domingo, 3 de enero de 2021

Crisis de la República.- Hanna Arendt (1906-1975)

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Desobediencia civil
II

  «La desobediencia a la ley, civil y penal, se ha convertido en un fenómeno de masas durante los últimos años, no solo en América sino en muchas otras partes del mundo. El desafío a la autoridad establecida, religiosa y secular, social y política, como fenómeno mundial, puede muy bien ser algún día considerado como el acontecimiento primordial de la última década. “Las leyes parecen haber perdido su poder”. Desde el exterior y con la consideración de una perspectiva histórica no cabría imaginar un escrito más claro en la pared, un más explícito signo de la inestabilidad interna y de la vulnerabilidad de los Gobiernos y de los sistemas legales existentes. Si la historia enseña algo sobre las causas de la revolución —y la historia no enseña mucho pero sí considerablemente más que las teorías de las ciencias sociales—, es que las revoluciones van precedidas de una desintegración de los sistemas políticos, que el síntoma revelador de la desintegración es una progresiva erosión de la autoridad gubernamental y que esta erosión es causada por la incapacidad del Gobierno para funcionar adecuadamente, de donde brotan las dudas de los ciudadanos acerca de su legitimidad. Esto es lo que los marxistas acostumbran a llamar una «situación revolucionaria», que, desde luego, en más de la mitad de los casos, no llega a dar paso a una revolución.
 En nuestro contexto constituye un ejemplo la grave amenaza al sistema judicial de los Estados Unidos. Lamentar “el canceroso crecimiento de las desobediencias” no tiene mucho sentido a menos que se reconozca que durante muchos años las instituciones encargadas de que se cumpliera la ley han sido incapaces de imponer la observancia de los ordenamientos legales contra el tráfico de drogas, los asaltos a mano armada y los robos con escándalo. Considerando que las probabilidades que los delincuentes de estas categorías tienen de no ser descubiertos son superiores a la proporción de nueve a uno y que solo uno de cada cien irá a la cárcel, hay razón para sorprenderse de que semejante situación delictiva no sea peor de lo que es. (Según el Informe de la Comisión presidencial sobre el cumplimiento de la Ley y sobre la Administración de Justicia de 1967, “muchos más de la mitad de todos los delitos no son denunciados jamás a la policía” y “de los que lo son, menos de una cuarta parte concluyen en una detención. Casi la mitad de todas las detenciones terminan con una retirada de los cargos formulados”). Es como si estuviéramos realizando a escala nacional un experimento para determinar cuántos delincuentes potenciales —es decir, personas que se abstienen de cometer delitos por la fuerza disuasoria de la ley— existen actualmente en una sociedad dada. Puede que los resultados no sean muy estimulantes para quienes sostienen que todos los impulsos delictivos son aberraciones —esto es, son los impulsos de individuos mentalmente enfermos que actúan bajo la coacción de su enfermedad—. La simple y más que aterradora verdad es que, en circunstancias de tolerancia legal y social, adoptará la más violenta conducta delictiva gente que en circunstancias normales quizá habría pensado en tales delitos pero jamás llegó a decidir su realización.
 En la sociedad de hoy, ni los transgresores potenciales (esto es, los delincuentes no profesionales y no organizados) ni los ciudadanos cumplidores de la ley precisan de estudios elaborados para señalar que los actos delictivos no tendrán probablemente —lo que quiere decir, sensiblemente— ninguna consecuencia legal. Hemos aprendido, a nuestro pesar, que es menos terrible la delincuencia organizada que la de los pillos no profesionales —quienes se aprovechan de la oportunidad— y su enteramente justificada “ausencia de temor a ser castigados”; y esta situación no queda alterada ni aclarada por las investigaciones sobre la «confianza del público en el proceso judicial americano». No nos manifestamos contra el proceso judicial sino contra el simple hecho de que los actos delictivos carecen normalmente de consecuencia legal alguna; no son seguidos de procesos judiciales. Por otra parte, hay que preguntarse por lo que sucedería si se restaurara el poder de la policía hasta el punto razonable en el que del 60 al 70 % de todos los actos delictivos se vieran adecuadamente seguidos de detenciones y adecuadamente juzgados. ¿Hay alguna duda de que significaría el colapso de los ya desastrosamente sobrecargados tribunales y de que tendría consecuencias completamente aterradoras en el igualmente sobrecargado sistema penitenciario? Lo que resulta tan aterrador en la presente situación no es el fallo de la policía per se sino que, además, el que si se remediara esta situación radicalmente, se originaría un desastre en esas otras igualmente importantes ramas del sistema judicial.
