miércoles, 20 de enero de 2021

Factotum.- Charles Bukowski (1920-1994)

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  «Las discusiones eran siempre las mismas. Entonces lo comprendí muy bien —los grandes amantes eran siempre hombres ociosos. Yo follaba mejor siendo un vagabundo desocupado que siendo un salta-cronómetros.
 Jan comenzó su contraataque, que consistía en discutir conmigo, enfurecerme y luego salir corriendo por las calles y más tarde entrar en los bares. Todo lo que tenía que hacer era sentarse sola en la barra y las bebidas, las ofertas, venían rápido. A mí no me pareció que eso fuese honesto por su parte, naturalmente.
 La mayoría de las noches se repetía la misma canción. Ella me gritaba, agarraba su bolso y se largaba pegando un portazo. Era efectivo; habíamos vivido juntos y nos habíamos amado durante mucho tiempo, tenía que afectarme y me afectaba. Pero siempre la dejaba irse y me sentaba sin remedio en mi silla bebiendo mi whisky y conectaba la radio para escuchar un poco de música clásica. Sabía que ella estaba ahí fuera, y sabía que alguien más estaría con ella, pero tenía que dejar que ocurriera, tenía que dejar que las cosas siguiesen su propio curso.
 Pero cierta noche, estaba ahí sentado cuando algo se quebró en mi interior, pude sentir como se quebraba, algo se agitó y creció dentro de mí y entonces me levanté y bajé los cuatro pisos de escaleras hasta la calle. Bajé por la Tercera y Unión Street hasta la Sexta y luego seguí por la Sexta hasta Alvarado. Pasé por las puertas de los bares y supe que estaba en uno de ellos. Tuve una intuición, entré en uno y allí estaba Jan sentada al fondo de la barra. Llevaba un pañuelo de seda verde y blanco extendido en bandolera. Estaba sentada entre un hombre flaco con una gran verruga en la nariz y otro que era una pequeña joroba de carne amontonada con gafas vestido con un viejo traje negro.
 Jan me vio llegar. Alzó su cabeza y a pesar de la penumbra del bar la vi palidecer. Me acerqué hasta ponerme detrás de ella, pegado a su taburete.
 -¡Traté de hacer de ti una mujer, pero nunca serás otra cosa que una maldita puta!
 La pegué una bofetada del revés y la tiré de la banqueta. Cayó con dureza al suelo y se puso a chillar. Cogí su bebida y me la acabé. Luego me fui tranquilamente caminando hacia la salida. Cuando llegué allí, me di la vuelta.
 -Ahora, si hay alguien, aquí... al que no le guste lo que acabo de hacer... sólo tiene que decirlo.
No hubo respuesta. Supuse que les había gustado lo que acababa de hacer. Fui caminando de regreso por la calle Alvarado.

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 En el almacén de repuestos trabajaba cada vez menos. El señor Mantz, el dueño, se acercaba hasta el oscuro rincón donde yo estaba agachado poniendo con desgana nuevas piezas en los estantes y me preguntaba:
 -Chinaski, ¿se encuentra bien?
 -Sí.
 -¿No está enfermo?
 -No.
 Entonces Mantz se alejaba. La escena se repitió una y otra vez con mínimas variaciones. Una vez me sorprendió haciendo un dibujo del callejón, de vuelta de uno de mis recados. Mis bolsillos estaban repletos de dinero de apuestas. Las resacas no eran tan malas, teniendo en cuenta que eran causadas por el mejor whisky que el dinero podía comprar.
 Seguí allí dos semanas más recibiendo mis cheques. Entonces, un miércoles por la mañana, Mantz me esperó plantado junto a la línea central de repisas cercana a su oficina. Me llamó con un gesto. Cuando entré en su oficina, había vuelto a sentarse detrás de su escritorio.
 -Siéntese, Chinaski.
En el centro del escritorio había un cheque, puesto boca abajo. Cogí el cheque deslizándolo por la mesa de cristal y me lo guardé en la cartera sin mirarlo.
 -¿Sabía ya que íbamos a despedirle?
 -No, pero a los patrones no cuesta mucho adivinarles las intenciones.
 -Chinaski, no ha dado golpe en todo el mes, y lo sabe.
 -Un hombre se rompe el alma trabajando y ustedes no lo aprecian.
 -Usted no se ha estado rompiendo el alma, Chinaski.
 Me quedé mirándome los zapatos durante un rato. No sabía qué decir. Entonces le miré.
 -Le he estado dando mi tiempo. Es todo lo que tengo que dar, es todo lo que un hombre tiene. Por un cochino dólar cada cuarto de hora.
 -Acuérdese de que nos suplicó por este trabajo. Dijo que el trabajo era su segundo hogar.
 -...dándole mi tiempo para que usted pueda vivir en su mansión en lo alto de la colina y tener los lujos que desee. Si hay alguien que haya perdido en este trato, en este puto arreglo ...ése he sido yo, ¿entiende?
 -Está bien, Chinaski.
 -¿Está bien?
 -Sí. Váyase.
 Me quedé allí de pie. Mantz estaba vestido con un conservador traje marrón, camisa blanca y corbata rojo oscura. Traté de acabar la discusión con algo tajante.
 -Mantz, quiero mi seguro de paro. No quiero tener ningún problema con eso. Ustedes siempre están tratando de arrebatarle a un obrero sus derechos. Así que no me ponga ningún problema o volveré aquí y se las tendrá que ver conmigo.
 -Conseguirá el subsidio. ¡Ahora lárguese de una puñetera vez!
 Me largué de una puñetera vez.

