viernes, 29 de enero de 2021

Antiimperialismo. Patriotas y traidores.- Mark Twain (1835-1910)

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3.-Rusia
Soliloquio del Zar (North American Review, marzo de 1905)

  «Después de su baño matinal, el Zar acostumbra a meditar durante una hora antes de vestirse (Corresponsalía del London Times).
 (Mirándose en el espejo). Desnudo, ¿qué soy? Una caricatura delgada, arrugada y con piernas de araña, a imagen de Dios. Mirad la cabeza de cera, la cara con expresión de melón, las orejas apantalladas, los codos nudosos, el pecho hundido, las espinillas afiladas y luego los pies, callosos, nudosos, ¡la imitación de una radiografía! No hay nada imperial en esto, nada imponente ni impresionante, nada que provoque respeto y reverencia. ¿Es ante esto que ciento cuarenta millones de rusos besan el suelo? ¿A esto reverencian? ¡No, evidentemente! Nadie podría reverenciar este espectáculo, que soy yo. Pero entonces, ¿a quién, a qué reverencian? En privado, nadie lo sabe mejor que yo: a mis ropas. Sin mis ropas estaría tan destituido de autoridad como cualquier otra persona desnuda. Nadie me diferenciaría de un cura, un barbero o un petimetre. Luego, ¿quién es el verdadero Emperador de Rusia? Mis ropas. Nadie más.
 Como sugiriese Teufelsdrockh, ¿qué sería el hombre, cualquier hombre, sin sus ropas? Tan pronto como nos detenemos a reflexionar sobre esa proposición, comprendemos que sin sus ropas un hombre no sería nada en absoluto; que la ropa no sólo hace al hombre, la ropa es el hombre. Sin ella somos un cero a la izquierda, un vacío, no somos nadie, no somos nada.
 Los títulos, otra artificialidad, son parte de su vestuario. Éstos y la lencería esconden la inferioridad de quien los usa, haciéndole sentir grande, una maravilla, cuando en el fondo nada hay de destacable en él. Pueden hacer que toda una nación caiga de rodillas y reverencie sinceramente a un emperador que, sin sus ropas y sin su título, caería al nivel de un zapatero y sería engullido y perdido de vista en la multitud de los irrelevantes. Un emperador que, desnudo en un mundo desnudo, no sería noticia, no llamaría la atención, sería distraídamente atropellado como cualquier otro extraño sin importancia; quizá hasta le ofrecieran un kopek para cargar la maleta de alguien. Un emperador que, por el mero poder de esas artificialidades, su ropa y su título, llegue a ser reverenciado como una deidad por su pueblo, al mismo tiempo que por puro placer puede desterrarlos, perseguirlos, destruirlos, como lo haría un matador de ratas si un accidente del destino le hubiese otorgado esta vocación, más apropiada a sus capacidades que el ejercicio del gobierno. Es un poder estupendo el que reside en los ropajes y los títulos que todo lo ocultan; llenan de respeto a quien los mira, le hacen temblar, por más que sepa que toda dignidad real hereditaria no es más que una usurpación, un poder ilegítimamente adquirido, una autoridad conferida por personas que carecían de ella. Pues los monarcas sólo han sido elegidos por la aristocracia, una nación jamás ha elegido uno.
 No existe poder sin ropas. Es el poder el que gobierna a la raza humana. Si desnudamos a sus jefes, ningún Estado podría ser gobernado. Los funcionarios, desnudos, no ejercerían ninguna autoridad; lucirían (y serían) como cualquier otro: un lugar común, algo inconsecuente. Un policía vestido de particular es un hombre, con su uniforme es diez hombres. La ropa y los títulos son la cosa más potente, la influencia más formidable sobre la tierra. Son las que llevan a la gente a respetar voluntaria y espontáneamente al juez, el general, el almirante, el obispo, el embajador, el frívolo conde, el duque idiota, el sultán, el rey, el emperador. Ningún gran título es eficiente sin un vestuario que lo apoye. En las tribus de salvajes desnudos, los reyes usan alguna tela o decoración que ellos mismos definen como sagradas y no permiten que nadie más las use. El rey de la gran tribu Fan usa un trozo de piel de leopardo sobre su hombro, es algo exclusivo de la realeza; aparte de eso, va totalmente desnudo. Sin su trozo de piel de leopardo para impresionar e imponer respeto, no conservaría su empleo.
 (Después de un silencio). ¡Qué curiosa invención, qué inexplicable invención la raza humana! Incontables millones de rusos han permitido durante siglos que nuestra familia los robe, insulte, pisotee, mientras ellos vivían, sufrían y morían sin otro propósito ni función que asegurar el confort de esa familia. Esa gente es como caballos, sólo eso, caballos con ropas y una religión. Un caballo con la fuerza de cien hombres dejaría que un hombre lo golpee, lo mate de hambre, lo conduzca: millones de rusos permiten que un puñado de soldados los mantengan en la esclavitud, ¡y esos mismos soldados son sus hijos y sus hermanos!
