Desobediencia civil
II
«La desobediencia a la ley, civil y penal, se
ha convertido en un fenómeno de masas durante los últimos años, no solo en
América sino en muchas otras partes del mundo. El desafío a la autoridad
establecida, religiosa y secular, social y política, como fenómeno mundial,
puede muy bien ser algún día considerado como el acontecimiento primordial de
la última década. “Las leyes parecen haber perdido su poder”. Desde el exterior
y con la consideración de una perspectiva histórica no cabría imaginar un
escrito más claro en la pared, un más explícito signo de la inestabilidad
interna y de la vulnerabilidad de los Gobiernos y de los sistemas legales
existentes. Si la historia enseña algo sobre las causas de la revolución —y la
historia no enseña mucho pero sí considerablemente más que las teorías de las
ciencias sociales—, es que las revoluciones van precedidas de una
desintegración de los sistemas políticos, que el síntoma revelador de la
desintegración es una progresiva erosión de la autoridad gubernamental y que
esta erosión es causada por la incapacidad del Gobierno para funcionar
adecuadamente, de donde brotan las dudas de los ciudadanos acerca de su
legitimidad. Esto es lo que los marxistas acostumbran a llamar una «situación
revolucionaria», que, desde luego, en más de la mitad de los casos, no llega a
dar paso a una revolución.
En nuestro contexto constituye un ejemplo la
grave amenaza al sistema judicial de los Estados Unidos. Lamentar “el canceroso
crecimiento de las desobediencias” no tiene mucho sentido a menos que se
reconozca que durante muchos años las instituciones encargadas de que se
cumpliera la ley han sido incapaces de imponer la observancia de los ordenamientos
legales contra el tráfico de drogas, los asaltos a mano armada y los robos con
escándalo. Considerando que las probabilidades que los delincuentes de estas
categorías tienen de no ser descubiertos son superiores a la proporción de
nueve a uno y que solo uno de cada cien irá a la cárcel, hay razón para sorprenderse
de que semejante situación delictiva no sea peor de lo que es. (Según el
Informe de la Comisión presidencial sobre el cumplimiento de la Ley y sobre la
Administración de Justicia de 1967, “muchos más de la mitad de todos los
delitos no son denunciados jamás a la policía” y “de los que lo son, menos de
una cuarta parte concluyen en una detención. Casi la mitad de todas las
detenciones terminan con una retirada de los cargos formulados”). Es como si
estuviéramos realizando a escala nacional un experimento para determinar
cuántos delincuentes potenciales —es decir, personas que se abstienen de
cometer delitos por la fuerza disuasoria de la ley— existen actualmente en una
sociedad dada. Puede que los resultados no sean muy estimulantes para quienes
sostienen que todos los impulsos delictivos son aberraciones —esto es, son los
impulsos de individuos mentalmente enfermos que actúan bajo la coacción de su
enfermedad—. La simple y más que aterradora verdad es que, en circunstancias de
tolerancia legal y social, adoptará la más violenta conducta delictiva gente
que en circunstancias normales quizá habría pensado en tales delitos pero jamás
llegó a decidir su realización.
En la sociedad de hoy, ni los transgresores
potenciales (esto es, los delincuentes no profesionales y no organizados) ni
los ciudadanos cumplidores de la ley precisan de estudios elaborados para
señalar que los actos delictivos no tendrán probablemente —lo que quiere decir,
sensiblemente— ninguna consecuencia legal. Hemos aprendido, a nuestro pesar,
que es menos terrible la delincuencia organizada que la de los pillos no
profesionales —quienes se aprovechan de la oportunidad— y su enteramente
justificada “ausencia de temor a ser castigados”; y esta situación no queda
alterada ni aclarada por las investigaciones sobre la «confianza del público en
el proceso judicial americano». No nos manifestamos contra el proceso judicial
sino contra el simple hecho de que los actos delictivos carecen normalmente de
consecuencia legal alguna; no son seguidos de procesos judiciales. Por otra
parte, hay que preguntarse por lo que sucedería si se restaurara el poder de la
policía hasta el punto razonable en el que del 60 al 70 % de todos los actos
delictivos se vieran adecuadamente seguidos de detenciones y adecuadamente juzgados.
¿Hay alguna duda de que significaría el colapso de los ya desastrosamente sobrecargados
tribunales y de que tendría consecuencias completamente aterradoras en el
igualmente sobrecargado sistema penitenciario? Lo que resulta tan aterrador en
la presente situación no es el fallo de la policía per se sino que,
además, el que si se remediara esta situación radicalmente, se originaría un
desastre en esas otras igualmente importantes ramas del sistema judicial.
