3.-Rusia
Soliloquio del Zar (North American Review, marzo de 1905)
«Después
de su baño matinal, el Zar acostumbra a meditar durante una hora antes de
vestirse (Corresponsalía del London Times).
(Mirándose
en el espejo). Desnudo, ¿qué soy? Una caricatura delgada, arrugada y con
piernas de araña, a imagen de Dios. Mirad la cabeza de cera, la cara con
expresión de melón, las orejas apantalladas, los codos nudosos, el pecho
hundido, las espinillas afiladas y luego los pies, callosos, nudosos, ¡la
imitación de una radiografía! No hay nada imperial en esto, nada imponente ni
impresionante, nada que provoque respeto y reverencia. ¿Es ante esto que ciento
cuarenta millones de rusos besan el suelo? ¿A esto reverencian? ¡No,
evidentemente! Nadie podría reverenciar este espectáculo, que soy yo. Pero
entonces, ¿a quién, a qué reverencian? En privado, nadie lo sabe mejor que yo:
a mis ropas. Sin mis ropas estaría tan destituido de autoridad como cualquier
otra persona desnuda. Nadie me diferenciaría de un cura, un barbero o un
petimetre. Luego, ¿quién es el verdadero Emperador de Rusia? Mis ropas. Nadie
más.
Como sugiriese Teufelsdrockh, ¿qué sería el
hombre, cualquier hombre, sin sus ropas? Tan pronto como nos detenemos a
reflexionar sobre esa proposición, comprendemos que sin sus ropas un hombre no
sería nada en absoluto; que la ropa no sólo hace al hombre, la ropa es el hombre. Sin ella somos un cero a
la izquierda, un vacío, no somos nadie, no somos nada.
Los títulos, otra artificialidad, son parte de
su vestuario. Éstos y la lencería esconden la inferioridad de quien los usa,
haciéndole sentir grande, una maravilla, cuando en el fondo nada hay de
destacable en él. Pueden hacer que toda una nación caiga de rodillas y
reverencie sinceramente a un emperador que, sin sus ropas y sin su título,
caería al nivel de un zapatero y sería engullido y perdido de vista en la
multitud de los irrelevantes. Un emperador que, desnudo en un mundo desnudo, no
sería noticia, no llamaría la atención, sería distraídamente atropellado como
cualquier otro extraño sin importancia; quizá hasta le ofrecieran un kopek para
cargar la maleta de alguien. Un emperador que, por el mero poder de esas
artificialidades, su ropa y su título, llegue a ser reverenciado como una
deidad por su pueblo, al mismo tiempo que por puro placer puede desterrarlos,
perseguirlos, destruirlos, como lo haría un matador de ratas si un accidente
del destino le hubiese otorgado esta vocación, más apropiada a sus capacidades
que el ejercicio del gobierno. Es un poder estupendo el que reside en los
ropajes y los títulos que todo lo ocultan; llenan de respeto a quien los mira,
le hacen temblar, por más que sepa que toda dignidad real hereditaria no es más
que una usurpación, un poder ilegítimamente adquirido, una autoridad conferida
por personas que carecían de ella. Pues los monarcas sólo han sido elegidos por
la aristocracia, una nación jamás ha elegido uno.
No existe poder sin ropas. Es el poder el que
gobierna a la raza humana. Si desnudamos a sus jefes, ningún Estado podría ser
gobernado. Los funcionarios, desnudos, no ejercerían ninguna autoridad;
lucirían (y serían) como cualquier otro: un lugar común, algo inconsecuente. Un
policía vestido de particular es un hombre, con su uniforme es diez hombres. La
ropa y los títulos son la cosa más potente, la influencia más formidable sobre
la tierra. Son las que llevan a la gente a respetar voluntaria y
espontáneamente al juez, el general, el almirante, el obispo, el embajador, el
frívolo conde, el duque idiota, el sultán, el rey, el emperador. Ningún gran
título es eficiente sin un vestuario que lo apoye. En las tribus de salvajes
desnudos, los reyes usan alguna tela o decoración que ellos mismos definen como
sagradas y no permiten que nadie más las use. El rey de la gran tribu Fan usa
un trozo de piel de leopardo sobre su hombro, es algo exclusivo de la realeza;
aparte de eso, va totalmente desnudo. Sin su trozo de piel de leopardo para
impresionar e imponer respeto, no conservaría su empleo.
(Después
de un silencio). ¡Qué curiosa invención, qué inexplicable invención la raza
humana! Incontables millones de rusos han permitido durante siglos que nuestra
familia los robe, insulte, pisotee, mientras ellos vivían, sufrían y morían sin
otro propósito ni función que asegurar el confort de esa familia. Esa gente es
como caballos, sólo eso, caballos con ropas y una religión. Un caballo con la
fuerza de cien hombres dejaría que un hombre lo golpee, lo mate de hambre, lo
conduzca: millones de rusos permiten que un puñado de soldados los mantengan en
la esclavitud, ¡y esos mismos soldados son sus hijos y sus hermanos!