 Es algo extraño cuando se piensa en ello: el mundo aplica al Zar y a su sistema los mismos axiomas morales que están de moda y son aceptados en los países civilizados. Puesto que en estos países se considera incorrecto deshacerse de los opresores si no es mediante procesos legales, se pretende aplicar la misma regla con Rusia, donde no existe nada parecido a la ley; excepto la de nuestra familia. Las leyes no son más que restricciones, no tienen otra función. En los países civilizados restringen a todos y los restringen por igual, cosa que me parece justa e imparcial; pero en Rusia, las leyes existentes hacen una excepción: nuestra familia. Hacemos lo que nos place, lo hemos hecho durante siglos. Nuestra profesión habitual ha sido el crimen; nuestro pasatiempo habitual, el asesinato; nuestra bebida habitual, la sangre, la sangre de la nación. Sobre nuestros rosarios yacen millones de muertos. Pero los píos moralistas consideran que es un crimen asesinarnos. Nosotros y nuestros tíos somos una familia de cobras a cargo de ciento cuarenta millones de conejos, a quienes torturamos y asesinamos, y de quienes nos alimentamos todos los días. Pero aun así los moralistas insisten en que matarnos es un crimen, no un deber.
Resultado de imagen de Antiimperialismo patriotas y traidores  No me corresponde a mí decirlo en voz alta, sino a alguien dentro mío, como yo: todo esto es ingenuamente irrisorio, ilógico. Nuestra familia está por encima de la ley; no hay ley que pueda alcanzarnos, limitarnos, proteger al pueblo de nosotros. Por lo tanto, somos unos proscritos. Los proscritos son un blanco adecuado para la bala de cualquiera. ¡Ah, qué haría nuestra familia sin los moralistas! Siempre han sido nuestro sostén, nuestro apoyo, nuestros amigos; hoy son nuestros únicos amigos. Siempre que ha habido oscuras propuestas de asesinato, el moralista ha avanzado y nos ha salvado con su máxima proverbial: “Absteneos: nunca nada políticamente valioso se ha conseguido mediante la violencia”. Probablemente él se lo crea. Probablemente no haya tenido nunca un libro escolar de historia universal, que le haya enseñado que su máxima no está respaldada por las estadísticas. Todos los tronos se han establecido mediante la violencia, ninguna tiranía monárquica ha sido derrocada jamás sino mediante la violencia, fue mediante la violencia que mis antecesores afianzaron nuestro trono. Durante siglos lo han mantenido gracias al asesinato, la traición, el perjurio, la tortura, el destierro y la prisión; y por los mismos medios hoy yo lo sigo conservando. Nunca existió un Romanoff educado y con experiencia que no revirtiese esa máxima, afirmando: “Nada políticamente valioso se ha conseguido jamás sin el uso de la violencia”. El moralista comprende que hoy, por primera vez en nuestra historia, mi trono está realmente en peligro y la nación está despertando de su inmemorial letargo de esclavitud. Pero lo que él no comprende es que tal cosa se debe a cuatro actos de violencia: el asesinato de la Constitución de Finlandia por mi mano; la matanza de Bobrikoff y Plehve por revolucionarios asesinos; y la masacre de inocentes que ordené hace unos días. Pero la sangre que corre por mis venas, sangre instruida, entrenada, educada por sus terribles herencias, sangre vigilante de sus tradiciones, sangre que ha ido a la escuela durante cuatro siglos en las venas de asesinos profesionales, mis predecesores; ¡ella percibe, ella entiende! Esos cuatro actos han provocado una conmoción en las inertes y cenagosas profundidades del corazón nacional que ninguna persuasión moral hubiera logrado; han despertado el odio y la esperanza en ese corazón largamente atrofiado y, poco a poco, lenta pero seguramente, ese sentimiento penetrará en todos los pechos y los poseerá. A su debido tiempo, hasta en el pecho del soldado; día fatal ese, día del juicio final. Poco a poco habrá consecuencias. ¡Qué poco sabe el moralista académico del tremendo poder moral de la masacre y el asesinato! Sin duda que habrá consecuencias. La nación está por parir y pronto habrá un poderoso nacimiento: ¡EL PATRIOTISMO! Para decirlo con palabras rudas, simples y desagradables: el verdadero patriotismo, el patriotismo real; la lealtad, pero no a una familia y a una ficción, sino la lealtad a la nación misma.
 Hay veinticinco millones de familias en Rusia. Hay un niño-hombre en el regazo de cada madre. Si fuesen veinticinco millones de madres patrióticas, deberían repetirles cada día a sus hijos-hombres: “Recuerda esto, guárdalo en tu corazón, vive por ello, muere por ello si fuese necesario: que nuestro patriotismo es medieval, gastado, obsoleto; y que el nuevo patriotismo, el único patriotismo racional, es la lealtad a la nación TODO el tiempo, lealtad al gobierno cuando se lo merezca”. Cuando dentro de una generación haya en esta tierra veinticinco millones de patriotas educados y entrenados, mi sucesor tendrá que pensárselo dos veces antes de hacer asesinar a un millar de pobres e indefensos que sólo piden humildemente bondad y justicia, como yo hice el otro día.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Icaria Editorial, 2006, en traducción de Ángelo Ponziano y Mercè Ubach, pp. 89-92. ISBN: 84-7426-893-1]

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