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sábado, 1 de mayo de 2021

La cena de los notables.-Constantino Bértolo (1946)


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La enfermedad de leer

Agua negra

 «La prevención hacia la lectura nos parece cosa del pasado, pero no lo es. Cierto es que ya nadie dice que la lectura trastoque el entendimiento, pero no es menos cierto que en estos tiempos en que “el fomento de la lectura” forma parte del proyecto cultural de cualquier estado, la vieja desconfianza rebrota en la denuncia de que la lectura de determinados libros fomenta la estupidez del público, estropea el gusto o incrementa la alienación individual o colectiva. No hace falta recordar aquí que la censura, en sus formas más burdas o más sutiles,  sigue siendo una constante de nuestro mundo y no sólo en áreas culturales “de retraso” democrático  o ligadas a regímenes fundamentalistas. Se trata ahora de intentar averiguar de dónde puede surgir esa prevención hacia la lectura, sobre todo de novelas, que no deja de convivir junto a la pretensión –políticamente correcta- de que “leer nos hace más libres”. Esa prevención, más extendida de lo que parece, la alimentan sobre todo dos tipos de mentalidades: las que piensan que el peligro de la lectura reside en la lectura misma, que conllevaría un peligro “intrínseco”; y las que piensan, más o menos explícitamente, que ese peligro atañe a determinados lectores insuficientemente preparados, a los que la lectura de todos o determinados libros, sobre todo novelas, resultaría dañina.
 Quizás sea conveniente rememorar aquí algunos aspectos de lo que viene llamándose Historia de la lectura, no tanto para atender las cuestiones de carácter sociológico –quiénes han leído, cuántos han leído, qué han leído- como para esclarecer las posibles relaciones entre la lectura y las condiciones en que tiene lugar.
 Pero antes parece casi insoslayable detenerse en el paradigmático texto del Fedro de Platón, en el que Sócrates vierte su personal opinión sobre “los males de la lectura”. Cuenta Sócrates como el dios Theuth –el dios Thot de la historia de Naneferkaptah- encomiaba el arte de las letras al faraón Thamus diciéndole que “este conocimiento, oh Faraón, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”. El faraón le responde: “¡Oh artificisísimo Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta a los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes y difíciles, además, de tratar, porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad”.
 Poco más adelante, el mismo Sócrates le dice a Fedro que “el que piensa que ha dejado un arte por escrito y, de la misma manera, el que lo recibe como algo que será claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad y, en realidad, desconoce la predicción de Thamus, creyendo que las palabras escritas son algo más, para el que las sabe, que un recordatorio de aquellas  cosas sobre las que versa la escritura”.
  Vemos que Sócrates no sólo advierte contra la escritura –y por tanto contra la lectura- en cuanto que ésta erosiona la memoria, sino también porque puede crear una falsa experiencia –una memoria ajena que se tomaría como propia-, además de señalar cómo la escritura y la lectura, tienden a sobrevalorar el valor de las palabras (escritas, leídas). Todavía insistirá Sócrates en que otro de los peligros de las palabras escritas –“escribirlas en agua, negra por cierto, sembrándolas por medio del cálamo”- reside en su incapacidad para responder a cualquier interrogación que se les haga: “Si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios”. Dicho de otro modo: lo que Sócrates señala al respecto es la unilateralidad de la palabra escrita, frente a la multilateralidad o capacidad para el diálogo de la palabra oral. No resulta difícil asociar esta prevención socrática a todas las reservas que, desde instancias de todo tipo –la pedagogía, la psicología, la epistemología-, se han venido achacando a los medios audiovisuales, y más concreto a la televisión, en tanto medio o vehículo de conocimiento que por sus propias características fomentaría un modo de conocimiento pasivo, irreflexivo, lábil y superficial. Reservas que la sociedad letrada subraya en su defensa del libro y de la lectura como técnicas y tecnologías más favorables para la construcción de una conciencia crítica, ya colectiva ya personal. Cabe sin embargo preguntarse si este encomio generalizado no se corresponde con una óptica humanista que acaso ve la paja en el ojo ajeno y olvida la viga que perturba el propio. Habrá por tanto que referirse al “modo de producción” de la lectura.