La respuesta del Gobierno a este colapso y a
otros no menos obvios de los servicios públicos ha sido invariablemente la
creación de comisiones de estudio, cuya fantástica proliferación en los últimos
años ha hecho probablemente de los Estados Unidos el país más investigado de la
Tierra. No hay duda de que las comisiones, tras gastar mucho tiempo y mucho
dinero en hallar que «cuanto más pobre es uno, más probabilidades tiene de
sufrir una grave desnutrición» (ejemplo de sabiduría que llegó a publicar The
New York Times en su sección “Quotation of the Day”), formulan a menudo
recomendaciones razonables. Estas, sin embargo, no suelen ser llevadas a la
práctica sino que pasan a ser sometidas a un nuevo equipo de investigadores. A
todas las comisiones les caracteriza su desesperado propósito de hallar algo
sobre las “causas más profundas” de la materia de que se trate, especialmente
si esta materia es el problema de la violencia. Y dado que las “causas más
profundas” se hallan, por definición, ocultas, el resultado final de tales
investigaciones en equipo se reduce, también a menudo, a hipótesis y teorías no
demostradas. La clara consecuencia es que la investigación se ha convertido en
un sustituto de la acción y que las “causas más profundas” están ocultando las
obvias, que son frecuentemente tan simples que no cabría pedir a ninguna
persona “seria” e “instruida” que les concediera alguna atención. Claro es que
el hallazgo de remedio a estos defectos obvios no garantizaría la solución del
problema; pero olvidarlos significa que el problema ni siquiera llegará a ser
adecuadamente definido. La investigación se ha convertido en una técnica de
evasión y este hecho no ha contribuido precisamente a ayudar a la ya debilitada
reputación de la ciencia.
Como la desobediencia y el desafío a la
autoridad son indicios generales de nuestro tiempo, resulta tentador considerar
la desobediencia civil como un simple caso especial. Desde el punto de vista
del jurista, la ley es tan violada por el desobediente civil como por el
criminal y es comprensible que las personas, especialmente si son hombres de
leyes, sospechen que la desobediencia civil, precisamente porque se ejerce en público,
constituye la raíz de la diversidad criminal —a pesar de que todas las pruebas
y todos los argumentos apuntan en sentido contrario, porque la prueba que
consiste en “demostrar que los actos de desobediencia civil [...] conducen a
[...] una propensión hacia el delito” no es que sea insuficiente sino
simplemente inexistente—. Aunque es cierto que los movimientos radicales, y
desde luego las revoluciones, atraen a los elementos delictivos, no sería
prudente ni correcto igualar ambos; los delincuentes son tan peligrosos para
los movimientos políticos como para la sociedad en conjunto. Además, mientras
que la desobediencia civil puede ser considerada como indicio de una
significativa pérdida de la autoridad de la ley (aunque difícilmente puede ser
estimada como su causa), la desobediencia criminal no es más que la
consecuencia inevitable de una desastrosa erosión del poder y de la competencia
de la policía. Parecen siniestras las propuestas de demostrar la existencia de
una “mente criminal” mediante “tests” de Rorschach o mediante agentes
informadores, pero tales propuestas también figuran entre las técnicas de evasión.
Una incesante corriente de complejas hipótesis sobre la mente —el más esquivo
de los dominios del hombre— del criminal ahoga el sólido hecho de que nadie es
capaz de capturar su cuerpo de la misma manera que la hipotética suposición
sobre las “latentes actitudes negativas” de los policías oculta su claro
expediente negativo acerca de la aclaración de delitos.
La desobediencia civil surge cuando un
significativo número de ciudadanos ha llegado a convencerse o bien de que ya no
funcionan los canales normales de cambio y de que sus quejas no serán oídas o
no darán lugar a acciones ulteriores, o bien, por el contrario, de que el
Gobierno está a punto de cambiar y se ha embarcado y persiste en modos de acción
cuya legalidad y constitucionalidad quedan abiertas a graves dudas. Los
ejemplos son numerosos: siete años de guerra no declarada en Vietnam; la
creciente influencia de los organismos secretos en los asuntos públicos; las
claras o escasamente veladas amenazas a las libertades garantizadas por la
Primera Enmienda; los intentos de privar al Senado de sus poderes
constitucionales, seguidos por la invasión de Camboya, ordenada por el
presidente con claro desdén por la Constitución que requiere explícit
amente la
aprobación del Congreso para el comienzo de una guerra, por no mencionar la aún
más ominosa referencia del vicepresidente a resistentes y disidentes a quienes
calificó “como ‘buitres’ [...] y ‘parásitos’ [a los que] podemos permitirnos
separar... de nuestra sociedad con no mayor pena que la que sentiríamos
arrojando de un tonel las manzanas podridas”. Referencia que desafía no solo a
las leyes de los Estados Unidos, sino, incluso, a todo orden legal.
En otras palabras, la desobediencia civil está
acompasada a cambios necesarios y deseables o a la deseable preservación o
restablecimiento del statu quo —la preservación de los derechos garantizados
por la Primera Enmienda o el restablecimiento del adecuado equilibrio de poder en
el Gobierno, comprometido por el Ejecutivo tanto como por el enorme crecimiento
del poder federal a expensas de los poderes de los estados—. En ninguno de los
casos puede equipararse la desobediencia civil con la desobediencia criminal.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Trotta, 2015, en traducción de Guillermo Solana Alonso, pp. 55-59. ISBN: 978-84-9879-614-8.]
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