Capítulo 2: Los debates
Las razones de la rabia
«Los ejemplos podrían ser multiplicados, pero no dirían mejor hasta qué
punto ciertas mujeres se sienten profundamente turbadas por la pornografía. La
miseria y el horror no faltan sin embargo en el mundo, pero raramente se
encuentran términos tan duros para describir una rabia tan entera. A tal punto
que los debates se enconan y los intercambios de ideas se vuelven prácticamente
imposibles. Muchos otros aspectos de la condición de las mujeres, desde el
salario desigual hasta la amenaza de violación, son considerados no sólo como
indisociables sino literalmente como equivalentes de la pornografía. Incluso
hasta el momento en que, tal como lo reconocía Bonnie Klein, toda demostración
empírica y toda verificación se vuelven inútiles. Y si otras mujeres se
disocian de esta posición se las acusará simplemente de no ser "verdaderas
mujeres". Se llega a hacer creer que nada es más horrible que la pornografía.
Esta actitud radical no es el fruto del azar.
Las críticas más acerbas evocan muy fácilmente la ingenuidad y la estrechez de
un espíritu obsesivo. Y tampoco es el efecto habitual de segmentación interna,
que tan a menudo afecta a los movimientos sociales reivindicadores y que hace
nacer peleas a veces feroces entre sectas de la ortodoxia política o religiosa
(pensamos evidentemente en los primeros cristianos, pero también en los
principios del psicoanálisis, sin hablar de los cismas en los monárquicos en
Francia). Más bien hay que preguntarse si esta cólera no depende del
descubrimiento de que todo el debate sobre la pornografía toca algo esencial.
La pornografía misma era tal vez insignificante, pero es como tomar conciencia
de que su apuesta era fundamental.
En primer lugar no hay que olvidar que el
movimiento feminista apuntó mucho a una revalorización radical de la
sexualidad. Debido a que habían sido reducidas durante tanto tiempo a su sexo,
las mujeres debían necesariamente pasar por una liberación sexual y definirse
como seres dotados de una sexualidad propia y retomar el control de su cuerpo
con el objeto de ya no ser sometidas a las voluntades libidinosas y
reproductoras de los machos. Resultaba urgente denunciar el modelo tradicional
de la sexualidad femenina que era violento contra las mujeres.
Luego de lo cual había que explorar las
soluciones. Y es muy precisamente lo que proponía la pornografía: una
subversión de la ideología conservadora del amor romántico y de la monogamia
heterosexual que había encajonado siempre a las mujeres en el rol de madres y
de domésticas. Como lo mostró Ángela Cárter y otras después de ella, los
primeros modelos de mujeres liberadas de la literatura europea fueron Fanny Hill de John Cleland y Juliette de Sade; mujeres que por fin se
desprenden de la sexualidad exclusivamente procreadora y que son la figura de
heroínas al utilizar egoístamente su sexo para su provecho y con el objeto de
asegurar su propio éxito social; mujeres inteligentes que renuncian al
matrimonio, al amor y, sobre todo, a la maternidad y que consiguen en su
carrera, a golpes de trampa, de cinismo y de maldad, lo que hace de ellas
iguales a cualquier hombre; en una palabra, mujeres que ya no son la copa de
los hombres sino que, por el contrario, dan la prueba de un talento
considerable para la manipulación. Así, el modelo de la sexualidad femenina
dominante de la pornografía moderna ofrece una contestación radical al modelo
antiguo y una respuesta al cuestionamiento feminista: allí se presentan mujeres
que no demuestran ninguna molestia en hablar del sexo y ninguna vergüenza de su
cuerpo, que viven plenamente su sexualidad siendo activas al punto de volverse
agresivas y transformarse en violadoras de hombres, que se permiten todo, que
no se traban ante ninguna exclusividad sexual, que no tienen ninguna necesidad
de vínculo sentimental y que parecen no tener ningún temor al embarazo. En este
sentido, pornografía y feminismo tienen de hecho un mismo discurso: terminada
la era de las víctimas pasivas, es tiempo de que el sexo de las mujeres se
afirme.
