Libro primero: El verde mar de las tinieblas
7.-Por el amor de Dios, dadnos un par de esclavas
«Todavía no era frecuente la crítica de la
esclavitud y de la trata, en aquellos días. A fin de cuentas, la antigüedad
seguía estando de moda. Migue! Ángel diseñaba un monumental «esclavo moribundo»
(al parecer un eslavo), que ahora está en el Louvre, pero era evidente que le
preocupaba menos la esclavitud que la mortalidad. Sir Tomás Moro había previsto
la esclavitud, en su Utopía de 1516, pues la consideraba “un estado
apropiado de la vida para cualquier prisionero de guerra, criminal y también
para los pobres de otro país que se afanaran en trabajar”. Erasmo, amigo de
Moro, no dijo nada sobre el tema y tampoco lo hizo Maquiavelo. ¿Cómo podía ser
de otro modo? El culto y prudente papa León X, el más grande de los príncipes
de la Iglesia del Renacimiento, señaló, ciertamente, respecto a la esclavitud de
los indios, que “no sólo la religión cristiana sino la propia naturaleza claman
contra el estado de esclavitud”. Pero León X no se refería a los africanos, y
debía de haber en e! Vaticano, para entonces, cuando menos uno o dos esclavos
de la costa de Guinea.
Todavía más explícitamente interesado por los
indios estaba el papa Pablo III (Alessandro Farnese), influido por otro fraile
dominico dedicado a cuestiones humanitarias, fray Bernardino de Minaya. Pablo,
en una carta a Juan de Tavera, arzobispo de Toledo, prohibía a los
conquistadores del Nuevo Mundo que redujeran a esclavitud a los indios, y
luego, en la bula Veritas Ipsa, proclamó la abolición completa de la
esclavitud, afirmando con firmeza que todos los esclavos tenían el derecho de
emanciparse a sí mismos; a los indios no se les debía privar ni de su libertad
ni de su propiedad, ni siquiera si seguían siendo paganos. El castigo por no
hacer caso de estas prohibiciones era la excomunión.
Esta declaración inquietó al emperador Carlos
V, pues le parecía que el papa quería ejercer su autoridad en la esfera
temporal. Pero era obvio que Pablo pensaba en los indios del Nuevo Mundo y no
en los negros. De hecho, su siguiente bula, Sublimis Deus, de 1537,
muestra que insistía meramente en que “los indios son verdaderos hombres”, aunque
hiciera la concesión, peligrosa para los dueños de esclavos, de que “todos son capaces
de recibir las doctrinas de la fe».
En el siglo XVI no se escribió ningún estudio
serio sobre la esclavitud en la antigüedad. El primero parece ser el de Lorenzo
Pignoria, de Padua, que en 1613 publicó De Servis et Eorum Apud Veteres Ministeriis,
referente a la vida urbana de los esclavos romanos, obra “no superada por
su alcance hasta finales del siglo XIX»; pero no intentó sacar ninguna lección
moral para su época. Pignoria, sin duda, habría estado de acuerdo, con su
contemporáneo Giles de Roma cuando éste recordaba en 1607 que Aristóteles había
“demostrado” que algunas personas son “esclavas por naturaleza, y que es
apropiado que tales personas se encuentren sujetas a otras”, punto de vista que
encontraba una aceptación general.
El «olvido» de la dimensión africana de la esclavitud
no se limitaba a la Iglesia de Roma. Cuando en 1525 algunos siervos de Suabia pidieron
su emancipación, argumentando que Cristo había muerto para libertar a los
hombres, Lutero se alarmó, pues no creía que el reino terrenal pudiera
sobrevivir a menos que algunos hombres fueran libres y otros fueran esclavos.
Con todo, a mediados del siglo XVI algunos
escritores portugueses y españoles expresaron cierta inquietud. Los
portugueses, que eran los mayores comerciantes de esclavos, trataron incluso de
fijar las condiciones en que debían transportarse los esclavos. En 1513, un decreto
limitaba el número de esclavos que podían transportarse en un buque,
(haciéndose eco de una antigua ley genovesa). En 1519, otro decreto trató de
fijar las condiciones en el breve viaje entre África y Santo Tomé, e insistió
en que los capitanes mantuvieran huertos, en este último lugar, para alimentar
adecuadamente a los esclavos antes de llevarlos a América; en consecuencia, los
mejores esclavos debían retenerse para que trabajaran dichos huertos y
cultivaran las provisiones para el futuro.
Hasta la Corona española intervino en favor de
un mejor trato a los esclavos; en 1541, Carlos V exigió que se sujetara a los
esclavos a una hora diaria de instrucción en los preceptos cristianos, y ordenó
que no trabajaran los domingos ni fiestas de guardar, reglas que resultan sorprendentes,
aunque se observaran raramente.
