jueves, 28 de enero de 2021

Introducción al cristianismo.- Joseph Ratzinger [Benedicto XVI] (1927)

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I.-Dios
1.-El tema de Dios. Cuestiones preliminares
1.-Amplitud de la cuestión

  «¿Qué es propiamente “Dios”? En otros tiempos esta cuestión estaba clara y no inquietaba absolutamente a nadie, pero ahora vuelve a ser un gran problema para nosotros. ¿Qué significa la palabra “Dios”? ¿Qué realidad expresa? ¿Cómo llega al hombre esa realidad de que estamos hablando? Quien quiera abordar esta cuestión con la profundidad que exigen los tiempos que vivimos, lo primero que tiene que hacer es un análisis filosófico-religioso de las fuentes de la experiencia religiosa. Y luego, preguntarse cómo es posible que el tema Dios sea una constante a lo largo de toda la historia de la humanidad y por qué despierta tanta pasión incluso hoy, cuando por todas partes se habla de la muerte de Dios y, sin embargo, el problema de Dios es una de las cuestiones más candentes.
 ¿De dónde le viene a la humanidad la idea de “Dios”? ¿Dónde hunde sus raíces? ¿Cómo es posible que el tema aparentemente más superfluo e inútil desde una perspectiva mundana sea al mismo tiempo el más acuciante de la historia? ¿Por qué se presenta en formas tan distintas? En realidad, a pesar de que esa multiplicidad de formas parezca tan desconcertante, podemos decir que se reducen solamente a tres, con distintas variaciones sobre el tema: monoteísmo, politeísmo y ateísmo. Estas son las palabras clave que designan los tres grandes caminos que ha recorrido la humanidad en lo que se refiere al tema de Dios. Además, todos sabemos muy bien que el ateísmo, que parece acabar con la cuestión de Dios, constituye en realidad un modo de abordar esa cuestión, cosa que puede hacer y de hecho hace a menudo de forma singularmente apasionada.
 Si queremos afrontar las cuestiones preliminares y fundamentales, hemos de estudiar las dos raíces de la experiencia religiosa a las que hay que atribuir las múltiples formas de experiencia. El conocido estudioso alemán de la fenomenología de la religión, G. van der Leeuw, reflejó una vez su tensión peculiar en una frase paradójica que decía que en la historia de las religiones, el dios-hijo ha existido antes que el dios-padre. Más exacto sería afirmar que el Dios salvador y redentor es anterior al Dios creador. Pero aún después de esta clarificación hay que tener cuidado en no entender la frase como si se tratara de una sucesión temporal, porque no tenemos ninguna prueba. Por mucho que nos adentremos en la historia de las religiones, el tema de Dios se presenta siempre bajo dos formas. Por eso el adverbio “antes” sólo significa que, para la religiosidad concreta, para el interés vital existencial, el salvador, respecto al creador, ocupa el primer plano.
 Tras esta doble figura, en la que la humanidad ha visto a su Dios, están los dos puntos de partida de la experiencia religiosa a que nos hemos referido. El primero es la experiencia de la propia existencia que se trasciende a sí misma y que de algún modo, aunque quizá veladamente, apunta al totalmente otro. Estamos también ante un acontecimiento muy complejo, como la misma existencia humana. Es sabido que Bonhoeffer afirmó que ya es hora de acabar con un Dios a quien hemos convertido en un tapa-agujeros cuando ya no tenemos fuerzas, a un Dios que podemos invocar cuando ya no podemos más. No deberíamos encontrar a Dios ni en nuestra necesidad ni en nuestra negación, sino en la plenitud de la humanidad y de la vida, pues sólo así se mostraría que nuestro Dios no es una excusa inventada por nuestra necesidad, excusa que sería superflua a medida que se alargan los límites de nuestras capacidades. En la historia de la lucha humana por Dios están los dos caminos y a mi juicio ambos son legítimos. Tanto la precariedad de la existencia humana como su plenitud apuntan a Dios.
 Cuando el hombre vive en la plenitud, en la riqueza, en la belleza y en la grandeza es siempre consciente de que su existencia es una 
existencia donada; sabe que justamente es lúcido y grande cuando se ve, no como una creación propia, sino como un regalo que es anterior a mí, que me concibe con su bondad antes de que yo haga nada y que por tanto me pide que sentido a esa riqueza para que así tenga sentido.
  Por otra parte, también la precariedad es para el hombre una prueba que apunta al totalmente otro. La cuestión que el ser humano no sólo plantea, sino que él mismo es; la insuficiencia que le es connatural, los límites con los que choca y que suspiran por lo ilimitado (incluso en el sentido de las palabras de Nietzsche de que el placer sólo se disfruta un instante, pero anhela la eternidad), toda esta simultaneidad de encerramiento y de suspiro por lo ilimitado y abierto siempre ha impedido al hombre descansar en sí mismo y le ha hecho ver que no se basta a sí mismo y que crece cuando se supera a sí mismo y se encamina hacia el totalmente otro y hacia el infinitamente más grande.