 El silencio del lector

 La historiografía sobre la lectura parece dejar claro  que la literatura oral no constituyó un simple estadio anterior a la aparición de la literatura escrita. Al menos en el mundo griego, escritura y oralidad, ocupaban dos espacios distintos y pertinentes, relacionados con distintas y pertinentes funciones tanto en el terreno de la lírica como en el de la épica. En su origen, la escritura en cuanto inscripción se constituía en la voz de las cosas muertas, en tanto que la palabra oral era la propia de los hechos correspondientes a los seres animados, y su transcripción –su escritura- es producto de una lenta evolución, ligada a la aparición de la ciudad-estado, con su necesidad  de fijar y establecer “señas de identidad” comunes. A este respecto no deja de ser clarificador que sea Pisístrato, el tirano ateniense, quien encargue la transcripción de los poemas homéricos. También parece probado que ello no supuso la desaparición de la declamación oral. Durante siglos –que abarcan toda la Grecia clásica y la época de Roma-, la lectura del “texto” iba a realizarse en voz alta.
 Esta forma de lectura sitúa al “lector-oyente” en una posición singular, en una posición comunal. El “lector”, en la lectura oral, es un lector colectivo: oye con los demás, lee con los demás, y este hecho modifica su aprehensión de las palabras. En una lectura de este tipo el lector tiende a oír de manera casi inevitable los significados comunes. El lector sabe que el texto no está destinado a él sino a un nosotros del que él es y se siente parte: el público. Y lee desde esa posición. Es lector en cuanto forma parte de un colectivo, llámese éste comunidad, ecclesia o casta senatorial. Desde esa posición, repito, el lector-oyente busca en las palabras lo común, lo que están oyendo los demás, lo que oye la comunidad.
Resultado de imagen de constantino bértolo la cena de los notables Esta lectura colectiva varía radicalmente con la aparición del lector silencioso, con la aparición de esa forma de lectura en soledad y silencio que hoy tendemos a identificar con la lectura. El desarrollo de esta nueva forma de lectura está asociado a la imprenta, aunque sabemos que ya con anterioridad hubo lectores silenciosos. La expansión del comercio de libros está estudiada con cierto detenimiento y conocemos su importancia en la Roma imperial o en la época de esplendor del Gran Bizancio. Pero sabemos también que esos lectores silenciosos, por numerosos que puedan haber sido, se inscribían dentro de una práctica general en la que la lectura oral seguía constituyendo el paradigma de la lectura. Leía en silencio aquél que no tenía acceso, por causas diversas, a la lectura colectiva, del mismo modo que sabemos que, durante mucho tiempo, incluso la lectura en soledad era realmente una lectura en voz alta en la que el lector oía sus propias palabras. Sabemos también que la aparición de la imprenta no desterró radicalmente la práctica de la lectura en comunidad, aunque la fue desalojando progresivamente desde su antigua posición central hacia márgenes casi anecdóticos. El convento, la familia, la fábrica.
 La importancia de la era Gutenberg reside en que incorpora una actitud lectora radicalmente distinta a la anterior. En la lectura silenciosa, ya no parece haber entre el texto y el lector ninguna instancia intermedia. El lector lee solo, desapareciendo así aquella disposición a leer en las palabras lo que están leyendo los demás, la disposición a leer los significados comunes. El lector silencioso, al menos en apariencia, lee desde su libertad propia. La lectura se hace libre. Y no es de extrañar que con esa libertad en la lectura nazca la libre interpretación. Recuérdese a Lutero y la tradicional desconfianza de la Iglesia católica hacia la lectura. Con la lectura libre nace, podemos decir, la censura.
 El lector silencioso tiene a su alcance la posibilidad (y el riesgo) de creer que es él –y sólo él- el que da vida a las palabras del texto y la posibilidad (y el riesgo) de pensar que esas palabras están escritas para (sólo) él. En otras palabras, el lector silencioso puede llegar a imaginar que él es el propietario de las palabras del texto. Y es esa posibilidad la que tiende a llevarlo a buscar en las palabras no ya su significado común sino un significado singular, propio, particular, egoísta y narcisista. El lector silencioso tiende, por la propia naturaleza de su forma de lectura, a apropiarse de manera individual del significado de las palabras, de las frases, de los párrafos, de las historias, de las novelas. El lector silencioso se siente propietario del texto. Siente el texto como una propiedad privada. (También el escritor será víctima interesada de ese espejismo). De ahí nacerá esa idea, de corte romántico, que concibe la lectura como un “diálogo en la intimidad”. “El reflujo de las palabras leídas –escribe Emilio Lledó- llega, por así decirlo, a la playa de la intimidad”.
 La lectura silenciosa o privada crea la apariencia de una soledad productiva. Soledad, porque el lector se retira del mundo; productiva, porque desde la lectura construye una idea del mundo y una idea de sí mismo. Y, sean cuales sean esas ideas, parece claro que ese lector podrá concluir que el mundo se puede conocer sin actos, es decir, quietistamente, y que su “yo” está en condiciones de construirse fuera de la mirada ajena.
 La experiencia básica de la lectura silenciosa reside en el descubrimiento de la no necesidad de los otros para vivir una existencia plena, es decir, aquélla en que se da un acuerdo entre el “yo” y el medio. Este descubrimiento –o espejismo, o tentación- es un movimiento psicológico inherente al propio acto de la lectura privada, lo que no implica que sea siempre su resultado. Pero, para que no sea así, se va a requerir la presencia de otros factores que desprivaticen la lectura.
 En el mencionado diálogo platónico, insiste Sócrates en que el mayor peligro de la lectura reside en la imposibilidad de contrastar las palabras escritas; en la imposibilidad de refutarlas, que diría Popper. Cierto es que en el proceso de lectura se produce un contraste entre las palabras del texto y, digámoslo así, las palabras propias; pero ese contraste sin testigos no tiene fuerza suficiente como para alejar el peligro.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica, 2008, pp. 31-39. ISBN: 978-84-936232-7-2.]

