Pic-Nic
«Sra.
Tepán: Esto es lo agradable de salir los domingos al campo. Siempre se
encuentra gente simpática. (Pausa.) Y
usted, ¿por qué es enemigo?
Zepo: No sé de estas cosas. Yo tengo muy poca
cultura.
Sra.
Tepán: ¿Eso es de nacimiento, o se hizo usted enemigo más tarde?
Zepo:
No sé. Ya le digo que no sé.
Sra.
Tepán: Entonces, ¿cómo ha venido a la guerra?
Zepo:
Yo estaba un día en mi casa arreglando una plancha eléctrica de mi madre cuando
vino un señor y me dijo: “¿Es usted Zepo? –Sí. Pues me han dicho que tienes que
ir a la guerra”. Y yo entonces le pregunté: “Pero, ¿a qué guerra?” Y él me
dijo: “Qué bruto eres, ¿es que no lees los periódicos?” Yo le dije que sí, pero
no lo de las guerras…
Zapo:
Igualito, igualito me pasó a mí.
Sr.
Tepán: Sí, igualmente te vinieron a ti a buscar.
Sra.
Tepán: No, no era igual, aquel día tú no estabas arreglando una plancha
eléctrica, sino una avería del coche.
Sr.
Tepán: Digo en lo otro. (A Zepo.)
Continúe. ¿Y qué pasó luego?
Zepo:
Le dije que además tenía novia y que si no iba conmigo al cine los domingos lo
iba a pasar muy aburrido. Me respondió que eso de la novia no tenía
importancia.
Zapo:
Igualito, igualito que a mí.
Zepo: Luego bajó mi padre y dijo que yo no podía ir
a la guerra porque no tenía caballo.
Zapo:
Igualito dijo mi padre.
Zepo:
Pero el señor dijo que no hacía falta caballo y yo le pregunté si podía llevar
a mi novia y me dijo que no. Entonces le pregunté si podía llevar a mi tía para
que me hiciera natillas los jueves, que me gustan mucho.
Sra. Tepán: (Dándose
cuenta de que ha olvidado algo.) ¡Ay, las natillas!
Zepo: Y me volvió a decir que no.
Zapo:
Igualito me pasó a mí.
Zepo:
Y, desde entonces, casi siempre solo en esta trinchera.
Sra.
Tepán: Yo creo que ya que el señor prisionero y tú os encontráis tan cerca
y tan aburridos, podríais reuniros todas las noches para jugar juntos.
Zapo:
Ay, no, mamá. Es un enemigo.
Sr.
Tepán: Nada, hombre, no tengas miedo.
Zapo:
Es que si supieras lo que el general nos ha contado de los enemigos.
Sra. Tepán: ¿Qué ha dicho el general?
Zapo:
Pues nos ha dicho que los enemigos son muy malos, muy malos, muy malos. Dice
que cuando cogen prisioneros les ponen chinitas en los zapatos para que cuando
anden se hagan daño.
Sra.
Tepán: ¡Qué barbaridad! ¡Qué malísimos son!
Sr.
Tepán: (A Zepo, indignado.) ¿Y no
le da a usted vergüenza pertenecer a ese ejército de criminales?
Zepo:
Yo no he hecho nada. Yo no me meto con nadie.
Sra.
Tepán: Con esa carita de buena persona, quería engañarnos.
Sr.
Tepán: Hemos hecho mal en desatarlo, a lo mejor, si nos descuidamos, nos
mete unas chinitas en los zapatos.
Zepo:
No se pongan conmigo así.
Sr.
Tepán: ¿Y cómo quiere que nos pongamos? Esto me indigna. Ya sé lo que voy a
hacer: voy a ir al capitán y le voy a pedir que me deje entrar en la guerra.
Zapo: No te van a dejar. Eres demasiado viejo.
Sr.
Tepán: Pues entonces me compraré un caballo y una espada y vendré a hacer
la guerra por mi cuenta.
Sra.
Tepán: Muy bien. De ser hombre, yo haría lo mismo.
Zepo:
Señora, no se ponga así conmigo. Además le diré que a nosotros nuestro general
nos ha dicho lo mismo de ustedes.
