domingo, 24 de enero de 2021

Boy, Snow, Bird. Fábula de tres mujeres.-Helen Oyeyemi (1984)

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Tercera parte
III            
I
 «-De cualquier manera, mis primeras pesquisas no dieron ningún fruto porque estaba buscando hombres. Frances Amelia Novak nació en Brooklyn en 1902. Su padre, Sándor, era un emigrante húngaro, un violonchelista convertido en conductor de un camión de reparto y su madre, Dinah, era una costurera irlandesa-americana que hacía estas colchas… Fui a ver una al museo de arte popular, ese museo pequeño que hay en el centro. Lo que hacía tu abuela era arte. Frances era un diablillo con una sonrisa impactante…
 Mia me estaba mostrando una serie de fotografías fotocopiadas. ¡Oh, Dios mío!
 -Y era súper, superinteligente. Era un barrio con mucha mezcla (lingüística, quiero decir), el recibimiento más cálido que un chico mensajero negro había tenido aquí en aquellos días hubieran sido preguntas como “¿Crees que esto es Harlem?” Pero Frances aprendía retazos de checo y alemán de los vecinos, y también hablaba húngaro con fluidez, la lengua materna de su padre. Sacó lo mejor de sus profesores más idealistas, haciéndoles sentir que se habían dedicado a la enseñanza para ayudar a desarrollar un intelecto como el de ella. Pedía que le dieran más libros para leer y que le pusieran más deberes. Podrías pensar que los otros niños la detestaban, pero se alegraban por ella y la votaron como la alumna con más posibilidades de triunfar. Entró en Barnard con una beca, se graduó en la especialidad de psicología que había elegido, inició investigaciones de postgrado, quizá con vistas a convertirse en profesora de universidad… al menos eso es lo que dijo a sus amigos. Sabía que la primera profesora de la facultad de psicología había sido aceptada hacía menos de cinco años como profesora sin sueldo. Sabía que necesitaba algo más que un don para la asignatura, más que simple curiosidad, necesitaba concentrarse totalmente en su lucha por un puesto en la facultad y la investigación misma significaba más para ella que eso. Le interesaba la sexualidad. Concretamente, estaba interesada en demostrar que la homosexualidad no es una enfermedad mental. Pero nunca terminó su estudio…
 -¿Cómo sabes lo que pensaba y en qué estaba interesada?
 -Me reuní con cuatro de sus antiguas compañeras a tomar café y todas trajeron cartas consigo. Cartas que ella les había escrito cuando estaban juntas en Barnard. Pensé que las amistades eran platónicas pero las cartas se ponían muy picantes a veces, y tres de las antiguas amigas dijeron, “Sí, sí, éramos verdaderas amigas, pero también éramos amantes”; me dijeron esas tranquilas intelectuales, que sólo se sonrojan con la teoría abstracta. También me trajeron fotos. Mírala. Montones de jóvenes aparentemente impresionables dejaban a sus novios por ella. Sé que es tu madre, pero ves el atractivo, ¿no? No sé cuándo empezó Frances a mostrar su preferencia por las mujeres, pero fue sin duda cuando estaba en el último curso de licenciatura.
 Examiné todas las fotos de mi culta y glamurosamente despeinada madre, con su pelo tan largo como el de Lady Godiva en una época en que el pelo corto hacía furor. Tenía el aspecto de alguien que canta por dentro, en silencio y continuamente; al menos eso es lo que creo que quiere expresar la gente cuando dice que alguien tiene un brillo en la mirada. El suyo estaba allí incluso cuando estaba haciéndose la posesiva, rodeando con sus brazos a la mujer que reposaba en su regazo.
 -¿Qué le pasó, Mia?
 -Eso es exactamente lo que querían saber las amigas de Frances. Todas mostraron su esperanza de que yo pudiera decírselo. Tenía veintinueve años y se suponía que ese año obtendría el doctorado, pero se marchó del campus y del piso de Morningside que compartía con otras dos mujeres. Estuvo allí un martes (la vieron en la biblioteca), pidió a una de las mujeres con las que estuve que le prestara algo de dinero, pero su amiga estaba tan pelada como ella. El miércoles no se presentó a la charla que había aceptado dar a unos estudiantes. Nunca había hecho nada así; era de las que iba a dar clase aunque estuviera enferma. Tampoco recuerda nadie que estuviera muy nerviosa. El viernes sus amigas se pusieron a buscarla activamente. Luego, otras amigas sugirieron que no quería ser buscada, que simplemente estaba trabajando duro en su ensayo. Pero ¿trabajando dónde? No había regresado a su apartamento de Morningside desde el martes por la noche. Sus compañeras de piso querían llamar a la policía pero todo el mundo dijo que eran unas exageradas. Sus padres denunciaron por fin su desaparición en abril de 1933.
 -Yo nací en noviembre de 1933 –repliqué yo.
 -Sí.
 -Entonces, ¿qué has descubierto?
 Mia miró por la ventana, tomó aire y luego me miró.