La famosa disputa de Valladolid, en 1550,
entre Bartolomé de Las Casas, apóstol de las Indias, y el humanista Ginés de
Sepúlveda, sobre el tema de cómo podía predicarse y promulgarse la fe católica
en el Nuevo Mundo, fue juzgada por una comisión de quince notables. Entre ellos
figuraba el teólogo dominico fray Domingo de Solo, de Segovia, el más
distinguido de los discípulos del recién fallecido jurista Francisco de
Vitoria, con el que vivió largos años en el monasterio dominico de Salamanca.
Profesor en Segovia v en Salamanca, Soto sirvió a la Corona en el Concilio de Trento
y se le considera, junto con Vitoria, como el creador del derecho internacional.
Era también confesor de Carlos V. Se le pidió que hiciera un resumen del debate
de Valladolid y en su documento apoyó a Las Casas. Pero, como de costumbre, no
hubo ninguna discusión sobre los negros africanos.
Unos años después, sin embargo, en 1556, Soto
publicó sus diez Libros De Justicia et de Jure, en los cuales argüía que
era injusto mantener en la esclavitud a quien ha nacido libre o que ha sido
capturado con fraude o violencia, incluso si ha sido comprado legalmente en un
mercado debidamente constituido. Al hablar de esto, Soto debió de pensar en los
esclavos negros y moros, de los que sin duda había algunos en Salamanca.
En el siglo XVII, el viajero Bartolomé Jory
observa en Valladolid “la presencia de muchos esclavos negros”. Las ideas
de Soto fueron muy influyentes, andando el tiempo. Dedicó su obra al heredero
del trono español. Pero, de momento, sus palabras sobre la esclavitud, escritas
claramente en la más prestigiosa de las universidades españolas, apenas si
provocaron alguna reacción. Uno que, sin embargo, las escuchó fue Alonso de
Montúfar, un dominico arzobispo de México, que en 1560 escribió al rey Felipe
II que no conocía ninguna causa justa por la cual los negros tuvieran que estar
cautivos, no más que los indios, pues se decía que recibían el Evangelio con
buena voluntad y no hacían la guerra a cristianos. No parece que el rey Felipe
le contestara. Poco antes, cuando era todavía príncipe y no rey, había pedido a
una comisión formada por un dominico, un cisterciense y dos franciscanos, qué
beneficios podían conseguirse concediendo a un banquero, Hernando Ochoa,
licencia para llevar veintitrés mil esclavos a América, a ocho ducados cada uno.
La discusión no abordó el tema de si era legal o ilegal tratar a los africanos
de este modo, sino el de si un contrato tan voluminoso perjudicaría a otros
mercaderes.
Por la misma época, un capitán portugués y
escritor militar, Fernao de Oliveira, también criticó la trata, en su Arte
da Guerra da Mar. Su crítica constituye una anticipación del movimiento
abolicionista, y hay que darle crédito por esta posición tan avanzada a su
tiempo. Señalaba que los monarcas africanos que vendían esclavos a los europeos
solían obtenerlos mediante el robo o librando guerras injustas, y ninguna
guerra librada con el fin específico de capturar gentes y destinarlas a la
trata podía ser justa. Oliveira denunció a sus paisanos por haber inventado un “comercio
tan malvado” como el de “comprar y vender pacíficos hombres libres como se
compran y venden animales”, como si fueran, los tratantes, “matarifes de un
matadero”.
La obra de Oliveira se publicó en 1555 en
Coimbra, ciudad donde, unos años después, en 1560, un dominico español, Martín
de Ledesma, escribió en sus Commentaria que todos cuantos eran dueños de
esclavos obtenidos mediante engaño por los tratantes portugueses (los lançados,
por ejemplo) deberían dejarlos libres inmediatamente, so pena de condenarse por la eternidad.
Señaló también que los
comentarios de
Aristóteles acerca de hombres salvajes que vivían sin orden no podían
considerarse, ni por asomo, aplicables a los africanos, muchos de los cuales
vivían bajo monarquías normales.
Estos argumentos no quedaron enteramente sin
consecuencias en Portugal. La Corona trató de convencer a los tratantes para
que no compraran esclavos capturados, pero la mayoría de las veces la
distinción entre captura y guerra era difusa, y los tratantes continuaron sosteniendo
que al comprar esclavos servían el interés superior de la humanidad.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1998, en traducción de Victor Alba y C. Boune, pp. 123-125. ISBN: 84-08-02739-5.]
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