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«Las discusiones eran siempre las mismas.
Entonces lo comprendí muy bien —los grandes amantes eran siempre hombres
ociosos. Yo follaba mejor siendo un vagabundo desocupado que siendo un
salta-cronómetros.
Jan comenzó su contraataque, que consistía en
discutir conmigo, enfurecerme y luego salir corriendo por las calles y más
tarde entrar en los bares. Todo lo que tenía que hacer era sentarse sola en la
barra y las bebidas, las ofertas, venían rápido. A mí no me pareció que eso fuese
honesto por su parte, naturalmente.
La mayoría de las noches se repetía la misma
canción. Ella me gritaba, agarraba su bolso y se largaba pegando un portazo.
Era efectivo; habíamos vivido juntos y nos habíamos amado durante mucho tiempo,
tenía que afectarme y me afectaba. Pero siempre la dejaba irse y me sentaba sin
remedio en mi silla bebiendo mi whisky y conectaba la radio para escuchar un
poco de música clásica. Sabía que ella estaba ahí fuera, y sabía que alguien
más estaría con ella, pero tenía que dejar que ocurriera, tenía que dejar que
las cosas siguiesen su propio curso.
Pero cierta noche, estaba ahí sentado cuando
algo se quebró en mi interior, pude sentir como se quebraba, algo se agitó y
creció dentro de mí y entonces me levanté y bajé los cuatro pisos de escaleras
hasta la calle. Bajé por la Tercera y Unión Street hasta la Sexta y luego seguí
por la Sexta hasta Alvarado. Pasé por las puertas de los bares y supe que
estaba en uno de ellos. Tuve una intuición, entré en uno y allí estaba Jan
sentada al fondo de la barra. Llevaba un pañuelo de seda verde y blanco
extendido en bandolera. Estaba sentada entre un hombre flaco con una gran
verruga en la nariz y otro que era una pequeña joroba de carne amontonada con
gafas vestido con un viejo traje negro.
Jan me vio llegar. Alzó su cabeza y a pesar de
la penumbra del bar la vi palidecer. Me acerqué hasta ponerme detrás de ella,
pegado a su taburete.
-¡Traté de hacer de ti una mujer, pero nunca
serás otra cosa que una maldita puta!
La pegué una bofetada del revés y la tiré de
la banqueta. Cayó con dureza al suelo y se puso a chillar. Cogí su bebida y me
la acabé. Luego me fui tranquilamente caminando hacia la salida. Cuando llegué
allí, me di la vuelta.
-Ahora, si hay alguien, aquí... al que no le
guste lo que acabo de hacer... sólo tiene que decirlo.
No hubo respuesta. Supuse que les
había gustado lo que acababa de hacer. Fui caminando de regreso por la calle
Alvarado.
49
En el almacén de repuestos trabajaba cada vez
menos. El señor Mantz, el dueño, se acercaba hasta el oscuro rincón donde yo
estaba agachado poniendo con desgana nuevas piezas en los estantes y me
preguntaba:
-Chinaski, ¿se encuentra bien?
-Sí.
-¿No está enfermo?
-No.
Entonces Mantz se alejaba. La escena se
repitió una y otra vez con mínimas variaciones. Una vez me sorprendió haciendo
un dibujo del callejón, de vuelta de uno de mis recados. Mis bolsillos estaban
repletos de dinero de apuestas. Las resacas no eran tan malas, teniendo en cuenta
que eran causadas por el mejor whisky que el dinero podía comprar.
Seguí allí dos semanas más recibiendo mis
cheques. Entonces, un miércoles por la mañana, Mantz me esperó plantado junto a
la línea central de repisas cercana a su oficina. Me llamó con un gesto. Cuando
entré en su oficina, había vuelto a sentarse detrás de su escritorio.
-Siéntese, Chinaski.
En el centro del escritorio había
un cheque, puesto boca abajo. Cogí el cheque deslizándolo por la mesa de cristal
y me lo guardé en la cartera sin mirarlo.
-¿Sabía ya que íbamos a despedirle?
-No, pero a los patrones no cuesta mucho
adivinarles las intenciones.
-Chinaski, no ha dado golpe en todo el mes, y
lo sabe.
-Un hombre se rompe el alma trabajando y
ustedes no lo aprecian.
-Usted no se ha estado rompiendo el alma,
Chinaski.
Me quedé mirándome los zapatos durante un
rato. No sabía qué decir. Entonces le miré.
-Le he estado dando mi tiempo. Es todo lo que
tengo que dar, es todo lo que un hombre tiene. Por un cochino dólar cada cuarto
de hora.
-Acuérdese de que nos suplicó por este
trabajo. Dijo que el trabajo era su segundo hogar.
