martes, 19 de enero de 2021

Elogio de la infelicidad.- Emilio Lledó (1927)

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VII.- Ideología del hombrelobo

  «Hay un tópico, un lugar común, donde se asienta la implacable y abotargada razón de las sinrazones. De este lugar inconfortable ha surgido una tesis que dice algo así como que la vida humana es una eterna lucha de todos contra todos. La expresión más agreste de tan desapacible y feroz situación es la tristemente famosa frasecita de que “el hombre es un lobo, no un hombre para el hombre”, tal como lo formuló Plauto (Asinaria, 495), en un contexto hasta cierto punto inocente, y en la que creen, a pies juntillas, todos los hombrelobos, especialmente aquellos que suelen revestirse con piel de cordero, famoso tópico también, pero éste muy expresivo y certero de la hipocresía sanguinaria.
 Es triste que toda esa zoología de la agresividad con la que los hombres hemos bautizado y animalizado nuestras propias pasiones, la hayamos ejemplificado, injustamente, con otros vivientes irracionales enganchados en la fuerza asombrosa de sus instintos. Es verdad que los seres humanos somos, fundamentalmente, animales y que, por suerte para nuestra existencia, tenemos también, como sustento, esos indicadores certeros de los instintos. Pero hace siglos que empezamos a despegarnos de ellos, a completarlos, sobre todo desde que se fue descubriendo, como característica esencial, que somos animales y de una extraña forma de animalidad: hablamos. El hablar nos separa ya de aquellos vecinos nuestros, en la escala de la naturaleza, que expresaban, aunque no con palabras, el dolor y el placer. Pero el hombre podía hacer algo más que esa pura y concreta manifestación del sentir. El aire semántico que emiten nuestros labios enlaza con unas abstracciones que nos ponen en contacto con un universo de conceptos inventados por ese animal que habla y que, probablemente al inventarlos, los necesitaba.
 Ese universo ideal está formado por palabras como justicia e injusticia, como bien y mal, como verdad y falsedad. El poder comunicar estos términos y otros semejantes, hablar de ellos, el poder dialogarlos, delimita un espacio teórico imprescindible para la vida humana, para la comunidad y la ciudad que bajo su sombra se desarrolla. El lenguaje del bien y la justicia inspiró, a su vez, como expresión suprema de esa comunicación e inteligencia la creación de la política (Aristóteles, Política, 1233a).
 Es cierto que la larga historia posterior a ese invento de la organización del bien y la concordia ha sufrido recientes deterioros, y se ha dislocado desde distintos rincones de la dominación y la fuerza. El supuesto pragmatismo político ha reinado desde esa pesimista concepción de la maldad, de la violencia y el egoísmo, para justificar, en principio, la opresión y el dominio de unos grupos sociales que predicaban la necesidad de esa violencia, porque son precisamente ellos los que están más preparados para ejercerla en su propio provecho. Efectivamente, si el hombre es un lobo del hombre, la política acabaría pregonando, como el más inequívoco sustento, el principio de la dentellada.
 Junto al horizonte de lucha y agresión que, al parecer, estaba enraizado en la naturaleza, y por tanto en la humana, surge en la vida política la palabra paz. Sorprende que en el primer testimonio literario de nuestra cultura, en la feroz Ilíada, se hable de la “boca inmensa de la amarga guerra” (X, 8). Ese sentimiento de amargura, del inevitable mal de la muerte que los hombres se causan unos a otros, hace exclamar al terrible Aquiles: “Ojalá pereciera la discordia para los dioses y los hombres y con ella la ira, que encruelece hasta al hombre sensato cuando más dulce que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo” (XVIII, 107-110).
 El paisaje bélico que acoge los hechos humanos tenía, sin embargo, que convertirlos en hazañas, para sublimar, con ello, la crueldad y la sinrazón. Los hombres, protagonistas de esas historias de violencia, entraban en un espacio idealizado de sucesos admirables y ejemplares, donde las palabras, reflejadas en el espejo de la literatura y de la mente, limpiaban el horror y la repugnancia de la destrucción real, de la herida que sangra en la carne, del olor de la muerte, de la ardiente miseria que humilla los cuerpos bajo el sol y la lluvia, entre los latidos del tiempo hecho dolor.
 Es verdad que la guerra real acosó, sin cesar, a los griegos, y precisamente en sus momentos de más originalidad y creatividad; en aquellos en que Tucídides escribía su Historia, Fidias esculpía los frisos del Partenón, y los coros de Esquilo o de Sófocles encendían los atardeceres de Atenas. Es verdad también que el espanto de la violencia levantó, en los mejores ciudadanos, esa melancolía que, en un momento supremo de pesimismo, hizo exclamar al poeta que “lo mejor para el hombre era no haber nacido”. Melancolía, desesperación o justificación de la violencia, dibujaron grandes dominios teóricos que, hasta nuestros días, se han ido alternando en la historia, y en la filosofía que sobre ella se construye, como marco en el que situar el implacable imperio del terror.
