Una carta de 1920
«Yo sé que el odio, como la ira, tiene su función en el desarrollo de la sociedad, porque el odio da fuerza y la ira produce movimiento. Hay injusticias y abusos antiguos y profundamente arraigados que sólo el torrente del odio y de la ira pueden arrancar y limpiar. Pero cuando el torrente disminuye y desaparece, queda espacio para la libertad, para crear una vida mejor. Los contemporáneos ven muy bien el odio y la cólera porque sufren por ellos, pero la posteridad no verá más que los frutos de la fuerza y del movimiento. Lo sé de sobra. Sin embargo, lo que he visto en Bosnia es otra cosa. Es odio, mas no como un momento en el curso del desarrollo social y parte inevitable de un proceso histórico, sino un odio que irrumpe como una fuerza independiente que halla en sí misma su propio fin. Un odio que enfrenta a un hombre contra otro y luego arroja a la miseria o a la infelicidad o pone bajo tierra a ambos contendientes; un odio que como un cáncer en el organismo consume y corroe todo a su alrededor para acabar pereciendo él mismo, porque un odio así, como una llamarada, no tiene forma constante ni vida propia; es simplemente un útil instrumento de destrucción o de autodestrucción, sólo existe como tal y sólo hasta que su misión de exterminio total se cumple.
Sí, Bosnia es tierra de odio. Esto es Bosnia. Y por un extraño contraste que quizá no es tan extraño y acaso un análisis atento lo explicara con facilidad, puede también decirse que hay pocos países en los que la fe es tan inquebrantable, la firmeza de carácter tan sublime, la ternura es tanta y tanto el ardor amoroso, tanta la profundidad de sentimientos, tanta la devoción y la lealtad inamovible, tanta la sed de justicia. Pero por debajo de todo eso se ocultan en cavidades opacas las tormentas del odio, huracanes enteros de odio intrincados y compactos que maduran y esperan su hora. Entre vuestros amores y vuestros odios la relación es igual que entre vuestras altas montañas y los estratos geológicos -mil veces más grandes y pesados- sobre los que ellas descansan. Así, estáis condenados a vivir en hondas capas de explosivos que de vez en cuando se encienden justo con las chispas de vuestros amores y de vuestra sensibilidad fogosa y cruel. Quizá vuestra mayor desgracia sea que no barruntáis cuánto odio hay en vuestros amores y arrebatos, tradiciones y devociones. Y de la misma manera que el suelo en el que vivimos, bajo la influencia de la humedad y del calor atmosféricos, se transfiere a nuestro cuerpo dotándolo de un aspecto y de un color, y determinando el carácter y el sentido de nuestro modo de vida y de nuestra conducta, así el odio violento, soterrado e invisible en el que vive el bosniaco se introduce imperceptible e indirectamente en todos sus actos, incluso en los mejores. Por todas partes del mundo los vicios generan odio porque consumen y no crean, destruyen en lugar de construir, pero en tierras como Bosnia las virtudes también hablan y actúan a menudo como odio. Aquí los ascetas no extraen amor de su ascetismo, sino contra los vividores; los sobrios odian a quienes beben y los borrachos detestan con todas sus fuerzas al mundo entero. Los que creen y aman odian mortalmente a los ateos o a los que practican otra religión y aman otras cosas. Y, por desgracia, con frecuencia la mayor parte de su fe y de su amor se consume en ese odio (alrededor de templos, monasterios y tekkes derviches puede encontrarse a los seres más oscuros y malvados). Los que oprimen y explotan a los más débiles económicamente introducen en ello el odio que hace esta explotación cien veces más pesada y repelente, y los que soportan esta injusticia sueñan con la justicia y la revancha, pero como una explosión vengativa que si se llevara a cabo según su idea debería ser tal que reduciría a añicos al oprimido y al odiado opresor. La mayoría de vosotros estáis acostumbrados a guardar la fuerza del odio para el que tenéis más cerca. Las cosas que amáis y que os son sagradas suelen estar a más de trescientas leguas y los objetos de vuestro odio y aversión están aquí al lado, en la misma ciudad, a menudo detrás del muro de vuestro patio. De manera que vuestro amor no exige mucho esfuerzo, mientras que el odio pasa deprisa a la acción. También queréis a vuestra tierra natal con pasión, pero de tres o cuatro formas que se excluyen entre sí, se odian a muerte y con frecuencia colisionan.