-...dándole mi tiempo para que usted pueda
vivir en su mansión en lo alto de la colina y tener los lujos que desee. Si hay
alguien que haya perdido en este trato, en este puto arreglo ...ése he sido yo,
¿entiende?
-Está bien, Chinaski.
-¿Está bien?
-Sí. Váyase.
Me quedé allí de pie. Mantz estaba vestido con
un conservador traje marrón, camisa blanca y corbata rojo oscura. Traté de
acabar la discusión con algo tajante.
-Mantz, quiero mi seguro de paro. No quiero
tener ningún problema con eso. Ustedes siempre están tratando de arrebatarle a
un obrero sus derechos. Así que no me ponga ningún problema o volveré aquí y se
las tendrá que ver conmigo.
-Conseguirá el subsidio. ¡Ahora lárguese de
una puñetera vez!
Me largué de una puñetera vez.
50
Tenía mis ganancias y el dinero
de las apuestas, no tenía nada que hacer salvo quedarme por. ahí tumbado y vaguear, y a
Jan eso le gustaba. Pasadas dos semanas tenía ya el seguro de paro y nos
relajábamos y follábamos y nos recorríamos los bares y todas las semanas bajaba
al Departamento de Desempleo del Estado de California y guardaba cola y recibía
mi hermoso taloncito. Sólo tenía que responder a tres preguntas:
-¿Está usted capacitado para trabajar?
-¿Desea trabajar?
-¿Aceptaría un empleo?
-¡Sí! ¡Sí! ¡SI! —contestaba siempre.
Tenía que darles también una lista de tres
compañías en las que hubiera intentado conseguir trabajo durante la semana. Yo
cogía los nombres y las direcciones de la guía telefónica. Siempre me
sorprendía cuando alguno de los solicitantes respondía “No” a cualquiera de las
tres preguntas. Sus cheques eran inmediatamente anulados y se les conducía a
otro despacho donde consejeros especialmente entrenados les ayudaban a encauzar
sus pasos por el camino correcto.
Pero a pesar de los cheques del paro y el
respaldo del dinero del hipódromo, mi capital empezó a desvanecerse. Tanto Jan
como yo éramos totalmente irresponsables cuando bebíamos duro y todos nuestros
problemas empezaron con las multas. Cada dos por tres estaba bajando a la
cárcel de mujeres de Lincoln Heights para sacar a Jan. Bajaba en el ascensor
acompañada por una de las tremendas matronas guardianas, casi siempre con un
ojo morado o un labio roto y muy a menudo una dosis de ladillas, cortesía de
algún maníaco que se hubiese encontrado en un bar o en cualquier otro sitio.
Entonces venía el dinero de la fianza y los costes del juicio, además de una
obligación impartida por el juez de asistir a las reuniones de Alcohólicos
Anónimos durante seis meses. Yo también me llevé mi tanda de condenas, fianzas
y gastos de juicio. Jan me sacaba de la cárcel acusado de una variedad de cargos
que iban desde intento de violación hasta asalto y desde exhibición indecente a
escándalo público —perturbar la paz era también uno de mis cargos favoritos. La
mayoría de estas acusaciones no nos suponían tener que pasar ninguna temporada
en la cárcel —mientras las fianzas fuesen pagadas—, pero era un gasto continuo
y considerable. Me acuerdo de una noche en la que se nos quedó el coche repentinamente
parado justo a la puerta del parque Mac Arthur. Miré por el retrovisor y dije:
-Muy bien, Jan, estamos de suerte. Un coche
viene justo detrás nuestro y nos va a empujar. Menos mal que siempre hay algún
alma caritativa en esta mierda de mundo.
Entonces volví a mirar:
-¡Agárrate el CULO, Jan, nos va a pegar un
TRASTAZO!
El hijo de puta no había reducido en ningún
momento la velocidad y nos pegó de lleno por detrás, de tal modo que el asiento
delantero nos lanzó contra el parabrisas. Salí del coche y le pregunté al tío
si había aprendido a conducir en la China. También me cagué en toda su familia.
Vino la policía y me preguntó si no me importaba soplar un poco en su globito.
-No lo hagas —me dijo Jan, pero yo pasé de
escucharla. De algún modo, tenía la convicción de que, como el tío había tenido
la culpa dándonos el golpe, yo no podía estar intoxicado. Lo último que
recuerdo es cómo me metían en el coche patrulla mientras Jan se quedaba allí
junto a nuestro coche abollado con el asiento delantero caído hacia delante.
Incidentes como este —que no paraban, uno tras
otro— nos costaron mucho dinero. Y poco a poco nuestras vidas iban
derrumbándose por separado.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1991, en traducción de Jorge García Berlanga, pp. 54-56. ISBN: 978-84-3392-005-8.]
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