martes, 12 de enero de 2021

Sin un grito.- Aleksandar Tisma (1924-2003)

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Personalidad

  «Nada resulta menos natural que el asesinato de un hombre dormido. La víctima se encuentra privada del atributo humano más esencial: contemplar su propia muerte mientras se acerca; atributo que el género humano debe a su evolución, al sacrificio de la limitación al momento, vegetativa y serena, de los animales. Ciertamente, el hombre que fallece de muerte natural mientras duerme también se ve privado de ese atributo de vidente. Pero sólo en la parte consciente de su ser. Es innegable que durante esas horas de peligro inminente, su organismo envía las señales adecuadas al cerebro que, si bien no las transforma en percepciones ni da respuestas, por estar dormido, sí registra el cambio de cierta manera en el contenido de un sueño eventual y ahí, al menos, el cambio se cumple de forma humana. Ahora bien, ¿qué señales puede emitir un organismo sano cuando pende sobre él la herramienta que, en un instante, le aplastará la sien? Sin duda alguna, el reflejo multicolor de la última impresión vivida en estado de vigilia, sin amenazas.
 Para Radovan Predic que, justamente dormía así -un hacha pendía sobre su cabeza, la tarde del día de Año Nuevo-, ese reflejo no podía ser sino el del ardiente placer de la posesión. El verdugo, su mujer, blandía un hacha. En un instante, el hacha cayó y acabó todo.
 Ese acto insólito ponía punto final a un desacuerdo de siete años que, en sus manifestaciones externas, no tenía nada de insólito en aquel suburbio de casitas bajas y tristes con jardín, donde se produjo el suceso. Predic, obrero de la fábrica de tornillos y habitante insigne de ese
 barrio alejado, pegaba a veces a su mujer, Gina; a veces la engañaba e insultaba y también a veces la poseía, y su vida en común transcurría densa y sucia como un pedazo de resina que rueda por patios polvorientos. A escondidas, la mujer se quejaba como de una condena de lo que tenía que soportar; incluso decía que dejaría plantado a Radovan, pero, aparte de que tenían un hijo pequeño, era casi un absurdo decir algo así en ese mundo de casas bajas, todas iguales, construidas con el sudor de toda una vida y para toda una vida, y donde irse se reducía a transitar por las mismas calles, entre la misma gente, precisamente esa gente de la que se quería huir. ¿Cómo y adónde podía ir? Cuando se casó con ella -era su segundo matrimonio-, Radovan dejó su habitación, en casa de su madre, para instalarse en una habitación con cocina, en casa del padre de Gina, idéntica a la primera; al igual que la nuera de este último ocupó una habitación y una cocina similares cuando se mudó a la misma casa después de casarse con el hermano de Gina; al igual que se instaló allí, en otros tiempos, el padre de Gina cuando se casó; al igual que la madre de Radovan se mudó a la casa del marido tras su boda; al igual, por lo demás, que la primera mujer de Radovan seguía ocupando una habitación en casa de su antigua suegra. Un estancamiento semejante al de un pantano: cuando sacas un pie, se te hunde el otro.
 Ese estancamiento, esa movilidad limitada al mismo círculo, al mismo lodo, engendró en Radovan el mal humor latente que envenenó su matrimonio con Gina. Cuando no se puede salir de un lugar, éste parece todavía más sombrío, sobre todo a los ojos de quien, por sus cualidades personales, se siente capaz de correr mundo. No era el caso de Gina pero, en cambio, Radovan se sentía capaz. Era un tornero cualificado, corpulento, guapo, lo que en ese ambiente medio campesino de pretensiones burguesas, representaba el colmo de las virtudes viriles. Predic se aprovechaba: lo llamaban el "Actor". Se había dejado crecer un bigote negro y se peinaba el pelo negro hacia atrás desde la frente abombada; se había comprado un ciclomotor a plazos y lo conservó hasta que se estropeó; incluso ya casado, iba a los bailes y se revolcaba con muchachas a las que luego acompañaba a casa. Así fue como se encariñó tiempo atrás con Gina.
