y devoto cuidado, desde que se lo anunció
el Arcángel.
En punto a resistir tentaciones prueba también
Espinosa la superioridad de la mujer, porque, si Eva pecó, fue engañada por
agudísimo demonio, con el cual disputó antes de ceder, mientras que Adam en
seguida, sin poner objeciones ni reparos, se dejó tentar por la mujer sólo y
comió de la manzana.
Espinosa acude hasta al nombre primitivo, que
tuvo la mujer, para demostrar su preeminencia, ya que el hombre se llamó Adam,
que es como decir tierra o lodo; y la mujer, antes de llamarse Eva, se llamó
Iscia, que equivale a fuego o llama, símbolo o representación de lo espiritual
y etéreo; de lo que se encumbra a muy elevadas esferas.
En suma, el discreto
autor de quien tomo todas estas razones, declara que la mujer es más perfecta
que el hombre en cuanto a la materia, porque si bien ambos proceden del barro,
en la mujer el barro es materia remota, y en el hombre materia propincua,
siendo la materia propincua de la mujer el hombre; y en cuanto a la forma, no
cabe duda en que también la mujer es más perfecta, ya que fue la última cosa creada
por Dios, en quien Dios, por decirlo así, echó el resto, poniendo glorioso fin
y bellísimo non plus ultra a
toda su obra y esmero en la creación del Universo Mundo.
En resolución, yo
deduzco, así de mis estudios y lecturas, como de mis experiencias,
observaciones y meditaciones que, no sólo no hay, pero que ni siquiera puede
concebir ni imaginar el hombre nada más bello, ni más apetecible, ni más
gracioso y digno de amor y de respeto que la mujer entre cuantos seres existen en
la tierra. Si el hombre es valiente, estudioso, trabajador, honrado, limpio,
elegante, cortés, ameno, chistoso, buen poeta, orador, gran político, sabio,
bailarín y ágil, todo es por ganarse el corazón de una mujer y ser de ella muy
querido.
Aunque la mujer no valiese más que para esto,
su valor sería subidísimo. Sería a la vez punto de apoyo y palanca de
Arquímedes en lo moral; estímulo, causa y blanco de todo progreso; y sursum
corda de la humanidad en este globo terráqueo.
Dice un filósofo yankee que el hombre
que logra reinar en el tierno corazón de una mujer buena e infundir en él su
amor, aunque luego muera en el hospicio, no debe quejarse de haber sido infeliz
en esta vida.
Este amor del hombre a la mujer no es sólo de
la vida mortal y terrestre, sino que transciende a otras vidas y mundos, para
cuantos creemos que el alma persiste y que no es la resultante de fuerzas o
energías orgánicas.
Para mí, pues, no cabe la menor duda en que los espíritus tienen sexo.
Sería horrible, espantoso, traería consigo desesperación o nefanda inmoralidad
ultramundana, el que Marsilla, Dante, Petrarca, Romeo, Abelardo y el Tasso, se
encontrasen, en otros planetas o mundos, con Isabel, Beatriz, Laura, Julieta,
Eloísa y Leonora, ya neutralizadas, ya convertidas en caballeretes.
De lo dicho, que no es divagar ni decir nada a
humo de pajas, se deduce multitud de corolarios que vienen muy al propósito de
que se trata.
Sin duda la mujer vale tanto o más que el
hombre; pero radicalmente, no sólo en su forma corpórea sino en su esencia y en
su espíritu difiere del hombre. La mujer es el complemento del hombre, así como
el hombre es el complemento de la mujer: pero sería complemento soso y hasta
argüiría pobreza de invención en la mente creadora el hacer del complemento
algo igual en prendas, calidades y aptitudes, a lo complementado, salvo la
diversidad de ciertos aparatos u órganos. Nada de eso. Las mujeres y los
hombres se completan y forman el género humano, no por ser iguales, sino por
ser distintos en todo. Sostener su identidad me parece herejía, blasfemia e
ingratitud para con Dios, y ofensa
gratuita que hacen, tal vez sin caer en ello, los hombres a todas las mujeres y
particularmente a las sabias. No comprendo cómo no se enoja la mujer sabia
cuando sabe que pretenden convertirla en académica de número.
Esto es querer neutralizarla
o querer jubilarla de
mujer. Esto es querer hacer de ella un fenómeno raro.
Y si no, seamos lógicos.
Yo convengo en que la mujer es o puede ser
poetisa, filósofa, matemática, política, naturalista e historiadora, tan
bien o mejor que el hombre. Pues entonces no se pida que entre en cada
Academia una mujer, sino que, habiendo, como hay, en cada Academia, 36 sillones
para caballeros, haya también 36 sillones para señoras. Esto es lo que exigen
la equidad y la conveniencia.»
[El texto pertenece a la edición en español de Librería de Fernando Fe, 1891, pp. 5-16.]
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