VII.- Ideología del hombrelobo
«Hay un tópico, un lugar común, donde se
asienta la implacable y abotargada razón de las sinrazones. De este lugar
inconfortable ha surgido una tesis que dice algo así como que la vida humana es
una eterna lucha de todos contra todos. La expresión más agreste de tan
desapacible y feroz situación es la tristemente famosa frasecita de que “el
hombre es un lobo, no un hombre para el hombre”, tal como lo formuló Plauto (Asinaria, 495), en un contexto hasta
cierto punto inocente, y en la que creen, a pies juntillas, todos los hombrelobos, especialmente aquellos que
suelen revestirse con piel de cordero, famoso tópico también, pero éste muy
expresivo y certero de la hipocresía sanguinaria.
Es triste que toda esa zoología de la
agresividad con la que los hombres hemos bautizado y animalizado nuestras
propias pasiones, la hayamos ejemplificado, injustamente, con otros vivientes
irracionales enganchados en la fuerza asombrosa de sus instintos. Es verdad que
los seres humanos somos, fundamentalmente, animales y que, por suerte para
nuestra existencia, tenemos también, como sustento, esos indicadores certeros
de los instintos. Pero hace siglos que empezamos a despegarnos de ellos, a
completarlos, sobre todo desde que se fue descubriendo, como característica
esencial, que somos animales y de una extraña forma de animalidad: hablamos. El
hablar nos separa ya de aquellos vecinos nuestros, en la escala de la
naturaleza, que expresaban, aunque no con palabras, el dolor y el placer. Pero
el hombre podía hacer algo más que esa pura y concreta manifestación del sentir.
El aire semántico que emiten nuestros labios enlaza con unas abstracciones que
nos ponen en contacto con un universo de conceptos inventados por ese animal
que habla y que, probablemente al inventarlos, los necesitaba.
Ese universo ideal está formado por palabras
como justicia e injusticia, como bien y mal, como verdad y falsedad. El poder
comunicar estos términos y otros semejantes, hablar de ellos, el poder
dialogarlos, delimita un espacio teórico imprescindible para la vida humana,
para la comunidad y la ciudad que bajo su sombra se desarrolla. El lenguaje del
bien y la justicia inspiró, a su vez, como expresión suprema de esa comunicación
e inteligencia la creación de la política (Aristóteles, Política, 1233a).
Es cierto que la larga historia posterior a
ese invento de la organización del bien y la concordia ha sufrido recientes
deterioros, y se ha dislocado desde distintos rincones de la dominación y la
fuerza. El supuesto pragmatismo político ha reinado desde esa pesimista
concepción de la maldad, de la violencia y el egoísmo, para justificar, en
principio, la opresión y el dominio de unos grupos sociales que predicaban la
necesidad de esa violencia, porque son precisamente ellos los que están más
preparados para ejercerla en su propio provecho. Efectivamente, si el hombre es
un lobo del hombre, la política acabaría pregonando, como el más inequívoco
sustento, el principio de la dentellada.
Junto al horizonte de lucha y agresión que, al
parecer, estaba enraizado en la naturaleza, y por tanto en la humana, surge en
la vida política la palabra paz. Sorprende
que en el primer testimonio literario de nuestra cultura, en la feroz Ilíada, se hable de la “boca inmensa de
la amarga guerra” (X, 8). Ese sentimiento de amargura, del inevitable mal de la
muerte que los hombres se causan unos a otros, hace exclamar al terrible Aquiles: “Ojalá pereciera la
discordia para los dioses y los hombres y con ella la ira, que encruelece hasta
al hombre sensato cuando más dulce que la miel se introduce en el pecho y va
creciendo como el humo” (XVIII, 107-110).
El paisaje bélico que acoge los hechos humanos
tenía, sin embargo, que convertirlos en hazañas, para sublimar, con ello, la
crueldad y la sinrazón. Los hombres, protagonistas de esas historias de
violencia, entraban en un espacio idealizado de sucesos admirables y ejemplares,
donde las palabras, reflejadas en el espejo de la literatura y de la mente,
limpiaban el horror y la repugnancia de la destrucción real, de la herida que
sangra en la carne, del olor de la muerte, de la ardiente miseria que humilla
los cuerpos bajo el sol y la lluvia, entre los latidos del tiempo hecho dolor.
Es verdad que la guerra real acosó, sin cesar,
a los griegos, y precisamente en sus momentos de más originalidad y
creatividad; en aquellos en que Tucídides escribía su Historia, Fidias esculpía los frisos del Partenón, y los coros de Esquilo
o de Sófocles encendían los atardeceres de Atenas. Es verdad también que el
espanto de la violencia levantó, en los mejores ciudadanos, esa melancolía que,
en un momento supremo de pesimismo, hizo exclamar al poeta que “lo mejor para
el hombre era no haber nacido”. Melancolía, desesperación o justificación de la
violencia, dibujaron grandes dominios teóricos que, hasta nuestros días, se han
ido alternando en la historia, y en la filosofía que sobre ella se construye,
como marco en el que situar el implacable imperio del terror.