Introduccion Al Cristianismo - Ratzinger Joseph (benedicto Xvi) La soledad y el recogimiento nos dicen también lo mismo. No cabe duda de que la religiosidad es una de las raíces esenciales de las que brota el encuentro del hombre con Dios. Cuando el hombre siente su soledad, se da cuenta de que su existencia es un grito dirigido a un tú, y de que él no está hecho para ser exclusivamente un yo en sí mismo. El hombre puede sentir la soledad a distintos niveles. Esa soledad puede desaparecer cuando el hombre encuentra un tú humano. Pero entonces sucede algo paradójico. Paul Claudel decía que todo tú que encuentra el hombre acaba convirtiéndose en una promesa no realizada y además irrealizable; que todo tú es fundamentalmente una desilusión y que hay un punto en que ningún encuentro puede superar la soledad definitiva: encontrar y haber encontrado un tú humano constituye justamente una referencia retrospectiva a la soledad, una llamada al tú absoluto que penetra hasta lo más profundo del propio yo. Pero también es cierto que no es sólo la soledad la experiencia de que la compañía no colma todos nuestros anhelos, lo que lleva a la experiencia de Dios. Porque también nos puede llevar la alegría de sentirnos seguros. Al encontrar la plenitud del amor, del haber-se-encontrado, puede el hombre experimentar el don de aquello que no podía llamar ni crear y puede hacerle ver que él recibe más cuando los dos quieren darse. En el resplandor y la alegría del haberse encontrado puede nacer la cercanía de la alegría absoluta y del simple haber encontrado, que hay detrás de todo encuentro humano.
 Con todo esto se quiere dar a entender de qué manera la existencia humana puede constituir el punto de partida de la experiencia de lo absoluto, concebido como Dios “hijo”, como salvador, o simplemente como Dios relacionado con la existencia. Otra fuente del conocimiento religioso es la confrontación del hombre con el mundo, con sus potencias y misterios. También el cosmos, con su belleza y plenitud, con sus insatisfacciones, horrores y tragedias, puede llevar al hombre a la experiencia del poder que todo lo supera, del poder que a él mismo lo amenaza y al mismo tiempo lo sostiene. De ahí resulta la imagen borrosa y lejana que precipita en la imagen de Dios creador, padre.
 Un estudio a fondo de las cuestiones que hemos mencionado nos llevaría directamente a la cuestión de las tres formas en que se ha declinado el tema de Dios en la historia: monoteísmo, politeísmo y ateísmo. Así se vería clara, a mi entender, la unidad subliminal de estos tres caminos, una unidad que no significa identidad y que no quiere decir que cuando el hombre profundiza suficientemente en ellos, acaba dándose cuenta de que todo es lo mismo y de que las diversas formas fundamentales pierden su significado propio. Querer probar la identidad puede constituir una tentación para el pensamiento filosófico, pero al mismo tiempo supondría que las decisiones humanas no se han tomado con seriedad y no se haría justicia a la realidad. No puede hablarse, pues, de identidad.
 Una mirada más profunda nos hace ver que la diferencia entre los tres caminos estriba en algo distinto de lo que a primera vista hacen sospechar estas formulaciones: “existe un solo Dios”, “existen muchos dioses”, “Dios no existe”. Entre las tres fórmulas y la profesión que implican hay, pues, una oposición que ha de tenerse muy en cuenta, pero también una relación profunda en su escueta formulación. Está claro que las tres formas están convencidas, en último término, de la unidad y unicidad del absoluto. Pero el monoteísmo no es el único que cree en esa unidad y unicidad; los muchos dioses del politeísmo, en  los que pone su devoción y su esperanza, no constituyen para él lo absoluto, sino que cree que detrás de esa multitud de potencias hay solamente un ser; es decir, que a fin de cuentas, también el politeísmo cree que hay un ser único o que en todo caso es el eterno conflicto de un antagonismo originario. Por su parte, el ateísmo niega que la unidad del ser se pueda reconocer mediante la idea de Dios, pero no impugna en  modo alguno la unidad del ser. En efecto, el marxismo, que es la forma más radical del ateísmo, afirma con vigor la unidad del ser en todo lo que es, al considerar materia todo lo que es; así por una parte, lo uno, que es el ser en cuanto materia, queda desvinculado de todas las concepciones anteriores de lo absoluto que van unidas a la idea de Dios; pero, por otra parte, contiene algunos rasgos que manifiestan su carácter absoluto y que nos hacen pensar de nuevo en la idea de Dios.
 Las tres formas, pues, afirman la unidad y la unicidad de lo absoluto; sólo se distinguen en su idea de cómo tiene que comportarse el hombre ante él, es decir, de cómo se relaciona el absoluto con el hombre.»
 
      [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sígueme, 2005, en traducción de José L. Domínguez Villar y revisión de José María Hernández Blanco, pp. 89-94. ISBN: 84-301-0671-5.                  

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