lunes, 4 de enero de 2021

Mario y el mago y otros relatos.- Thomas Mann (1875-1955)

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Tristán
11

  «El señor Klöterjahn llamó a la puerta del señor Spinell. Llevaba en la mano una gran hoja de papel, pulcramente escrita, y su aspecto era el de un hombre dispuesto a proceder enérgicamente. El correo había hecho su labor: la carta había seguido su camino, había hecho el singular viaje de "Einfried" a "Einfried", y había llegado fielmente a manos de su destinatario. Eran las cuatro de la tarde.
 Cuando el señor Klöterjahn entró en la habitación, el señor Spinell estaba sentado en el sofá, leyendo su propia novela, la de la cubierta intrincada. Se levantó y contempló al visitante asombrado y perplejo, aunque se sonrojó visiblemente.
 -Buenas tardes -dijo el señor Klöterjahn-. Perdone que interrumpa sus ocupaciones. Pero quisiera preguntarle si fue usted quien escribió esto. -Levantó con su mano izquierda la gran hoja de papel, pulcramente escrita, y la golpeó con la palma de la mano derecha, haciéndola restallar. Luego metió la mano en el bolsillo de sus anchos y cómodos pantalones, ladeó la cabeza y abrió la boca para escuchar, como muchas personas suelen hacer.
 El señor Spinell -cosa rara- sonrió; sonrió afablemente, un poco perplejo y casi disculpándose. Se llevó la mano a la cabeza, como tratando de recordar algo, y dijo:
 -¡Ah!, exacto..., sí..., me permití...
 El caso es que, ese día, se había comportado tal como era y había estado durmiendo hasta el mediodía. Por consiguiente, su conciencia le remordía y tenía la cabeza espesa; se sentía nervioso y con pocas ganas de discutir. Además, el aire de la primavera, recién llegada, le atormentaba y le predisponía a la desesperación. Es imprescindible mencionar estos detalles para comprender su conducta, tan extraordinariamente estúpida, durante esta escena.
 -¡Ajá! ¡Muy bien! -dijo el señor Klöterjahn; apretó el mentón contra su pecho, levantó las cejas; extendió los brazos e hizo toda una serie de preparativos, para llegar sin piedad al fondo de la cuestión tras el cumplimiento de todas estas formalidades. A causa de la satisfacción personal que sentía, fue demasiado lejos con todos estos preparativos, pues lo que siguió a continuación no respondió del todo a la prolijidad de estos minuciosos preliminares. Sin embargo, el señor Spinell estaba bastante pálido.
 -¡Muy bien! -repitió el señor Klöterjahn-. Entonces permita que le conteste de viva voz, querido señor, pues se da la circunstancia de que considero una perfecta idiotez escribir cartas tan colosales a alguien con quien se puede hablar a todas horas...
 -Bueno... tanto como una idiotez... -dijo el señor Spinell, con una sonrisa excusadora, casi humilde...
 -¡Una idiotez! -repitió el señor Klöterjahn y meneó la cabeza violentamente, para indicar cuán seguro e inexpugnable se sentía en sus razones-. Y no malgastaría una sola palabra en contra de estos garabatos, que, hablando en plata, son tan miserables que ni siquiera  me servirían para envolver bocadillos, si no fuese porque me han aclarado ciertos puntos, ciertos cambios que hasta ahora no había comprendido... Aunque esto a usted no le interesa para nada y nada tiene que ver con el asunto. Yo soy un hombre de acción, tengo otras cosas más importantes en qué pensar, que en sus visiones inefables...
 -Yo he escrito "visión imborrable" -dijo el señor Spinell, irguiéndose. Este fue el único momento de la entrevista en que se portó con cierta dignidad.