Es algo extraño cuando se piensa en ello: el
mundo aplica al Zar y a su sistema los mismos axiomas morales que están de moda
y son aceptados en los países civilizados. Puesto que en estos países se
considera incorrecto deshacerse de los opresores si no es mediante procesos
legales, se pretende aplicar la misma regla con Rusia, donde no existe nada
parecido a la ley; excepto la de nuestra familia. Las leyes no son más que
restricciones, no tienen otra función. En los países civilizados restringen a
todos y los restringen por igual, cosa que me parece justa e imparcial; pero en
Rusia, las leyes existentes hacen una excepción: nuestra familia. Hacemos lo
que nos place, lo hemos hecho durante siglos. Nuestra profesión habitual ha
sido el crimen; nuestro pasatiempo habitual, el asesinato; nuestra bebida
habitual, la sangre, la sangre de la nación. Sobre nuestros rosarios yacen
millones de muertos. Pero los píos moralistas consideran que es un crimen
asesinarnos. Nosotros y nuestros tíos somos una familia de cobras a cargo de
ciento cuarenta millones de conejos, a quienes torturamos y asesinamos, y de
quienes nos alimentamos todos los días. Pero aun así los moralistas insisten en
que matarnos es un crimen, no un deber.
No me corresponde a mí decirlo en voz alta,
sino a alguien dentro mío, como yo: todo esto es ingenuamente irrisorio,
ilógico. Nuestra familia está por encima de la ley; no hay ley que pueda
alcanzarnos, limitarnos, proteger al pueblo de nosotros. Por lo tanto, somos
unos proscritos. Los proscritos son un blanco adecuado para la bala de
cualquiera. ¡Ah, qué haría nuestra familia sin los moralistas! Siempre han sido
nuestro sostén, nuestro apoyo, nuestros amigos; hoy son nuestros únicos amigos.
Siempre que ha habido oscuras propuestas de asesinato, el moralista ha avanzado
y nos ha salvado con su máxima proverbial: “Absteneos: nunca nada políticamente
valioso se ha conseguido mediante la violencia”. Probablemente él se lo crea.
Probablemente no haya tenido nunca un libro escolar de historia universal, que
le haya enseñado que su máxima no está respaldada por las estadísticas. Todos
los tronos se han establecido mediante la violencia, ninguna tiranía monárquica
ha sido derrocada jamás sino mediante la violencia, fue mediante la violencia
que mis antecesores afianzaron nuestro trono. Durante siglos lo han mantenido
gracias al asesinato, la traición, el perjurio, la tortura, el destierro y la
prisión; y por los mismos medios hoy yo lo sigo conservando. Nunca existió un
Romanoff educado y con experiencia que no revirtiese esa máxima, afirmando:
“Nada políticamente valioso se ha conseguido jamás sin el uso de la violencia”.
El moralista comprende que hoy, por primera vez en nuestra historia, mi trono
está realmente en peligro y la nación está despertando de su inmemorial letargo
de esclavitud. Pero lo que él no comprende es que tal cosa se debe a cuatro
actos de violencia: el asesinato de la Constitución de Finlandia por mi mano;
la matanza de Bobrikoff y Plehve por revolucionarios asesinos; y la masacre de
inocentes que ordené hace unos días. Pero la sangre que corre por mis venas,
sangre instruida, entrenada, educada por sus terribles herencias, sangre
vigilante de sus tradiciones, sangre que ha ido a la escuela durante cuatro
siglos en las venas de asesinos profesionales, mis predecesores; ¡ella percibe,
ella entiende! Esos cuatro actos han provocado una conmoción en las inertes y
cenagosas profundidades del corazón nacional que ninguna persuasión moral
hubiera logrado; han despertado el odio y la esperanza en ese corazón
largamente atrofiado y, poco a poco, lenta pero seguramente, ese sentimiento
penetrará en todos los pechos y los poseerá. A su debido tiempo, hasta en el
pecho del soldado; día fatal ese, día del juicio final. Poco a poco habrá
consecuencias. ¡Qué poco sabe el moralista académico del tremendo poder moral
de la masacre y el asesinato! Sin duda que habrá consecuencias. La nación está
por parir y pronto habrá un poderoso nacimiento: ¡EL PATRIOTISMO! Para decirlo
con palabras rudas, simples y desagradables: el verdadero patriotismo, el patriotismo real; la lealtad, pero no a
una familia y a una ficción, sino la lealtad a la nación misma.
Hay veinticinco millones de familias en Rusia.
Hay un niño-hombre en el regazo de cada madre. Si fuesen veinticinco millones
de madres patrióticas, deberían repetirles cada día a sus hijos-hombres:
“Recuerda esto, guárdalo en tu corazón, vive por ello, muere por ello si fuese
necesario: que nuestro patriotismo es medieval, gastado, obsoleto; y que el
nuevo patriotismo, el único patriotismo racional, es la lealtad a la nación TODO el tiempo, lealtad al gobierno cuando se lo
merezca”. Cuando dentro de una generación haya en esta tierra veinticinco
millones de patriotas educados y entrenados, mi sucesor tendrá que pensárselo
dos veces antes de hacer asesinar a un millar de pobres e indefensos que sólo
piden humildemente bondad y justicia, como yo hice el otro día.»
[El texto pertenece a la edición en español de Icaria Editorial, 2006, en traducción de Ángelo Ponziano y Mercè Ubach, pp. 89-92. ISBN:
84-7426-893-1]
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