En un cuento de Maupassant hay una descripción dionisíaca de la primavera que termina diciendo que por días como ése habría que pegar carteles por todas las esquinas con la siguiente frase: "¡Ciudadano francés, es primavera, cuídate del amor!" Quizá en Bosnia habría que advertir al hombre de que a cada paso, en cada pensamiento y en cada sentimiento, incluso en el más elevado, se cuide del odio, innato, inconsciente, un odio endémico. Porque en esta tierra atrasada y pobre, en el que viven apiñadas cuatro religiones, debería haber cuatro veces más amor, comprensión mutua y tolerancia que en otros países. Y en Bosnia, por el contrario, la incomprensión que a veces se transforma en odio abierto es casi la característica general de los habitantes. Entre las diferentes religiones, el abismo es tan profundo que sólo el odio logra salvarlo en ocasiones. Sé que a esto se puede contestar, y con bastante razón, que en este sentido, no obstante, se advierte cierto progreso, que las ideas del siglo XIX se han abierto camino aquí también, y que ahora, después de la liberación y de la unificación, todo va a ir mejor y más deprisa. Pero me temo que no es exactamente así. (Durante unos cuantos meses me parece que he visto bien las relaciones entre las personas de diferentes religiones y nacionalidades en Sarajevo). Se publicará y se dirá por todas partes: "Amo a mi hermano, sea de la religión que sea" o "No se pregunta cómo se santigua uno sino qué sangre le calienta el pecho", "Respeta a los otros y enorgullécete de ti mismo", "La verdadera unidad nacional no conoce las diferencias religiosas ni tribales". Pero en los círculos burgueses bosniacos desde siempre ha abundado la falsa cortesía y el engañarse a uno mismo y a otros sabiamente con palabras rimbombantes y ceremonial vacío. Esto oculta más o menos el odio, pero no lo elimina y no impide que aumente. Me temo que bajo el pretexto de todas las máximas contemporáneas puede que se incuben en esos círculos viejos instintos y planes cainitas que persistirán hasta que se modifiquen por completo las bases de la vida material y espiritual de Bosnia. ¿Cuándo llegará ese tiempo y quién tendrá fuerzas para llevarlo a cabo? Vendrá, sí, estoy seguro, pero lo que he visto en Bosnia no indica que se vaya ahora por ese camino. Al contrario.
[…] Quien pasa la noche en Sarajevo despierto en la cama puede oír las voces de la noche sarajevita. El reloj, pesado y seguro, de la catedral católica da las horas, las dos de la madrugada. Transcurre más de un minuto (exactamente setenta y cinco segundos, los conté) y suena, con un timbre más débil pero penetrante, el reloj de la iglesia ortodoxa, él también da sus dos horas después de medianoche. Un poco más tarde, con su voz ronca y distante, la torre del reloj de la mezquita del Bey marca las once, las espectrales once turcas, según un extraño cálculo de lejanos países en la otra punta del mundo. Los judíos no tiene reloj, pero sólo Dios sabe qué hora es para ellos, según calculen a la manera sefardí o a la manera askenazí. Así, de noche, mientras todo duerme, en el discurrir de las horas vacías de ese tiempo sordo, vela la diferencia que divide a los hombres dormidos, que despiertos se alegran y se apenan, se atiborran o ayunan siguiendo cuatro calendarios distintos e irreconciliables, y todos elevan sus deseos y ruegos al cielo en cuatro lenguas litúrgicas distintas. Y esta diferencia, a veces de manera evidente y abierta, a veces invisible y solapada, es siempre parecida al odio, a menudo se identifica con él.
Habría que estudiar y combatir este odio específico bosniaco como si fuera una enfermedad perniciosa y profundamente arraigada. Creo que los científicos extranjeros vendrían a Bosnia a estudiar el odio, como estudian la lepra, si el odio se reconociera, se separara y se clasificara como objeto de estudio igual que la lepra.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2008, en traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pistelek, pp. 48-52. ISBN: 978-84-96834-62-0.]
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