Salvo que la pornografía goza de una cabeza de
ventaja ofreciendo una solución ya lista. No sólo ella repite como el feminismo
que son las mujeres quienes son interesantes, sino que desde hace mucho tiempo
dice que hay que abandonar toda reserva opresora para explorar y expresar el
conjunto de la sexualidad humana, intentar todas las combinaciones, todas las
perversiones imaginables, incluso llegada la oportunidad, intentar las
experiencias más inquietantes. Mientras que el movimiento femenino duda en
hacer su cama entre un conjunto de respuestas complejas y muy a menudo
paradójicas.
Pues el cuestionamiento del modelo antiguo
descansa necesariamente en un juicio moral, el cual explica sólo por qué el
modelo era malo, mientras que al mismo tiempo transpone y retoma sus mismas
contradicciones. Muriel Dimen da un ejemplo de ello al señalar la ambigüedad
que persiste en declarar como políticamente aceptable el rechazo a ser un
objeto sexual y por lo tanto ya no tener que preocuparse por su apariencia
física; y, al mismo tiempo y a todo precio, querer seducir con el objeto de ya
no ser definido como un ser que no tiene derecho al apetito sexual, con el fin
de tener la posibilidad de explorar todas las formas de esta libertad nueva.
Querer abolir la pornografía pero preservar el espectáculo. Para Gayle Rubin,
este debate en torno a la pornografía ha llevado al feminismo moderno a sus
límites, provocando el impacto de dos tendencias que parecen inconciliables. La
primera insiste en la importancia de liberar la sexualidad femenina y tiende a
minimizar la significación de la pornografía; por ejemplo, Liza Orlando aprecia
ver erigidas en modelos a mujeres que exigen su derecho al placer y que lo
toman tal como les gusta, contradiciendo con ello todo lo que toda chica bien
educada debería saber; Paula Webster propone dejarse guiar por la pornografía
en la exploración de un universo maravilloso que siempre ha sido negado a las
mujeres; Sara Diamond declara que sería necesario que las mujeres reconocieran por fin que la exposición
pública de su sexo no hace necesariamente de ellas unas putas y que no sólo los
hombres pueden ganar poder por medio de su sexo. Como mucho se llega a pensar
que si la pornografía actual es a menudo sexista, no lo es ni más ni menos que
el resto de la sociedad y que si es tan importante hay que transformarla, pero
por sobre toda las cosas, no abolirla.
Según la otra perspectiva, la de la mayoría de
los adversarios de la pornografía, esta liberación de la sexualidad femenina no
es más que una peligrosa ilusión, puesto que no puede ser más que una extensión
de los privilegios masculinos, sobre todo si la vía a seguir está definida por
un universo tan tradicionalmente masculino como el de la pornografía. Joan Hoff
señalaba, en efecto, que el "estándar" de la sexualidad individual
sigue siendo una construcción masculina, pero sin indicar lo que podría
reemplazarlo. En esta óptica, la pornografía es importante porque está en el
corazón de las relaciones de poder entre los sexos que determinan
necesariamente todo análisis de la condición femenina. Por el contrario, la
sexualidad se vuelve a partir de entonces menos central y se llega a menudo a
un nuevo conservadorismo sexual. Según Gayle Rubin, que declara abiertamente su
preferencia y para quien esta segunda tendencia constituye nada menos que una
demonología tan terrorífica como el más opresor de los patriarcas, la censura
de la pornografía lleva al absurdo reaccionario de una clasificación a partir
del orden de comportamientos sexuales políticamente preferibles: el peor, la
promiscuidad general y las relaciones sadomasoquistas (sean cuales fueran los
sexos concernidos), en el medio la heterosexualidad y como mucho la monogamia
lesbiana. Evidentemente, esta respuesta sigue siendo discutible (como lo sería
cualquier otra del mismo modo, puesto que se trata de una paradoja) pero ella
muestra bien cómo la cuestión de la pornografía finalmente obliga nada más ni
nada menos que a la adopción de una cosmología general, que sirve para definir
los sexos y la naturaleza de sus relaciones.
