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«Apareció colgado del tilo del patio de la escuela, tres semanas antes de empezar el nuevo curso. La mancha de orina y heces se extendía todavía por los pantalones cuando, una hora después de que los perros vagabundos intentaran morderle las canillas y sus partes, alguien tuvo el valor de subir a la rama más baja del árbol y cortar el alambre que estaba cuidadosamente enrollado.
Lo tenía todo preparado desde el día anterior: terminó la carta después de pasar por la tienda al atardecer y comprar dos metros de alambre del mismo rollo que el ingeniero había recomendado para alambrar las viñas nuevas de la Quinta da Moura Morta y de la Casa do Seixo; esperó sentado en el suelo, junto a la ceniza fría de la chimenea, a que cantara el primer gallo. Después salió de su casa, entumecido por la desesperación y el sueño, y cogió el camino más largo hasta el patio de la escuela. A la altura de la iglesia, se arrodilló delante de la puerta y sacó del bolsillo un rosario. Después de rezar, lo colgó del tirador.
Cuando el padre Abraao fue a darle la noticia a su mujer unos minutos antes de subir a la torre de la iglesia y tocar la campana para anunciar su muerte, ella ya se había vestido de luto. Deambulaba por la casa de la cocina al dormitorio con una estampita de la santa entre las manos y enjugándose las pocas lágrimas que tenía con un paño fino de cambray. Así que cuando el padre entró, colorado por el esfuerzo de la caminata y con las botas sin atar, ella en seguida se dio cuenta de que venía a confirmar el presentimiento que tuviera una hora antes.
-Lo sé, padre -dijo-, oí llegar a los buitres y en ese momento me di cuenta de que él no estaba. Pero no tenía fuerzas para salir de casa.
Había llegado tarde a cenar. La mujer lo había esperado sentada ya a la mesa, delante del pote de caldo y de las rebanadas de pan, intentado oír aquella tos perenne y el ruido de los clavos en el empedrado de la calle. Lo había visto entrar al anochecer en la bodega donde guardaba los barriles de vino y los cántaros de aceite para todo el año; llevaba un rollo de alambre y el cuaderno de ejercicios de caligrafía, donde apuntaba cosas a lápiz desde hacía unos días. No sabía que mientras lo estaba esperando, él escribía la carta que nunca podría olvidar. Cuando él entró en la casa con la cabeza baja y los ojos con un brillo acuoso, no respondió a ninguna de las preguntas de la mujer, y simplemente le anunció que no cenaría ni esa noche ni las próximas.
-Pues comerás con más ganas al mediodía y en la merienda -le replicó enfadada y con ironía-, ¡si eso es lo que quieres! Hágase tu voluntad y no la mía. Yo voy a acostarme.
La cena se quedó intacta en el centro de la mesa. Él se sentó en el suelo, con los pies apoyados en las trébedes de hierro sobre las que solía estar el cazo con el almuerzo de la mañana siguiente medio hecho. Lloró un rato con la mirada fija en los ganchos negros de la chimenea, donde después de la matanza colgaba los chorizos con un hilo hasta que toda la grasa goteaba sobre el fuego. Las manos y la espalda y la cara sudaban gotas que resbalaban frías por la piel. Aún faltaban unas horas para que cantara el gallo, un poco antes de la primera misa. Ya no tenía nada que hacer, sólo esperar el momento. Sabía que al día siguiente después de su muerte, tal vez ya en el cementerio, cuando le echaran encima los terrones de cal o le colocaran un ramo de flores y hierba sobre la tumba, muchos le llamarían débil. Se levantó del suelo y se puso a andar por la cocina con la lamparita de aceite iluminando la palidez de su cara. Se acercó a la puerta de la calle y pudo oír todavía voces en las casas de enfrente: tres o cuatro mujeres espadillaban el lino y otras tejían medias para el invierno que se acercaba. "Por la mañana, a esta misma hora", pensó, "no hablarán más que de mi cara hinchada y roja, del alambre que casi me separó la cabeza del cuerpo y de la erección que casi todos los ahorcados tienen debajo de los pantalones manchados. ¡Putas de mierda!"
La mujer se despertó con un pesado batir de alas sobre las tejas. Había dormido toda la noche. Al abrir los ojos, por los huecos de las tablas del tejado vio la primera claridad del día. Le asustó el rumor de los pájaros y después la ausencia del marido: su lado de la cama no estaba deshecho. Entonces se dio cuenta de que los buitres habían vuelto a Vilarinho dos Loivos y de que, como siempre, estarían volando en círculo sobre el cuerpo de algún muerto, a la espera. Siguió acostada. Cuando decidió levantarse, casi un cuarto de hora después de que la campana tocara a misa de seis y media, ya sabía que aquellos pájaros habían vuelto por la muerte de su marido. Llegó a terminar de leer el cuaderno lleno de manchas de aceite y cera que había encontrado en el suelo, al lado de la cama. Después quemó en la chimenea, una a una, todas las páginas escritas, antes de vestirse de luto y preparar el catafalco y los candelabros para el velatorio.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, 1999, en traducción de Silvia Bardelás. ISBN: 84-7844-440-8.]
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