lunes, 8 de abril de 2019

Historia de la lingüística.- Georges Mounin (1910-1993)


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Capítulo primero: La Antigüedad
VI.-Los fenicios

«1.-Los inventores del alfabeto.- Si, según Millet, "los hombres que han inventado y perfeccionado la escritura han sido grandes lingüistas", los fenicios, que hasta el momento no han figurado nunca en una historia de la lingüística, merecerían un lugar importante en ella. En efecto, la tradición griega y latina siempre les ha atribuido "la invención del alfabeto".
 Los fenicios figuran ampliamente tratados en cualquier historia de la escritura; pero probablemente se verá con esto que la historia de la lingüística y la de la escritura no se confunden. Hay muchos problemas esenciales en la escritura: ¿qué fechas pueden fijarse para los documentos arqueológicos que por primera vez manifiestan esta escritura? ¿Se puede demostrar, ya por la forma de los caracteres, ya por su orden, ya por relaciones históricas atestiguadas, que esta escritura derivaría de los jeroglíficos egipcios, de los cuneiformes acadios, de los silabarios cretenses? ¿O bien que son estos caracteres invenciones propias de los fenicios mismos? ¿O bien que los fenicios no son más que sus transmisores, incluso aun cuando los hayan simplificado o mejorado? ¿Cómo explicar los nombres alef, bêta, dalet, etc., de estos caracteres? Para una historia de la lingüística, los problemas que plantea el alfabeto fenicio no son los centrales.
 La llamada escritura fenicia se conoce por documentos encontrados en Biblos, en Ugarit, en Ras Shamra. Estos documentos pueden fecharse en la segunda mitad del segundo milenio antes de nuestra era, entre el -1500 y el -1300. Esta escritura, más que fenicia en el sentido estricto de la palabra, en nuestros días se ve designada frecuentemente como sirio-palestina o cananea. Algunos documentos, indudablemente anteriores, manifiestan una escritura protosinaítica; otros, posteriores, una escritura sudarábiga -afín a la primera-. Todas ellas llevan un escaso número de caracteres, de 22 a 25. Estos caracteres anotan las consonantes de las lenguas que escriben, no hay caracteres para anotar las vocales. Este conjunto de caracteres es el que, transmitido en todas las direcciones, se ha convertido en el "alfabeto".
 