 -Fue Frank el que me lo dijo. Violaron a Frances. Fue un conocido suyo; el hermano pequeño de un amigo. Era un estudiante de Columbia para quien una lesbiana era alguien que estaba esperando al hombre que realmente la excitara. Frances le había avisado que dejara de repetir eso. También se había metido con una amiga suya y la había llamado buscona. Frances había avisado a este tipo delante de otras personas y supongo que eso le hizo sentirse humillado y… No me hagas racionalizar lo que hizo, Boy. La sorprendió al salir de la biblioteca una noche de febrero, parecía arrepentido; le dijo que no era más que un chico tratando de sentirse un hombre y que su lema era vive y deja vivir y la invitó a visitar un bar clandestino del que le habían hablado. Y ella le acompañó para demostrarle que ya no tenía nada contra él. La invitó a tres copas. Fueron a dar un paseo en coche por la orilla del Hudson. “¿Qué te parece si conducimos toda la noche?”, dijo él. Ella contestó que estaba de acuerdo. Estar en movimiento le ayudaba a ordenar sus ideas. Los padres de él estaban fuera de la ciudad y él condujo hasta su casa en Westchester, metió el coche en el garaje, cerró las puertas y partió su vida por la mitad.
 -¿Cómo se llamaba?
 -Steven.
 -¿Steven qué?
 -Steven Hamilton.
 -¿Vive todavía?
 -¡Que se joda! No lo he comprobado. Yo seguí la pista de Frances y ella no volvió a encontrárselo de nuevo.
Resultado de imagen de helen oyeyemi fabula de tres mujeres -Entonces, ¿adónde fue ella?
 -Ella conocía una casa de acogida de mujeres, dirigida por una soltera adinerada de Harlem que se había ido de casa. Era principalmente para mujeres no blancas, pero no te echaban sin más porque fueras blanca. Permaneció allí durante tres meses bajo el nombre de Francine Stone, pero al final le pidieron que se fuera. Estaba…, uf, desmoralizando a las otras mujeres que “habían sufrido sus propias violaciones pero estaban decididas a continuar su vida como mujeres a pesar de todo”, creo que decía la nota. Frances lo entendió y lo admiraba, pero no era su actitud. Su aflicción no hacía sino crecer. ¿Sabes cómo dice Frank que se convirtió en Frank? Dice que se miró al espejo una mañana cuando todavía era Frances, y aquel hombre al que no había visto nunca estaba allí, mirándola. Frances se lavó la cara, se arregló el pelo y volvió a mirar y el hombre seguía allí, llevando una copia exacta de su falda y su jersey. Él le dijo una palabra para anunciarle su llegada. Lo que hizo fue frotar la superficie de su lado de espejo con los dedos y decir: “Hola”. A partir de entonces actuó como un reflejo normal; de otro modo ella hubiera sentido que tenía que ir al psiquiatra para quejarse de él. Una vez que hubo establecido que él había venido para quedarse, le llamó Frank, y se paró en un barbero y se cortó el pelo por detrás y por los lados; le pareció que ese corte de pelo iba bien con la personalidad de Frank. Iba por ahí con botas pesadas y camisas de cuello alto… quizá recuerdes las camisas que llevaba el exterminador de ratas incluso en verano para ocultar que no tenía nuez de Adán…, empezó a hablar con una voz artificialmente ronca y grave. La gente a su alrededor no sabía qué hacer con ella y sinceramente no les gustaba. Era como si la hubiera mordido algo vil y se estuviera convirtiendo en cierto modo en lo que la había mordido. Abandonó la casa de acogida, encontró una habitación que compartía con una chica bajo un estricto régimen de doce horas de ocupación: de seis de la mañana a seis de la tarde la habitación era de Frank, y de seis de la tarde a las seis de la mañana la habitación era de la otra chica y Frank tenía que marcharse.
 -Supongo que la compañera de piso era una puta, ¿no?
 -Quizá. Pero viviera de lo que viviera, conocía a todo el mundo y puso en contacto a Frank con un médico al que no le importaba quebrantar la ley por un precio razonable. Frank concertó dos citas pero al final no acudió a ninguna. Tenía miedo de morir en la mesa del médico. Había oído contra historias y deseaba vivir. Realizaba trabajos que no exigían papeles; una empresa de exterminación de plagas con un alto índice de emigrantes ilegales fue el trabajo que más le duró, pero lo perdió cuando naciste. Fuiste un bebé prematuro y dijo que estuvo que estar mucho tiempo sin trabajar. Recordaba los métodos de cazar ratas de su padre y él empezó a trabajar por su cuenta…
 -Deja de llamarle “él”. Me estás diciendo que mi madre ha estado horriblemente enferma durante décadas y estoy luchando por asumirlo, pero tienes que dejar de llamarle “él”.
 -No sé si puedo. De momento, resulta que ha sido más tiempo Frank que Frances. Se trata de algo más que un alter ego, Boy. He estado leyendo monografías médicas sobre personas cuyos supuestos alter ego tienen diferentes grupos sanguíneos que el suyo; el alter ego de un tipo era diabético y él no lo era, o él era el alter ego y el diabético era la personalidad “auténtica”. ¿Quién sabe? Cuando empiezan a producirse este tipo de fenómenos biológicos, tienes que preguntarte si convertirte en otra persona es más que una especie de delirio o una disfunción de la mente. Lo que quiero decir es que la personalidad de Frank es terrible (trató de pegarme cuando le dije que iba a contar esta historia, pero no fue lo suficientemente rápido), pero está muy cuerdo. Bueno, quizá no tanto cuando se trata de poner nombres. Estuvo a punto de llamarte Pup.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2016, en traducción de María Belmonte, pp. 280-286. ISBN: 978-84-16748-12-9]

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