La fuerza de cierta crítica llamada feminista
corre el riesgo en realidad de volverse contra las mujeres. Al hacer de la
pornografía un objeto de horror, fácilmente se puede dejar entender no sólo que
la intimidad sexual debería estar siempre rodeada del mayor de los secretos,
sino que, además, se corre el riesgo de impresionar a mucha gente insinuando
que allí está de nuevo el bien más preciado de toda mujer, volver a decir en
otros términos que lo esencial hay que encontrarlo en el misterio de las
profundidades de la matriz. El argumento ha sido entrampado. Resulta embarazoso
tener que explicar que es el sexo mismo quien marca la diferencia y quien
motiva el hecho de considerar que una mujer está más reducida al rango de un
"objeto" en la pornografía que cuando es modelo, reina del carnaval o
esposa del ministro; pues si los tres casos no son comparables no es sin duda
en razón de su relativa pasividad.
Lo más molesto a veces es que la pornografía
tiene el aspecto de haber prevenido todos los golpes y de tener todas las
respuestas. En los debates en el seno del movimiento feminista norteamericano,
los intercambios más acerbos a menudo tuvieron lugar entre lesbianas. Tal vez
porque, de un lado, las lesbianas comprenden mejor que nadie lo que propone la
pornografía cuando ella elogia los méritos del sexo por el sexo, sin
procreación y sin otro objetivo que el del placer; mejor todavía que los
homosexuales masculinos, que ya han aprendido en tanto que hombres que el sexo
es necesariamente agradable y que el descanso del guerrero debe ser jovial. Por
lo tanto, para algunas lesbianas la pornografía puede convertirse en una aliada
ideológica en la lucha contra la discriminación. Mientras que para otras, que
erigen su orientación sexual como gesto político en las relaciones de fuerza
entre los sexos, los caminos propuestos por la pornografía parecen
particularmente detestables. No necesariamente porque ella haga mucho caso a la
heterosexualidad, sino porque presenta habitualmente a mujeres que se preocupan
todavía por garantizar el placer de los hombres. Como si los hombres hubieran
inventado y moldeado la futura sexualidad de esas mujeres liberadas según la
imagen de su propio deseo. Debe haber otra salida, pero las discordias son tan
profundas que ya no son del todo evidentes. Poco a poco se llega a comprender
algunas de las razones que puedan explicar la rabia que marca a esos debates.
Primeramente, el hecho de que la pornografía describe el antiguo modelo de la
mujer sabia, modesta y prudente, doméstica y virtuosa, para quien el sexo era
un deber conyugal, lamentablemente necesario para la multiplicación impuesta
por la familia, la nación o la especie. La pornografía se opone a ello,
afirmando como el feminismo que las mujeres también son seres sexuados. Pero
propone una solución que hace inclinar el mundo en el sentido contrario: la
aparición de mujeres desencadenadas que asumen el rol tradicionalmente
reservado a los hombres, los cuales se convierten entonces en mirones pasivos o
violados voluntarios y contentos. La idea puede parecer ridícula y puede ser
ofensivo ver a los hombres pretender conocer lo que procura placer a las
mujeres. Se puede también sentir la frustración de no tener ninguna otra solución
aceptable que sirva para burlarse de todas las mujeres. Pero todo ello no basta
para explicar la rabia.
Señalemos, para dejarlo de lado, un
razonamiento poco convincente. Ya se ha hablado de los celos como motivo
principal de esta rabia. Lo cual equivale a decir que en una sociedad en que
las
relaciones de pareja son todavía
importantes y en donde la tradición cultural quiere hacer creer que una mujer
es menos atractiva a partir del momento en que un lápiz puede sostenerse bajo
su seno, la visión omnipresente de cuerpos perfectos (que desde hace mucho
tiempo han dejado de ser los cuerpos de mujeres desdeñables por ser de
"mala vida", vulgares y a menudo feas, para ser reemplazados por los
cuerpos de chicas jóvenes, ricas e inteligentes) crea una competencia absurda e
insostenible. Ya no es necesario intentar probar que los hombres aprenden de la
pornografía toda suerte de exigencias inaceptables. Alcanza con pensar que constantemente
tienen en la cabeza la imagen demasiado perfecta de Bo Derek. Sin ni siquiera
tener que volverse celosa, una mujer tendría el derecho de concluir que la
estupidez es exasperante…
Pero no hay nada nuevo en esta referencia a
celos nacidos de la infidelidad imaginaria. Nada que fuera limitado a un solo
sexo y nada que no existiera probablemente ya en el paleolítico inferior. Se
puede comprender que la mayoría de las personas se sienten incómodas frente a
la idea de que su partenaire sexual
tenga la costumbre de recurrir a la masturbación, pero el argumento sigue siendo
demasiado incompleto y la rabia bien debe tener otras fuentes.
