Prefacio
"Gentilmente me pide mi buen amigo López Llausás, regidor de la Editorial Sudamericana, dos páginas en prosa que vayan delante de estos poemas. [...] Este requerimiento me alumbra una tentación: no, escribir un prólogo, no. Ya nos sabemos, a estas alturas de la vida, lo que sucede con los prólogos, más o menos galeotos: la gente joven se los salta, sin sombra de duda, como si se hubiesen escrito para eso, para no leerse; los eruditos se relamen con sus renglones, demorándose tan singularmente en su lectura ("¡tiene mucho valor documental!") que se desaniman a leer lo que sigue, que es sólo poesía; los maduros, duchos en las tareas lectoras y sus rendimientos, lo leemos todo, resignadamente. No, un prólogo no lo escribiría. Pero acaso estaría bien la tentativa de un nuevo género introductorio, ancillo o zaguanete de la poesía; en ese camarín dedos delicados despojarían al lector -"el alma que entra allí debe ir desnuda"- de los cuidados menores que lleva encima del ánimo para que llegase, ya bien desnudo de menudencias, con sólo su gran cuidado encima, al borde de los versos, a la escalinata suave de endecasílabos, o a la escalerilla del romance, por donde se desciende a las aguas del poema.
Claro que ni siquiera sueño en atreverme al intento. Escribiré las dos páginas requeridas, mas humilde y usadamente. Para decir que de los poemas mismos aquí coleccionados nada tengo que decir. Son unos poemas más que juntar a los que escribí. Van adonde todos, en busca del lector, en recuesta del alma, a ganarse su vida, o a perderla, si no tienen con qué. Es la jugada de siempre, la de las palabras temporales en el tapete verde del tiempo, contra el tiempo banquero; la sentida y designada, en diversos tonos, por dos grandes maestros de todos: Miguel de Unamuno y Antonio Machado.
Para decir, por si interesa, que se escribieron en años que van del 1937 al 1947; lejos de mi país, cada vez más mío en mi querer y sueño, viviendo en las hospitalarias tierras de los Estados Unidos, abrazado a mi idioma como a incomparable bien.
Para resguardarme de la presentida extrañeza del lector ante el título. ¿No parece inverecunda insolencia o inconsciente mentecatez el afirmar rotundamente claridades a este tranco de años en que lo único claro, más claro a cada tic tac del reló y vuelta del laberinto, es la inmersión del hombre en las tupidas calígines que él mismo, sin dar paz a la mano, a la máquina o a la mente, se fabrica con admirable perseverancia? Es lástima que un gran supuesto, protagonista a menudo de poemas y consejas, luzca -no obstante ser él el gran lucífugo- el dictado del príncipe de las tinieblas; porque de estar vacante podría endosárselo (aunque convendría ponerlo en diminutivo, el principillo, para que no se le suba el humo a la cabeza) el ciudadano civilizado de nuestros días; muy méritamente, ya que siendo heredero directo del siglo de las luces e inventor de la electricidad, usa aquéllas para entenebrecerse todos los caminos de salvación, y se dispone a emplear ésta para transmitir, facilísimamente, con una leve presión digital, sobre un botón, y como el que no quiere la cosa, el impulso que haga trizas a todo Cristo y a todos los cristianos; con los infieles, por supuesto de propina.
No ignoro ni les huyo a esas espantables presencias familiares de nuestro tiempo (ciertos visionarios, que se veían venir las cosas, ya las dibujaron, en las criaturas del Bosco, las parábolas de Brueghel o los espantajos de Goya): la confusión hecha de encargo y servida a domicilio; los extraviados haciendo de directores; las monstruosidades materiales y mentales, convertidas en pan nuestro de cada día, sin que casi nadie las extrañe. Conozco la gran paradoja: que en los cubículos de los laboratorios, celebrados templos del progreso, se elabora del modo más racional la técnica del más definitivo regreso del ser humano: la vuelta del ser al no ser. Sobre mi alma llevo, de todo esto, la parte que me toca; como hombre que soy, como europeo que me siento, como americano de vivienda, como español que nací y me afirmo. Porque las angustias arremeten por muchos lados. Y ahí están las mías, en este librito, para el que no se quiera cerrar a verlas [...].
¿Entonces, el título? Él y el poema cabecero dicen mi firme creencia: que la poesía siempre es obra de caridad y de claridad. De amor, aunque gotee angustias y se busque la solitaria desesperación".
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