martes, 5 de enero de 2021

Marca de agua.- Joseph Brodsky (1940-1996)

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  «En este lugar puede derramarse una lágrima en distintas ocasiones. Asumiendo que la belleza consiste en la distribución de la luz en la forma que más le agrada a la retina, una lágrima es el reconocimiento, tanto de la retina como de la lágrima, de su incapacidad de retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido. Es el deterioro que separa la velocidad mayor de la menor lo que humedece el ojo. Debido a que uno es finito, irse de este lugar siempre parece algo definitivo: dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque partir es un destierro del ojo hacia las provincias de los demás sentidos; en el mejor de los casos, hacia las grietas y hendeduras del cerebro. Porque el ojo se identifica no con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones meramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Del mismo modo, la desaparición del amado, especialmente la que se produce de manera gradual, causa dolor, sin que importe quién, o por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se mueve. A tenor del movimiento del mundo, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo se convierte en decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.
 
 Sin duda, todo el mundo tiene proyectos para ella, para esta ciudad. Los políticos y los empresarios especialmente, porque nada tiene más futuro que el dinero. Tanto es así que el dinero se siente sinónimo del futuro e intenta ordenarlo. De ahí la abundancia de planes insustanciales para renovar la ciudad, para convertir la provincia del Véneto entera en una puerta al centro de Europa, para promover la industria de la región, para agrandar el complejo del puerto de Marghera, para aumentar el trafico de petroleros en la laguna y profundizar en el lecho de la laguna con el mismo propósito, para convertir el Arsenale veneciano, inmortalizado por Dante, en viva imagen del Beaubourg y almacén de inmundicias, para ser sede de una Expo en el año 2000, etc. Todas estas sandeces, normalmente salen de la misma boca, y a menudo, también, de una sola vez, mezclando ecología, protección, restauración, patrimonio cultural y qué sé yo. El objetivo de todo ello es sólo uno: la violación. Ningún violador, sin embargo, quiere verse a sí mismo como tal, menos aún verse pillado in fraganti. De ahí la combinación de objetivos y metáforas, alta retórica y fervor lírico que hincha por igual los pechos de tonel de los diputados parlamentarios y los de los commendadori.
 No obstante, aunque estos personajes son mucho más peligrosos -y sin duda mucho más dañinos- que los turcos, los austríacos y Napoleón juntos, ya que el dinero cuenta con más batallones que generales, en los diecisiete años que he frecuentado esta ciudad son muy pocas las cosas que han cambiado. Lo que salva a Venecia, como a Penélope, de sus pretendientes es la rivalidad que existe entre ellos, la naturaleza competitiva del capitalismo que alimenta las relaciones de sangre de los poderosos y los introduce en los distintos partidos políticos. Trabar la maquinaria del otro es algo que a la democracia se le da muy bien, y se ha demostrado que los saltos de rana de los gabinetes italianos son el mejor seguro que tiene la ciudad. Igual que el mosaico de su propio rompecabezas político. Ya no quedan dogos, y no es la grandeza de una visión particular lo que guía a los ochenta mil moradores de sus ciento dieciocho islas, sino sus intereses más inmediatos y sin visión de futuro, su deseo de llegar a fin de mes.
Resultado de imagen de marca de agua brodsky Aunque la visión de futuro aquí sería contraproducente. En un lugar de estas dimensiones, veinte o treinta personas sin trabajo se convierten enseguida en una pesadilla  para el ayuntamiento de la ciudad, lo cual, junto con la innata desconfianza de los isleños por el continente, hace que la recepción de planes llegados de éste no sea demasiado entusiasta, por muy maravillosos que sean. Por muy atractivas que puedan sonar en cualquier otro sitio, las promesas de empleo y crecimiento universal tienen poco sentido en una ciudad de apenas doce kilómetros de circunferencia, y que, incluso en sus momentos de apogeo marítimo, nunca superó las doscientas mil almas. Tales perspectivas pueden engatusar a un tendero o quizá a un médico; un empresario de pompas fúnebres, sin embargo, plantearía objeciones ya que los cementerios locales están de hecho saturados y los muertos deben ser enterrados en el continente. En un análisis final, para eso sirve el continente.
 No obstante, si el empresario de pompas fúnebres y el médico pertenecieran a partidos políticos distintos, no habría problema, algo podría hacerse. En esta ciudad, a menudo pertenecen al mismo y las cosas se estancan enseguida, incluso si el partido es el PCI. En pocas palabras, bajo todos estos enfrentamientos, inconscientes o no, yace la sencilla verdad de que las islas no crecen. Eso es lo que el dinero, es decir, el futuro, es decir, los volubles políticos y los poderosos, no pueden entender, lo que no perciben. Y lo que es peor, se sienten desafiados por este lugar, ya que la belleza, un fait accompli por definición, siempre desafía al futuro, considerándolo un presente impotente y marchito, o un suelo que se desvanece. Si este lugar es la realidad (o, como muchos defienden, el pasado), el futuro y todos sus alias quedan excluidos de él. En el mejor de los casos, alcanza al presente. Y quizá nada demuestre esto mejor que el arte moderno, cuya pobreza lo convierte en profético. Un hombre pobre habla siempre para el presente y quizá la única función de colecciones como la de Peggy Guggenheim y acrecencias similares de productos de este siglo que suelen amontonarse aquí sea demostrar lo barato, agresivo, insolidario y unidimensional del conjunto que formamos, inculcarnos humildad; no existe otro resultado concebible contra el fondo de esta ciudad Penélope, que teje su tapiz durante el día y los desteje por la noche, sin un Ulises a la vista. Sólo el mar.
 
 Creo que fue Hazlitt quien dijo que la única cosa que podría competir con esta ciudad de agua sería una ciudad construida en el aire. Se trataba de una idea digna de Calvino y, quién sabe, como conclusión de los viajes espaciales, quizá un día llegue a realizarse. Tal y como están las cosas, dejando a un lado nuestra llegada a la luna, la mejor forma de recordar este siglo sería que dejaran este lugar intacto, que simplemente lo dejaran como está.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Siruela, 2005, en traducción de Menchu Gutiérrez, pp. 76-80. ISBN: 84-7844-881-0.]
 

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