 2.-¿Análisis de la segunda articulación?.- El problema lingüístico es el siguiente: ¿qué toma de conciencia del funcionamiento del código lingüístico, por oscura que sea, supone la invención de tal escritura?
 Tomando como base el conocimiento que hoy tenemos de este código, podemos afirmar que hay conciencia, aunque oscura, de la segunda articulación del lenguaje desde el momento en que una escritura anota todas las unidades de esta segunda articulación; es decir, a grandes rasgos, las consonantes y las vocales, cuya alternancia relativamente regular constituye obligadamente toda cadena hablada. Cuando se habla de alfabeto a partir de los griegos, se piensa en este tipo de escritura y en ningún otro.
 Una vez planteado esto, ¿cómo describir la escritura fenicia? Sería quizá mejor rechazar de una vez la expresión de escritura alfabética y, por consiguiente, la de alfabeto, puesto que esta escritura no anota las vocales.
 Cierto es que presenta una serie de rasgos lingüísticamente revolucionarios con relación a todos los que hemos encontrado hasta ahora. En primer lugar, es una escritura completamente fonética. Culmina la evolución que llevaba, por razones de economía y comodidad, a anotar a veces los sonidos en tanto que sonidos y después a no anotar más que éstos. Eran precisos para alcanzar este estadio (si se supone que la escritura fenicia deriva de escrituras anteriores, o que ha tenido conocimiento de estas escrituras -y ambas hipótesis son igualmente plausibles-) cuatro perfeccionamientos distintos:
 -suprimir todo uso de ideograma;
 -suprimir los determinativos o claves del tipo egipcio, sumerio o chino;
 -renunciar a los caracteres fonéticos complejos de varias sílabas o varios sonidos para aplicar rigurosamente la regla: un carácter para un sonido mínimo;
 -suprimir los homófonos y los polífonos, aplicando la regla: un carácter denota siempre el mismo sonido, y recíprocamente.
 
 La escritura fenicia es la única, entre las escrituras actualmente descifradas, que ha realizado la totalidad de estas cuatro revoluciones. El egipcio jeroglífico, como hemos visto, poseía el medio técnico; no ha sacado partido de él. (La escritura silábica cretense, llamada lineal A, cuando se la conozca bien, probablemente permitirá comprender históricamente cómo el fenicio deriva, mediante el análisis de los sonidos, del egipcio: ¿quizá a través de los minoicos arrojados del delta del Nilo hacia el -2000, y después echados de Creta hacia la costa siria hacia el -1400?).
 ¿Qué significan, pues, las expresiones escritura alfabética y alfabeto cuando se habla de la escritura fenicia? En 1939, R. Weill habla a este respecto de "alfabética casi pura" (p. 171).»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de la Editorial Gredos, 1989, en traducción de Felisa Marcos. ISBN: 84-249-1149-0.]

miércoles, 11 de abril de 2018

Historia de la escritura.- Ignace J. Gelb (1907-1985)


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10.- El futuro de la escritura