 Hay un texto impresionante, en las Leyes de Platón, que aborda con extrema radicalidad estos hechos: “Lo que la mayoría de los hombres llaman paz, no es más que un nombre, porque de hecho hay una guerra continua y no declarada de cada ciudad contra todas las demás…; y de una aldea contra otra, y dentro de esa aldea, de una casa contra otra, y hasta de un hombre contra otro…; porque todos los hombres son, pública o privadamente, enemigos de todos los demás, y cada uno es también enemigo de sí mismo” (626 a-d). Clinias, el interlocutor cretense que manifiesta tan desalentador programa, encuentra en el anciano ateniense que junto a Megilo, el lacedemonio, camina por las afueras de Cnosos, un hábil y esperanzado intérprete de esas terribles palabras. El punto central que va a permitir al ateniense oponerse a la teoría de la paz imposible es ese final, literariamente tan hermoso, donde Clinias describe la terrible paradoja de la insuperable enemistad: somos combatientes en el mínimo campo de batalla de nuestro propio e individual ser. Somos, al par, victoria y derrota, amistad y enemistad, riqueza y miseria. Estamos, pues, sumergidos en la discordia como personajes partidos por una implacable contienda arrastrada a lo largo de la existencia.
 El hecho de tan singular encuentro debe explicarse por las tensiones que habitan en el fondo de cada ser individual. Esas tensiones surgen desde el centro vital donde yacen nuestros instintos y de donde arranca nuestra urgencia y necesidad de persistir. La famosa frase de Spinoza “el ser quiere siempre permanecer en su ser”, es la expresión metafísica de ese originario deseo de la vida.
 Este principio natural de la supervivencia nos empuja, tal vez, a esas múltiples variaciones de la agresión, cuando presentimos una amenaza que puede poner en peligro nuestra existencia. El miedo a perder el ser nos transforma y, en buena parte, nos envilece y derrota. No es extraño, pues, que quienes pretenden mantenernos aterrorizados, para que el miedo nos mueva incesantemente a la violencia, no sólo busquen, paradójicamente, domesticarnos con la doctrina del hombrelobo sino que, al someternos a continuas atemorizaciones, al meternos miedos en el cuerpo, están cultivando, taimadamente, nuestra última e innata ferocidad e irracionalidad.
 La genial teoría de los reflejos condicionados que Pavlov ideó a principios del pasado siglo nos avisa, entre otras enseñanzas, de la peligrosa posibilidad de ser domesticados por las más siniestras ideologías y las más tenebrosas creencias. Pero frente a la triste falsificación de reflejos condicionados por inhumanos y mortíferos condicionadores, ya en la misma cultura griega se entreabre, poco a poco, una puerta que nos hace vislumbrar un mundo distinto del de la alienación y la destrucción.       
Resultado de imagen de elogio de la infelicidad La palabra que se oponía a todas esas perspectivas de la bestialidad fue la palabra paideía, educación. Una educación que tenía que darse, fundamentalmente, en el comienzo de cada vida personal. Es en ese periodo de la existencia donde han actuado quienes pretenden ofuscarnos la mirada. La domesticación en la necedad es, sin duda, la agresión más funesta que se ejerce contra la vida. La educación de una mirada no entorpecida con los grupos de la imbecilidad es, por el contrario, la única posibilidad de que, partiendo de la inteligencia y la justicia (Leyes, 644-a), pueda irse alumbrando el dominio de la solidaridad y la paz.  
  Es cierto que si miramos en nuestro entorno, esa posibilidad de paz se nos aparece como una lejanísima e inalcanzable utopía. Y es cierto, también, que la inseguridad y la miseria del mundo provienen de enfermedades crónicas causadas por la más radical desigualdad. Proponer, en el actual estado de la historia, que soñemos el ideal de la paz puede sonar a jaculatoria piadosa para enjugar la mala conciencia que, en el mejor de los casos, nos atormenta al tener que convivir, distraídos e impotentes, con el horror.
 Aunque cueste muchos años, tal vez siglos, hay que seguir alumbrando, iluminando, ese ideal. La búsqueda de la paz no puede jamás extinguirse. Serán, por supuesto, la justicia y la educación sus más agudos acicates. Una justicia que, por muy lejano que esté su advenimiento, tendrá que iniciarse en algo tan elemental como la democratización del cuerpo, que no es otra cosa que la liberación de la miseria, del hambre, que deteriora toda posibilidad de vivir y de crear. Una educación que no se deje ya inocular por todos los fantasmas de la necedad y el fanatismo y que se levante sobre la libertad y la racionalidad.
 Si los distintos poderes siguen refiriéndose a derechos humanos, a valores morales, a bienes comunes, es que, al menos en su vocabulario, no se ha borrado el único bien que realmente nos universaliza y nos justifica: la paz.
 Cuesta trabajo armonizar con esos, digamos, ideales políticos, la ideología del hombrelobo. Este programa de la ferocidad no casa bien con ese otro sermón de los derechos humanos, con esas prédicas satinadas de oscura moral. El hecho de que tales palabras se pronuncien, y que aún tengan una cierta aceptación, quiere decir que, al menos, se nos engaña, todavía con el discurso de la verdad, aunque sean la doblez y la falsedad quienes lo pronuncien. Lo realmente descorazonador podría ser el día en que ya no se enmascaren con discursos “bellos” sino que se afirme, tajantemente, que el único imperio real es el de la violación y la corrupción.  
 Aunque sea muy lento, muy largo, nada podrá enfrentarse a esa muerte de lo humano, a esa total destrucción de la existencia y la cultura, más que la educación en la paz. Ni siquiera los hombrelobos podrían evitar el morderse a sí mismos, el devorarse en su propia dentellada.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Cuatro Ediciones, 2005, pp. 139-145. ISBN: 84-934176-0-2.]
 

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