Tercera parte
Capítulo 25: Actos divinos y humanos: su esencial diferencia
«Los actos, en orden a su finalidad, divídense en cuatro clases: ociosos, frívolos, vanos y buenos. Así pues, el acto llamado vano es aquel que se realiza con una finalidad no conseguida debido a impedimentos que a ella se oponen. A veces oirás a personas que dicen: "Trabajé en vano", cuando uno se esforzó en buscar a alguien y no le encontró o emprendió un penoso viaje y no logró un buen negocio. También se dice: "Nuestra diligencia y trabajo en pro de este enfermo han resultado baldíos", cuando éste no obtuvo la salud. Lo propio ocurre en todos aquellos actos en los que se persigue un objetivo sin lograrlo. Acto ocioso es aquel en que se busca un propósito, caso de aquellas personas que, al meditar, menudean las manos o las gesticulaciones de los distraídos y atolondrados. Acto frívolo es el que implica una finalidad insignificante, algo innecesario, que no reporta apreciable utilidad; tal, p. ej., el que danza sin proponerse el ejercicio o cuando se realizan cosas para reír: son evidentemente acciones que se califican como "frívolas". Pero hay diferencia según la intención y valor de quienes las ejecutan, porque muchas cosas, necesarias o de positiva utilidad para ciertas personas, no lo son en absoluto para otras. Así, p. ej., las diferentes clases de ejercicios corporales son necesarias para la conservación de la salud, a juicio de los expertos en la ciencia médica, y la escritura, para los Sabios. Por consiguiente, quienes efectúan ejercicios con vistas a la salud, como son el juego de pelota, el pugilato, la contención de la respiración, o el que, con la mira puesta en la escritura, afila la caña o prepara el papel, efectúan, a los ojos de los ignorantes, un acto fruslero que, para los entendidos, no lo es. Acto bueno es el realizado con un propósito noble, es decir, necesario o útil, y lo consigue. La precedente es una clasificación que, a mi modo de ver, no admite objeción, pues quien ejecuta un acto cualquiera, apunta hacia un objetivo, o no persigue ninguno, ora elevado, ora insignificante, unas veces logrado y otras, no. Se impone, pues, forzosamente tal clasificación.
Tras esta exposición, digo yo: no es posible que una persona sensata afirme que acto alguno de Dios sea vano, ocioso o frívolo. A nuestro juicio y de cuantos profesamos la Ley de Moisés nuestro Maestro (¡sobre él la paz!), todas Sus acciones son buenas, según lo dicho: "Y vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno" (Gn 1). Todo cuanto obra Dios (¡exaltado sea!), con un fin determinado, para la existencia de una cosa, es necesario o muy provechoso. Así, p. ej., el alimento es indispensable para la conservación del animal y los ojos le son útiles al respecto; de consiguiente, el sustento no tiene otra finalidad que su mantenimiento durante un cierto tiempo, y los sentidos, la utilidad que sus percepciones le procuran. Tal es asimismo la opinión de los filósofos: nada hay ocioso en ninguno de los entes físicos, es decir, que todo cuanto no sea artificial supone acciones con un objetivo determinado, las conozcamos o no. Pero, según esa secta de pensadores que pretende no hace Dios cosa alguna ordenada a otra, ni hay causas ni efectos, sino que, al contrario, todos los actos de Dios son obra de Su exclusiva voluntad, ni ha de buscárseles finalidad, ni preguntarle por qué razón hace esto o aquello y actúa según Le place, ni es ello el resultado de Su sabiduría, según ellos, repito, los actos de Dios (¡exaltado sea!) pertenecerían a la categoría de las cosas ociosas, o más bien se situarían por bajo de éstas. Porque si el autor de una acción no se propone fin alguno, al menos se desentiende de lo que hace; pero Dios, según ellos, sabe lo que hace y, no obstante, lo realiza sin ningún designio, ni en pro de una utilidad. Ahora bien, que en Dios (¡exaltado sea!) se den actos que se inscriban en la categoría lo frívolo, a primera vista aparece como inadmisible, ni ha de prestarse atención a la demencia de quienes pretenden fue creado el mono para entretenimiento del hombre. Lo que ha inducido a forjarse tales ideas es la ignorancia respecto a la naturaleza de la creación y corrupción, y el olvido de un principio tan fundamental como es que Dios ha originado todas las cosas posibles, tal como las vemos. Su sabiduría determinó que fueran como son y, por ende, eso sería imposible, puesto que deben ser tal y conforme Su sabiduría lo ordenó. En cuanto a los que asevera que las obras de Dios no han sido realizadas con un fin, necesariamente han llegado a tal conclusión considerando el ser a través del prisma de su opinión. Porque, al preguntarse cuál sería la finalidad de la existencia del mundo en su conjunto, necesariamente han respondido como todos quienes sostienen su creación: "Él lo quiso así". Prosiguiendo este razonamiento respecto a las distintas partes del mundo, de manera que, p. ej., en vez de aceptar que la perforación de la úvea y la transparencia de la córnea tienen por objeto dar paso al espíritu visual, a fin de producir la percepción, negaban por el contrario, fuera ésa en absoluto la causa determinante de la visión. No es que tal membrana haya sido perforada y la que está superpuesta haya sido hecha transparente en orden a la visión, sino que Dios lo ha querido así, aunque la visión habría sido posible de otra manera. Entre nosotros el sentido literal de ciertos pasajes bíblicos podría dar lugar a una idea semejante: v. g., se dice: "Yhwh hace cuanto quiere" (Sal 135); "Lo que quiere, eso hace" (Jb 23); y en otro lugar: "Y ¿quién podrá decirle: qué es lo que haces?" (Ecls 8).
[El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1984, en traducción de David Gonzalo Maeso, pp. 450-453. ISBN: 84-276-0658-3.]
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