Tal vez, la rabia de esas mujeres viene del
riesgo de sentirse atrapadas entre dos modelos de la femineidad tan
inaceptables uno como el otro. Por un lado, el modelo tradicional, que incluso
en la actualidad no es fácil cuestionar y que consagra a las mujeres infieles
al desprecio y al ostracismo. Por lo demás, las mujeres saben por experiencia
que el estereotipo tradicional de la femineidad está íntimamente ligado con la
sexualidad, lo cual las obliga a transformarse en un espectáculo permanente de
seducción (que si alcanza su objetivo provocará los silbidos admirativos en la
calle) pero que ellas al mismo tiempo deben seguir siendo pudorosas y nunca
dejar parecer que se están ofreciendo en espectáculo. Y por otra parte, el otro
modelo todavía vago e inquietante que les propone la pornografía, centrado en
el alto voltaje sexual y la satisfacción total de todos sus caprichos (terreno
que los hombres parecen conocer mejor y sobre el cual pretenden estar más
cómodos).
El malestar sería todavía mayor en la medida
en que el papel tradicional de la mujer después de todo le atribuía cierto
poder, y que el amor cortés, a pesar de toda la opresión que traiciona, definía
también el atractivo y la seducción sobre el cual una mujer podía apoyarse
-manteniéndose como "un oscuro objeto del deseo"- para garantizar su
seguridad social.
Ahora bien, justamente ya no queda nada oscuro
en la pornografía. Ninguna reserva o discreción. La femineidad se ha vuelto
profana y perdió todo misterio. Y el único poder que propone el nuevo modelo
será el de la conquista que, según se decía antes, estaba reservada a los
hombres. Por lo tanto, adoptando una sexualidad unisex habrá que invadir el
terreno de los hombres y de algún modo darles confianza, pero sin por ello
pedirles que modifiquen su propio modelo, que se encuentra incluso ajustado:
más libertad, más partenaires, más
oportunidades, en una palabra, todo para satisfacer a la "fiera".
En esta perspectiva, algunas mujeres se vuelven
nostálgicas por el modelo antiguo y las intrigas amorosas más discretas. Otras,
por el contrario, buscan en efecto quitar a los hombres la iniciativa de la
conquista y la conducta de la sexualidad, exactamente de la misma manera que
ellas quieren invadir todos sus cotos vedados y apoderarse de cualquier puesto
de alta dirección. Algunas proponen más bien ganar en los dos tableros, siendo
lo suficientemente fuertes y hábiles como para sacar provecho de los dos
modelos. Pero evidentemente también corren el riesgo de perder en los dos
tableros, provocando la ruptura con el poder tradicional de la atracción y de
la fascinación obsesiva, pero sin adquirir por ello nuevos poderes en una
sociedad que no los cederá fácilmente. Perder el poder que estaba inscripto en
el derecho a la diferencia, en el intercambio que significa el privilegio de
declarar a los hombres seductores. Volverse víctimas en el campo de la
sexualidad, totalmente comparables a esas mujeres que en el universo doméstico
se vuelven responsables del esencial ingreso adicional, mientras continúan
cumpliendo con la mayoría de los trabajos hogareños. Mientras que tienen lugar
estas discusiones, las soluciones aún no han sido inventadas y corren el riesgo
de ser poco unánimes. Incluso la hipótesis de la homosexualidad como refugio
parece inaceptable o demasiado multiforme. Visto de este ángulo, la situación
puede parecer desesperada y de la desesperación puede nacer la rabia.»
[El texto pertenece a la edición
en español de ediciones Nueva Visión SAIC, 1993, en traducción de Pablo Betesh,
pp. 119-123. ISBN 950-602-273-3.]
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