«Formulando de nuevo la pregunta hecha al comienzo de este capítulo: ¿progresa la escritura a medida que sufre el curso evolutivo marcado por las etapas logográfica, silábica y alfabética? Mi contestación es absolutamente positiva. Al observar la escritura desde un punto de vista general, diría sin la menor duda que los sistemas alfabéticos sirven al fin de la comunicación humana mejor que los silábicos, lo mismo que éstos lo sirven mejor que los logográficos o que los logosilábicos. Pero esto no justifica la jactancia. Las contradicciones de la ortografía inglesa comparada con los sistemas griego y latino, casi enteramente fonémicos y el anormal desarrollo de las formas de los signos en ciertas escrituras de la India moderna, comparadas con las sencillas formas de las escrituras índicas más antiguas, muestran que en determinados casos la escritura no avanza necesariamente hacia el progreso. Las trabas impuestas por la tradición, la religión y el nacionalismo, obstaculizan con frecuencia el camino del progreso, impidiendo o retrasando reformas que normalmente se hubieran producido en la evolución natural de la escritura.
 Al comparar cualquiera de las escrituras alfabéticas utilizadas por la civilización occidental con el alfabeto griego, ocurre inmediatamente la observación de que, desde el punto de vista interno, estructural, no existe diferencia alguna entre los alfabetos occidentales y el griego. En otras palabras, a pesar de los extraordinarios avances de la civilización occidental en tantos campos del esfuerzo humano, la escritura no ha progresado nada desde la época griega. Piénsese en nuestros modernos medios de comunicación de masas, como la radio, el cine, el telégrafo, el teléfono, la televisión y la prensa y mírese cómo escribimos hoy DADA, los latinos DADA y los griegos ΔΑΔΑ. Compárense las diferencias en los métodos de comunicación de masas entre la época moderna y la griega, por una parte, y la identidad esencial de los alfabetos inglés, latino y griego, por otra. Y no se trata de que nuestra escritura sea tan perfecta que no necesite mejora. Ni que por falta de propuestas de reformas excelentes y prácticas nos aferremos con tanta tenacidad a una forma de escritura anticuada. Bien puede ocurrir que las causas complejas de esta actitud conservadora se encuentren fuera de nuestra comprensión. Aún así, no está de más que nos pongamos al corriente de cómo andan hoy las cosas en este terreno y que especulemos un poco en cuanto a las posibilidades que puedan considerarse o realizarse en el futuro.
 Las propuestas y los intentos para la reforma de la escritura suelen correr paralelos con los que se refieren a la reforma del idioma. Esto es perfectamente lógico, si recordamos cómo ha dependido la escritura de la lengua a través de toda su larga historia.
 El cambio más sencillo de la lengua es el que se produce cuando una lengua nacional se impone a un grupo étnico extranjero. El acadio, el arameo, el árabe, el griego, el latín, el español, el francés, el ruso y el inglés, son algunos de los idiomas que, respaldados por el prestigio cultural o el predominio político, se han impuesto en una u otra época en extensos territorios fuera de sus metrópolis. Al compás de los idiomas ocurrió la imposición de las escrituras nacionales, como lo prueba cumplidamente el extendido uso del sistema cuneiforme en la antigüedad y de las escrituras semítica, griega y latina en épocas posteriores. La actual hegemonía de la civilización occidental se manifiesta en los extendidos intentos, más o menos afortunados, de imponer la escritura latina en el mundo. La aceptación de la escritura latina por los turcos, su extendido uso por los nativos de África y de América, las propuestas de romanización del chino, del japonés, del árabe y del persa, son las mejores manifestaciones de esta tendencia.