Hay un texto impresionante, en las Leyes de Platón, que aborda con extrema
radicalidad estos hechos: “Lo que la mayoría de los hombres llaman paz, no es más
que un nombre, porque de hecho hay una guerra continua y no declarada de cada
ciudad contra todas las demás…; y de una aldea contra otra, y dentro de esa
aldea, de una casa contra otra, y hasta de un hombre contra otro…; porque todos
los hombres son, pública o privadamente, enemigos de todos los demás, y cada
uno es también enemigo de sí mismo” (626 a-d). Clinias, el interlocutor
cretense que manifiesta tan desalentador programa, encuentra en el anciano
ateniense que junto a Megilo, el lacedemonio, camina por las afueras de Cnosos,
un hábil y esperanzado intérprete de esas terribles palabras. El punto central
que va a permitir al ateniense oponerse a la teoría de la paz imposible es ese
final, literariamente tan hermoso, donde Clinias describe la terrible paradoja
de la insuperable enemistad: somos combatientes en el mínimo campo de batalla
de nuestro propio e individual ser. Somos, al par, victoria y derrota, amistad
y enemistad, riqueza y miseria. Estamos, pues, sumergidos en la discordia como
personajes partidos por una implacable contienda arrastrada a lo largo de la
existencia.
El hecho de tan singular encuentro debe
explicarse por las tensiones que habitan en el fondo de cada ser individual. Esas
tensiones surgen desde el centro vital donde yacen nuestros instintos y de
donde arranca nuestra urgencia y necesidad de persistir. La famosa frase de
Spinoza “el ser quiere siempre permanecer en su ser”, es la expresión metafísica
de ese originario deseo de la vida.
Este principio natural de la supervivencia nos
empuja, tal vez, a esas múltiples variaciones de la agresión, cuando
presentimos una amenaza que puede poner en peligro nuestra existencia. El miedo
a perder el ser nos transforma y, en buena parte, nos envilece y derrota. No es
extraño, pues, que quienes pretenden mantenernos aterrorizados, para que el miedo
nos mueva incesantemente a la violencia, no sólo busquen, paradójicamente,
domesticarnos con la doctrina del hombrelobo
sino que, al someternos a continuas atemorizaciones, al meternos miedos en el
cuerpo, están cultivando, taimadamente, nuestra última e innata ferocidad e
irracionalidad.
La genial teoría de los reflejos condicionados
que Pavlov ideó a principios del pasado siglo nos avisa, entre otras
enseñanzas, de la peligrosa posibilidad de ser domesticados por las más
siniestras ideologías y las más tenebrosas creencias. Pero frente a la triste falsificación
de reflejos condicionados por inhumanos y mortíferos condicionadores, ya en la
misma cultura griega se entreabre, poco a poco, una puerta que nos hace
vislumbrar un mundo distinto del de la alienación y la destrucción.
La palabra que se oponía a todas esas
perspectivas de la bestialidad fue la palabra paideía, educación. Una educación que tenía que darse,
fundamentalmente, en el comienzo de cada vida personal. Es en ese periodo de la
existencia donde han actuado quienes pretenden ofuscarnos la mirada. La
domesticación en la necedad es, sin duda, la agresión más funesta que se ejerce
contra la vida. La educación de una mirada no entorpecida con los grupos de la
imbecilidad es, por el contrario, la única posibilidad de que, partiendo de la
inteligencia y la justicia (Leyes,
644-a), pueda irse alumbrando el dominio de la solidaridad y la paz.
Es cierto que si miramos en nuestro entorno,
esa posibilidad de paz se nos aparece como una lejanísima e inalcanzable utopía.
Y es cierto, también, que la inseguridad y la miseria del mundo provienen de
enfermedades crónicas causadas por la más radical desigualdad. Proponer, en el
actual estado de la historia, que soñemos el ideal de la paz puede sonar a jaculatoria
piadosa para enjugar la mala conciencia que, en el mejor de los casos, nos atormenta
al tener que convivir, distraídos e impotentes, con el horror.
Aunque cueste muchos años, tal vez siglos, hay
que seguir alumbrando, iluminando, ese ideal. La búsqueda de la paz no puede
jamás extinguirse. Serán, por supuesto, la justicia y la educación sus más
agudos acicates. Una justicia que, por muy lejano que esté su advenimiento,
tendrá que iniciarse en algo tan elemental como la democratización del cuerpo,
que no es otra cosa que la liberación de la miseria, del hambre, que deteriora
toda posibilidad de vivir y de crear. Una educación que no se deje ya inocular
por todos los fantasmas de la necedad y el fanatismo y que se levante sobre la
libertad y la racionalidad.
Si los distintos poderes siguen refiriéndose a
derechos humanos, a valores morales, a bienes comunes, es que, al menos en su
vocabulario, no se ha borrado el único bien que realmente nos universaliza y
nos justifica: la paz.
Cuesta trabajo armonizar con esos, digamos,
ideales políticos, la ideología del hombrelobo.
Este programa de la ferocidad no casa bien con ese otro sermón de los derechos
humanos, con esas prédicas satinadas de oscura moral. El hecho de que tales
palabras se pronuncien, y que aún tengan una cierta aceptación, quiere decir
que, al menos, se nos engaña, todavía con el discurso de la verdad, aunque sean
la doblez y la falsedad quienes lo pronuncien. Lo realmente descorazonador podría
ser el día en que ya no se enmascaren con discursos “bellos” sino que se afirme,
tajantemente, que el único imperio real es el de la violación y la corrupción.
Aunque sea muy lento, muy largo, nada podrá
enfrentarse a esa muerte de lo humano, a esa total destrucción de la existencia
y la cultura, más que la educación en la paz. Ni siquiera los hombrelobos podrían evitar el morderse a
sí mismos, el devorarse en su propia dentellada.»
[El texto pertenece a la edición en español de Cuatro Ediciones, 2005, pp. 139-145. ISBN: 84-934176-0-2.]
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