 La respuesta del Gobierno a este colapso y a otros no menos obvios de los servicios públicos ha sido invariablemente la creación de comisiones de estudio, cuya fantástica proliferación en los últimos años ha hecho probablemente de los Estados Unidos el país más investigado de la Tierra. No hay duda de que las comisiones, tras gastar mucho tiempo y mucho dinero en hallar que «cuanto más pobre es uno, más probabilidades tiene de sufrir una grave desnutrición» (ejemplo de sabiduría que llegó a publicar The New York Times en su sección “Quotation of the Day”), formulan a menudo recomendaciones razonables. Estas, sin embargo, no suelen ser llevadas a la práctica sino que pasan a ser sometidas a un nuevo equipo de investigadores. A todas las comisiones les caracteriza su desesperado propósito de hallar algo sobre las “causas más profundas” de la materia de que se trate, especialmente si esta materia es el problema de la violencia. Y dado que las “causas más profundas” se hallan, por definición, ocultas, el resultado final de tales investigaciones en equipo se reduce, también a menudo, a hipótesis y teorías no demostradas. La clara consecuencia es que la investigación se ha convertido en un sustituto de la acción y que las “causas más profundas” están ocultando las obvias, que son frecuentemente tan simples que no cabría pedir a ninguna persona “seria” e “instruida” que les concediera alguna atención. Claro es que el hallazgo de remedio a estos defectos obvios no garantizaría la solución del problema; pero olvidarlos significa que el problema ni siquiera llegará a ser adecuadamente definido. La investigación se ha convertido en una técnica de evasión y este hecho no ha contribuido precisamente a ayudar a la ya debilitada reputación de la ciencia.
Resultado de imagen de hannah arendt crisis de la republica  Como la desobediencia y el desafío a la autoridad son indicios generales de nuestro tiempo, resulta tentador considerar la desobediencia civil como un simple caso especial. Desde el punto de vista del jurista, la ley es tan violada por el desobediente civil como por el criminal y es comprensible que las personas, especialmente si son hombres de leyes, sospechen que la desobediencia civil, precisamente porque se ejerce en público, constituye la raíz de la diversidad criminal —a pesar de que todas las pruebas y todos los argumentos apuntan en sentido contrario, porque la prueba que consiste en “demostrar que los actos de desobediencia civil [...] conducen a [...] una propensión hacia el delito” no es que sea insuficiente sino simplemente inexistente—. Aunque es cierto que los movimientos radicales, y desde luego las revoluciones, atraen a los elementos delictivos, no sería prudente ni correcto igualar ambos; los delincuentes son tan peligrosos para los movimientos políticos como para la sociedad en conjunto. Además, mientras que la desobediencia civil puede ser considerada como indicio de una significativa pérdida de la autoridad de la ley (aunque difícilmente puede ser estimada como su causa), la desobediencia criminal no es más que la consecuencia inevitable de una desastrosa erosión del poder y de la competencia de la policía. Parecen siniestras las propuestas de demostrar la existencia de una “mente criminal” mediante “tests” de Rorschach o mediante agentes informadores, pero tales propuestas también figuran entre las técnicas de evasión. Una incesante corriente de complejas hipótesis sobre la mente —el más esquivo de los dominios del hombre— del criminal ahoga el sólido hecho de que nadie es capaz de capturar su cuerpo de la misma manera que la hipotética suposición sobre las “latentes actitudes negativas” de los policías oculta su claro expediente negativo acerca de la aclaración de delitos.
 La desobediencia civil surge cuando un significativo número de ciudadanos ha llegado a convencerse o bien de que ya no funcionan los canales normales de cambio y de que sus quejas no serán oídas o no darán lugar a acciones ulteriores, o bien, por el contrario, de que el Gobierno está a punto de cambiar y se ha embarcado y persiste en modos de acción cuya legalidad y constitucionalidad quedan abiertas a graves dudas. Los ejemplos son numerosos: siete años de guerra no declarada en Vietnam; la creciente influencia de los organismos secretos en los asuntos públicos; las claras o escasamente veladas amenazas a las libertades garantizadas por la Primera Enmienda; los intentos de privar al Senado de sus poderes constitucionales, seguidos por la invasión de Camboya, ordenada por el presidente con claro desdén por la Constitución que requiere explícit
amente la aprobación del Congreso para el comienzo de una guerra, por no mencionar la aún más ominosa referencia del vicepresidente a resistentes y disidentes a quienes calificó “como ‘buitres’ [...] y ‘parásitos’ [a los que] podemos permitirnos separar... de nuestra sociedad con no mayor pena que la que sentiríamos arrojando de un tonel las manzanas podridas”. Referencia que desafía no solo a las leyes de los Estados Unidos, sino, incluso, a todo orden legal.
 En otras palabras, la desobediencia civil está acompasada a cambios necesarios y deseables o a la deseable preservación o restablecimiento del statu quo —la preservación de los derechos garantizados por la Primera Enmienda o el restablecimiento del adecuado equilibrio de poder en el Gobierno, comprometido por el Ejecutivo tanto como por el enorme crecimiento del poder federal a expensas de los poderes de los estados—. En ninguno de los casos puede equipararse la desobediencia civil con la desobediencia criminal.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Trotta, 2015, en traducción de Guillermo Solana Alonso, pp. 55-59. ISBN: 978-84-9879-614-8.]
 

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