Sra.
Tepán: ¿Cómo se ha atrevido a mentir de esa forma?
Zapo: Pero, ¿todo igual?
Zepo:
Exactamente igual.
Sr.
Tepán: ¿No sería el mismo el que os habló a los dos?
Sra.
Tepán: Pero si es el mismo, por lo menos podría cambiar de discurso.
También tiene poca gracia eso de que a todo el mundo le diga las mismas cosas.
Sr.
Tepán: (A Zepo, cambiando de tono.)
¿Quiere otro vasito?
Sra.
Tepán: Espero que nuestro almuerzo le haya gustado…
Sr. Tepán: Por lo menos ha estado mejor que el del
domingo pasado
Zepo:
¿Qué les pasó?
Sr.
Tepán: Pues que salimos al campo, colocamos la comida encima de la manta y
en cuanto nos dimos la vuelta llegó una vaca y se comió toda la merienda. Hasta
las servilletas.
Zepo:
¡Vaya una vaca sinvergüenza!
Sr.
Tepán: Sí, pero luego, para desquitarnos, nos comimos la vaca. (Ríen.)
Zapo:
(A Zepo.) Pues, desde luego se
quitarían el hambre…
Sr. Tepán: ¡Salud! (Beben.)
Sra.
Tepán: (A Zepo.) Y en la
trinchera, ¿qué hace usted para distraerse?
Zepo:
Yo, para distraerme, lo que hago es pasarme el tiempo haciendo flores de trapo.
Me aburro mucho.
Sra.
Tepán: ¿Y qué hace usted con las flores?
Zepo:
Antes se las enviaba a mi novia. Pero un día me dijo que ya había llenado el
invernadero y la bodega de flores de trapo y que si no me molestaba que le
enviara otra cosa, que ya no sabía qué hacer con tanta flor.
Sra.
Tepán: ¿Y qué hizo usted?
Zepo: Intenté aprender a hacer otra cosa, pero no
pude. Así que seguí haciendo flores de trapo para pasar el rato.
Sra.
Tepán: ¿Y las tira?
Zepo:
No. Ahora les he encontrado una buena utilidad: doy una flor para cada
compañero que muere. Así ya sé que por muchas que haga, nunca daré abasto.
Sr.
Tepán: Pues ha encontrado una buena solución.
Zepo:
(Tímido.) Sí.
Zapo: Pues yo me distraigo haciendo jerseys.
Sra.
Tepán: Pero, oiga, ¿es que todos los soldados se aburren tanto como usted?
Zepo:
Eso depende de lo que hagan para divertirse.
Zapo:
En mi lado ocurre lo mismo.
Sr.
Tepán: Pues entonces podemos hacer una cosa: parar la guerra.
Zepo:
¿Cómo?
Sr.
Tepán: Pues muy sencillo. Tú le dices a todos los soldados de nuestro
ejército que los soldados enemigos no quieren hacer la guerra, y usted le dice
lo mismo a sus amigos. Y cada uno se vuelve a su casa.
Zapo:
¡Formidable!
Sra.
Tepán: Y así podrá usted terminar de arreglar la plancha eléctrica.
Zapo:
¿Cómo no se nos habrá ocurrido antes una idea tan buena para terminar con este
lío de la guerra?
Sra.
Tepán: Estas ideas sólo las puede tener tu padre. No olvides que es
universitario y filatélico.
Zepo:
Oiga, pero si paramos así la guerra, ¿qué va a pasar con los generales y los
cabos?
Sra.
Tepán: Les daremos unas panoplias para que se queden tranquilos.
Zepo:
Muy buena idea.
Sr.
Tepán: ¿Veis qué fácil? Ya está todo arreglado.
Zepo:
Tendremos un éxito formidable.
Zapo:
Qué contentos se van a poner mis amigos.
Sra.
Tepán: ¿Qué os parece si para celebrarlo bailamos el pasodoble de antes?
Zepo:
Muy bien.
Zapo:
Sí, pon el disco, mamá.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones
Cátedra (Grupo Anaya), 2005, en edición de Ángel Berenguer, pp.
151-162. ISBN:
84-376-0100-2]
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