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Resultado de imagen de factotum bukowski compactos 1998  Tenía mis ganancias y el dinero de las apuestas, no tenía nada que hacer salvo quedarme por. ahí tumbado y vaguear, y a Jan eso le gustaba. Pasadas dos semanas tenía ya el seguro de paro y nos relajábamos y follábamos y nos recorríamos los bares y todas las semanas bajaba al Departamento de Desempleo del Estado de California y guardaba cola y recibía mi hermoso taloncito. Sólo tenía que responder a tres preguntas:
 -¿Está usted capacitado para trabajar?
 -¿Desea trabajar?
 -¿Aceptaría un empleo?
 -¡Sí! ¡Sí! ¡SI! —contestaba siempre.
 Tenía que darles también una lista de tres compañías en las que hubiera intentado conseguir trabajo durante la semana. Yo cogía los nombres y las direcciones de la guía telefónica. Siempre me sorprendía cuando alguno de los solicitantes respondía “No” a cualquiera de las tres preguntas. Sus cheques eran inmediatamente anulados y se les conducía a otro despacho donde consejeros especialmente entrenados les ayudaban a encauzar sus pasos por el camino correcto.
 Pero a pesar de los cheques del paro y el respaldo del dinero del hipódromo, mi capital empezó a desvanecerse. Tanto Jan como yo éramos totalmente irresponsables cuando bebíamos duro y todos nuestros problemas empezaron con las multas. Cada dos por tres estaba bajando a la cárcel de mujeres de Lincoln Heights para sacar a Jan. Bajaba en el ascensor acompañada por una de las tremendas matronas guardianas, casi siempre con un ojo morado o un labio roto y muy a menudo una dosis de ladillas, cortesía de algún maníaco que se hubiese encontrado en un bar o en cualquier otro sitio. Entonces venía el dinero de la fianza y los costes del juicio, además de una obligación impartida por el juez de asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos durante seis meses. Yo también me llevé mi tanda de condenas, fianzas y gastos de juicio. Jan me sacaba de la cárcel acusado de una variedad de cargos que iban desde intento de violación hasta asalto y desde exhibición indecente a escándalo público —perturbar la paz era también uno de mis cargos favoritos. La mayoría de estas acusaciones no nos suponían tener que pasar ninguna temporada en la cárcel —mientras las fianzas fuesen pagadas—, pero era un gasto continuo y considerable. Me acuerdo de una noche en la que se nos quedó el coche repentinamente parado justo a la puerta del parque Mac Arthur. Miré por el retrovisor y dije:
 -Muy bien, Jan, estamos de suerte. Un coche viene justo detrás nuestro y nos va a empujar. Menos mal que siempre hay algún alma caritativa en esta mierda de mundo.
 Entonces volví a mirar:
 -¡Agárrate el CULO, Jan, nos va a pegar un TRASTAZO!
 El hijo de puta no había reducido en ningún momento la velocidad y nos pegó de lleno por detrás, de tal modo que el asiento delantero nos lanzó contra el parabrisas. Salí del coche y le pregunté al tío si había aprendido a conducir en la China. También me cagué en toda su familia. Vino la policía y me preguntó si no me importaba soplar un poco en su globito.
 -No lo hagas —me dijo Jan, pero yo pasé de escucharla. De algún modo, tenía la convicción de que, como el tío había tenido la culpa dándonos el golpe, yo no podía estar intoxicado. Lo último que recuerdo es cómo me metían en el coche patrulla mientras Jan se quedaba allí junto a nuestro coche abollado con el asiento delantero caído hacia delante.
 Incidentes como este —que no paraban, uno tras otro— nos costaron mucho dinero. Y poco a poco nuestras vidas iban derrumbándose por separado.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1991, en traducción de Jorge García Berlanga, pp. 54-56. ISBN: 978-84-3392-005-8.]
   

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