Proyecto de asesinato
«Dos
mujeres merendaban juntas en un elegante salón de té lleno de gente. No quedaba
ni una mesa libre y tan sólo por casualidad se veía algún hombre entre la
clientela. A esas horas, los hombres están, por lo general, ocupados en su
trabajo. Docenas de voces femeninas, en plena conversación, vibraban en el
aire.
A no ser por la tez color café con leche de
las camareras, las ropas estivales de las clientas y el sopor cálido de la
atmósfera, se hubiera podido creer que se trataba de un local situado en la
Quinta Avenida y no de una de las islas tropicales que dependen de Estados
Unidos.
En nada se distinguían aquellas dos mujeres de
las demás que allí estaban. Ambas eran elegantes, bellas y aproximadamente de
la misma edad: al borde de la treintena o poco más. Una de ellas era rubia; la
otra, la más bajita, morena y de piel clara. La rubia lucía una alianza. La
morena, no. Realmente, en nada se distinguían de las otras mujeres que se
reúnen en los cuatro extremos del mundo a esa misma hora en lugares semejantes.
Podría suponerse que su conversación tampoco
se distinguía en nada de lo corriente: la nueva moda de sombreros, la longitud
de las faldas en la nueva temporada, si es más favorecedor recogerse el cabello
sobre la nuca o dejárselo suelto, algún chisme sabroso o alguna calumnia. La
rubia, Pauline Baron, había convertido la conversación en un monólogo. La
morena, Mary Stewart, se contentaba con escucharla, mostrando su conformidad
con movimientos de cabeza o con algún comentario.
Ambas tenían un aire natural, desenvuelto.
Mary Stewart sostenía un cigarrillo entre sus cuidados dedos; de cuando en
cuando Pauline se llevaba la taza a los labios y graciosamente bebía un sorbo
de té. Su conversación, sin duda alguna, debía de versar acerca del mejor modo
de detener una carrera en la media o
acerca de las “ocasiones” que se encuentran en los almacenes.
Pero si alguien se hubiera acercado lo
suficiente a la pequeña mesa para poder oír…
Pauline había dejado de hablar en aquel
momento y hubo una breve pausa. Luego, Mary, sacudió la ceniza del cigarrillo.
-Entonces, si lo odias hasta ese punto, si ya
no puedes soportar la vida con él por más tiempo y si además él se niega a
devolverte la libertad, ¿por qué no lo matas? –sugirió tranquilamente-. ¿No lo
has pensado nunca?
Paulina la miró, como preguntándose si hablaba
en serio o bromeaba.
-Sí, desde luego, lo he pensado muchas veces
–respondió con calma-. Pero ¿a qué me conduce eso? Son cosas que a una se le
ocurren…
-Sí, como a todo el mundo en una ocasión u
otra –dijo Mary, moviendo la cabeza, comprensiva-. A mí me pasa con frecuencia…
sin pensar en nadie preciso… teóricamente se podría decir.
Pauline suspiró con tristeza:
-¿A qué conduce hablar de esto? Aunque me
propusiera hacerlo, no tendría valor. Las mujeres que matan a sus maridos
acaban detenidas, van a los tribunales y la prensa levanta un escándalo.
-Sí –respondió Mary, encogiéndose de hombros-,
cuando son lo bastante estúpidas para dejarse capturar.
-En esos asuntos, todas acaban cayendo.
-Porque lo hacen mal –advirtió su amiga,
bebiendo un sorbo de té antes de encender otro cigarrillo-. La gente suele
recurrir a sistemas violentos: el revólver, el cuchillo o incluso el veneno. De
ese modo, es inevitable que los detengan. Pero existen otros medios. Si yo
quisiera desembarazarme de alguien, matar a alguien… -se interrumpió para
preguntar-: ¿No te escandalizo, verdad?
-Por supuesto que no. Las amigas sinceras,
como nosotras, pueden hablar de esto con entera franqueza. Comprenderás que no
voy a discutir estos asuntos con cualquiera…
-Ni yo tampoco. Además, estamos hablando en
teoría –recordó Mary, agitando el cigarrillo con un gesto gracioso-. En estos
casos, lo importante es buscar el punto débil de esa persona y atacar por ahí.
Esas historias de tiros o de cuchilladas quedan para los criminales. A una
persona inteligente le basta con usar el cerebro para cometer impunemente un
asesinato.