 Sin embargo, la aceptación general del alfabeto latino en la edad moderna no ha dado como resultado la unidad. En muchos casos, los signos del alfabeto latino recibieron valores fonéticos notoriamente dispares en diferentes países. Los turcos, por ejemplo, emplean el signo latino c para el sonido j como en el inglés jig, correspondencia insólita en las restantes escrituras occidentales. La infinita homofonía de los signos queda demostrada mediante las grafías del famoso escritor ruso Chejov, en que el sonido inicial puede escribirse como Ch, Tch, C, Tsch, Tsj, Tj, Cz, Cs, ó C; la consonante intermedia como kh, ch,k, h, x ó j; y la final como v, f ó ff, en diversos sistemas mundiales que emplean signos latinos. Durante siglos se ha reconocido la necesidad de reformar el alfabeto latino y se han realizado múltiples intentos para remediar el mal. La mejor propuesta es el alfabeto conocido por la abreviatura IPA (International Phonetic Association), compuesto por símbolos latinos, completados con algunas letras artificiales y unos cuantos signos diacríticos. Este es el sistema de uso general hoy día por los lingüistas. Es tan sencillo y tan práctico que se hace merecedor de una atención mucho mayor de la que se le concede en limitados círculos científicos.
 Las reformas más extendidas han tenido lugar en muchas escrituras nacionales, con el fin de simplificar las grafías y de sistematizar las correspondencias entre signo y sonido. Algunos pueblos, como los finlandeses, han conseguido con bastante fortuna lograr un sistema casi fonémico, mientras otros, como los anglosajones, continúan agobiados por grafías tradicionales. Sin embargo, el futuro de la escritura no se encuentra ya en las reformas de las escrituras nacionales. Como dijo cierta vez Mark Twain, con una ortografía bastante heterodoxa: "The da ma ov koars kum when the publik ma be expektd to get rekonsyled to the bezair asspekt of the Simplified Kombynashuns, but -if I may be allowed the expression- is it worth the wasted time?". ["El día bendrá, klaro es, en ke sea de esperar ke el públiko se abenga al aspekto ekstraño de las kombinaziones simplifikadas, pero si se me permite la expresión -¿vale la pena el tiempo perdido?"]. Es demasiado tarde para predicar el evangelio de la reforma de las ortografías nacionales. Lo que ahora se hace preciso es un sistema de escritura en el que los signos posean correspondencias fonéticas idénticas, o casi idénticas, en todo el mundo. Esta necesidad se satisface con el alfabeto IPA.
 Actitudes nacionalistas y religiosas han ofrecido una encarnizada resistencia a un determinado idioma en particular como  idioma mundial. Los anglosajones han luchado contra el francés, los franceses contra el inglés, los protestantes contra el latín, los rusos contra los otros tres. Incluso idiomas simplificados, como el inglés básico, han tenido un éxito relativamente escaso. Si a esto se añaden las irregularidades y contradicciones de todas las lenguas naturales, se verá el porqué de tantos idiomas artificiales en la época moderna. Entre ellos, el esperanto, el ido, el occidental, la interlingua, el novial y el volapuk, por  lo menos gozaron de cierto éxito en su tiempo. En general, sin embargo, observaremos que el propósito de crear un idioma universal ha tenido tan sólo como resultado la adición de nuevas lenguas a nuestra confusa Torre de Babel. También en el terreno de la escritura se han hecho propuestas para sustituir los sistemas nacionales por nuevas formas. [...]
 Por esto, desde la época clásica, se ha intentado crear nuevas formas de escritura en las que los signos individuales estuviesen elegidos y combinados de tal manera que hicieran posible el mayor ahorro de tiempo y de espacio. Este es el moderno sistema conocido diversamente como estenografía o "escritura estrecha", braquigrafía o "escritura breve" y taquigrafía o "escritura rápida". De todas las reformas de la escritura, la taquigrafía ha sido la que ha obtenido mayor éxito. [...]
 Una concepción totalmente diferente de la simbolización de los sonidos se encuentra en el "lenguaje visible" de Bell y en la "notación analfabética" de Jespersen. El enfoque se basa en el supuesto de que todos los sonidos tienen dos aspectos: orgánico (o articulatorio) y acústico.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, en traducción de Alberto Adell. ISBN: 84-206-2155-2.]