 -¡Imborrable... inefable...! -replicó el señor Klöterjahn y echó una ojeada al manuscrito-. Usted escribe con una letra detestable, querido señor. No quisiera tenerle como empleado en mi oficina. A primera vista parece muy pulcra, pero examinada a la luz del día, aparece repleta de lagunas y rasgos temblorosos. Aunque esto es asunto suyo; a mí no me va ni me viene nada de todo ello. He venido sólo para decirle que es usted, en primer lugar, un mequetrefe, aunque no creo que le descubra nada nuevo. Pero es que además es usted un perfecto gallina, y esto tampoco necesita que se lo demuestre detalladamente. Mi esposa me escribió una vez diciendo que usted no suele mirar a la cara a las mujeres que encuentra, sino que sólo las mira de reojo para sacar de ellas una idea vaga pero hermosa; todo por miedo a la realidad. Fue una lástima, que en las demás cartas dejara de hablarme de usted; de no haber sido así, conocería todavía más historietas sobre su persona. En fin, así es usted. Emplea la palabra "belleza" cada dos por tres, pero en el fondo esto no es más que timidez, gazmoñería y envidia, y de ahí seguramente aquella observación insolente de los "corredores silenciosos", que al parecer tenía la misión de atravesarme, pero que únicamente me ha divertido. ¡Me ha divertido!, ¿se entera usted? ¿Le he "hecho un poco de luz" sobre su... su "ser y proceder", pobre diablo? Aunque no sea "vocación infalible", ¡ja! ¡ja!
Resultado de imagen de mario y el mago y otros relatos -Yo he escrito "vocación ineludible" -dijo el señor Spinell, pero no insistió. Estaba allí, desamparado, como un escolar ya mayor, lastimero, canoso, a quien se acaba de sermonear.
  -Ineludible... inefable. Lo que yo le digo es que es usted un cobarde miserable. Todos los días me ve en el comedor, me saluda y sonríe, me alarga los platos y sonríe, me desea buen provecho y sonríe... Y un buen día me manda este papelucho lleno hasta los topes de injurias estúpidas. ¡Ja! ¡Ja! ¡Por escrito sí que tiene usted valor!... Y si sólo se tratara de esta ridícula carta... Pero usted ha intrigado contra mí, a mis propias espaldas, ahora lo comprendo muy bien... ¡aunque no se imagine que esto le ha servido de algo! Si por ventura se hace la ilusión de haber metido grillos en la cabeza de mi esposa, anda usted muy equivocado, mi muy apreciado señor..., ¡es demasiado sensata para eso! O si, después de todo, cree usted que ella me ha recibido de forma distinta a como solía, cuando llegamos aquí yo y mi hijo, entonces, ¡es que ha llegado al colmo de su simpleza! El hecho de que ella no haya besado al niño, no significa más que precaución, pues recientemente apareció la hipótesis de que no se trata de la tráquea, sino del pulmón, y en estos casos no se puede saber... De todos modos, falta probar todavía esto del pulmón, pero usted con su "se muere, señor"... ¡usted es un perfecto asno!
 A llegar aquí, el señor Klöterjahn procuró regular su respiración. Se había irritado en exceso, levantaba constantemente al aire su índice derecho y maltrataba con toda su furia el manuscrito que tenía en la mano izquierda. […]
 -Usted me odia -continuó diciendo-, y me despreciaría, si yo no fuese el más fuerte... ¡Sí, lo soy, por todos los diablos! Tengo el corazón en su sitio, mientras que usted las más de las veces lo tendrá a buen seguro en los pantalones, y de buena gana le zurraría con todas las de la ley, junto con su "espíritu y palabra", ¡rastrero idiota!, si no estuviese prohibido. Pero esto no quiere decir, querido señor, que tolere sus invectivas sin más ni más, y si en casa enseño esto de "nombre vulgar" a mi abogado, veremos si no le pasarán cosas asombrosas. Mi nombre es digno, señor mío, y lo es porque me lo he ganado a pulso. En cambio, si alguien le prestará sólo diez céntimos por el suyo, es una cuestión que podría discutir consigo mismo, ¡bohemio intruso! ¡Contra usted se debería proceder jurídicamente! ¡Es usted un peligro para la sociedad! ¡Usted trastorna  a los demás!... Aunque, no se figure haber conseguido sus propósitos esta vez, ¡canalla! Pues yo no me dejo avasallar por tipos de su calaña. Tengo el corazón en su debido sitio...»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de J. Fontcuberta, pp. 50-54. ISBN: 84-7530-077-4.]
 

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