Paulina miró a su amiga con interés.
-No he comprendido muy bien qué quieres decir
con lo del punto débil.
-Te lo explicaré. Tomemos a tu marido de
ejemplo. ¿Qué es lo que más le aterroriza?
-Nada. Tiene un valor extraordinario.
-Todo el mundo siente terror ante algo, aunque
lo demás no le asuste –insistió Mary-. Tú vives con él y debes saberlo.
-No, no lo sé –reconoció Pauline tras
meditarlo.
-Un ser humano que no sienta temor no existe.
Piénsalo. ¿Le asusta el fuego? ¿El agua? ¿La altura?
Pauline seguía reflexionando mientras movía la
cabeza.
-No, lo estoy pensando y no acierto… A menos
que… Sí, ahora recuerdo algo… No fue importante pero… Sí, creo que le
aterrorizan las serpientes.
-A la mayor parte de la gente le ocurre lo
mismo.
-Cierto, pero en el caso de mi marido me
pareció mucho más fuerte.
-Bien, eso es exactamente lo que buscamos.
Explícame cómo fue.
-Estábamos en un cine de Nueva York… poco
antes de venir aquí. Proyectaron un noticiario que contenía un breve reportaje
sobre una granja donde criaban serpientes. Fue sólo un momento, las serpientes
se retorcían en el suelo y enseguida pasaron a otro asunto. Nadie se alteró
sensiblemente en la sala, excepto mi marido, que se levantó y abandonó su
butaca. Creí que iba a los lavabos, pero, como te decía, antes de que pudiera
llegar a la salida, trataban ya otro tema. Entonces pareció calmarse y volvió a
su asiento; me di cuenta de que se secaba la frente. Más tarde, cuando
regresábamos a casa, le pregunté qué le había ocurrido y me contestó que le
horrorizaban tanto las serpientes que no podía soportar verlas. No le pregunté
el motivo ni él me lo dijo: no hemos vuelto a hablar de este asunto.
-Por aquí hay muchas serpientes –comentó Mary
pensativa-. No en la ciudad, claro, pero las plantaciones de caña de azúcar
están atestadas. –Volvió un poco la cabeza para despedir el humo-. Conozco a
una vieja indígena, una especie de curandera, que las captura en grandes
cantidades. Las emplea para sus remedios, me parece…
Interrumpió la frase. Pauline mantenía la
vista baja, como hipnotizada por alguna mancha del mantel.
-Por tanto –siguió diciendo Mary-, para volver
a nuestro ejemplo, por ahí deberíamos atacar. Éste es su talón de Aquiles: su
fobia a las serpientes. Si tu marido creyera que hay una serpiente en libertad
en su casa…
-¿Cómo iba a creerlo? ¿Simplemente porque se
lo dijéramos?
-No, no sería suficiente. Aunque la
imaginación se alimenta de fantasmas, es necesario darle un punto de partida
para que trabaje. No, sería preciso que hubiera una serpiente en la casa;
luego, su imaginación haría el resto.
-No comprendo cómo…
Mary suspiró, como un profesor ante un alumno
torpe.
-Según nuestros cálculos, basta la presencia
de una serpiente para que tenga un ataque de terror, ¿no es cierto?
-Sí, pero eso no bastaría para causarle la
muerte.
-Claro, si no pasara de ahí. Pero si la
tensión se mantuviera durante algún tiempo, estoy segura de que le provocaría
la muerte.
-¿Y
cómo mantener la tensión? Por mucho miedo que tuviera Donald, buscaría un
revólver para matarla.
Mary alzó las cejas para mostrar la
impaciencia que le causaba tanta incomprensión.
-Bien, tú debes ingeniártelas para que no lo
haga. Te he dado el punto de partida para llevar a cabo tu plan. Si se lo
permites, no cabe duda de que huirá o intentará matarla y la cosa no pasará de
un susto horrible. Pero si le quitas la libertad de movimiento, si lo reduces a
la impotencia y mantienes su terror en ebullición durante mucho tiempo, eso
acarrea la muerte, una muerte causada por la imaginación. ¿Comprendes?
La rubia Pauline, la esposa de Donald Baron,
no dijo nada y se limitó a morderse las uñas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Espasa Calpe, 2008, en traducción de Jacinto León, pp. 67-71.
ISBN:
978-84-670-2835-5.]
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