Resultado de imagen de sin un grito  Pero con ella se casó después de divorciarse de su primera mujer, después de una intriga acorde con su naturaleza violenta y dominante. Era un verano de días claros y largos y él con Gina, que lo creía soltero, pasaba más tiempo del que su esposa, una mujer autoritaria, sobre todo verbalmente, podía soportar. Una noche los estaba esperando frente al patio del cine Adria, encrespada, con una gabardina, pertrechada con un paraguas, que quizá había cogido con premeditación pues el cielo estaba despejado, y que utilizó contra la cabeza rubia y ondulada de Gina. Ésta se limitó a protegerse el cráneo de los golpes y Predic tuvo que agarrar del brazo a su enfurecida mujer, tirar de ella hasta una calle adyacente, convencerla de que estaba en un error y mandarla de vuelta a casa. Cuando volvió a la salida del cine, Gina ya no estaba.
 Corrió tras ella (aún no tenía ciclomotor) y la alcanzó en la plaza del mercado, en un pasillo entre los puestos que, de noche, extendidos bajo los puntiagudos tejadillos, y alineados en dos filas paralelas, semejaban una flota de veleros. Gina caminaba entre las sombras, sola, medio desfallecida por al humillación y a Predic no le costó mucho lograr que se detuviera. La apoyó en el tenderete más cercano y le confesó lo que ella ya había descubierto, que estaba casado, pero que sólo la amaba a ella y que muy pronto se divorciaría y se casarían. Gina lo escuchaba con la cara vuelta hacia una sandía caída y aplastada en el suelo que olía a podrido. La subió a un mostrador y la poseyó, ahí mismo, entre los desperdicios del mercado, cerca de las vendedoras que dormían en los puestos, a la vista de los transeúntes cuyos talones resonaban al pisar el asfalto de la calle que bordeaba la plaza. […]
 Ahora bien, la realidad fue que se mudó de una casa baja con jardín a otra, de un lecho ocupado a otro, donde, al levantarse por la mañana, antes de irse al trabajo, disfrutaba de la misma vista desesperante de un tejadillo de gallinero que enmarcaba la ventana. El padre de Gina era un viejo gruñón de mala salud que se pasaba el día claveteando la valla; su hermano, un borracho medio subnormal y, su cuñada, una bobalicona sucia y cotilla. Él pudo retomar sus viejas costumbres: no llevar a casa, al volver del trabajo y de la taberna, más que su mal humor y salir de nuevo por la noche, compuesto y recién afeitado, como un actor de verdad, para ir al baile o a lugares concurridos a seducir a muchachas o a mujeres ajenas. […]
 "Esas piernas tuyas", decía, sentado a la mesa, irritado y cansado después de trabajar, mientras ellas se agitaban para traerle la comida. No le gustaba su cocina: decía que los platos eran demasiado grasientos y, cuando cocinaba más ligero, se quejaba de que se quedaba con hambre. Entonces le exigía que le rindiera cuenta de los gastos y cuando, tropezando por el miedo ("¡Ay! ¡Esas piernas tuyas!"), traía su cuaderno, él gruñía y la acusaba de que le robaba, de que estaba dilapidando sus bienes. Sin embargo, no le permitía que buscara un empleo, pese a que ella le había manifestado su ingenuo deseo de ganar su propio sueldo. "¡Claro, claro, lo que tú quieres es andar por ahí con los aprendices!", le decía, mirándole de reojo las piernas, el hueco entre las piernas y se ponía pálido. La regañaba porque iba poco arreglada, sin medias, con una bata dada de sí, pero cuando se ponía en casa una falda de salir, le clavaba una mirada aviesa: "¿A quién estás provocando?" y, ofendido, se retiraba a la habitación no sin antes ordenarle que le preparara agua caliente y una camisa limpia: iba a salir por la noche.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2008, en traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek, pp. 103-108. ISBN: 978-84-96834-47-7.]
 

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