viernes, 31 de mayo de 2019

Lo que aprendí de los otros.- Félix Carrasquer (1905-1993)


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Problemas y horizontes
Período exploratorio

«El discutir casi a diario de proyectos libertarios y criticar con afanes renovadores cuanto sucedía en nuestro entorno nos llevó a la constitución de un grupo de la FAI al que llamaríamos Inquietud, palabra que simbolizaba nuestro estado de preocupación. Lo componíamos Concha Pérez, Mary Jiménez, Prados, Martínez, Robles, Floreal, Vicente, el paisano José Castro y nosotros tres. En el grupo hablamos del proyecto de organizar una escuela nueva y todos se solidarizaron con la idea. Expuse luego el plan en el Ateneo de Sans, donde no fue acogido con verdadero entusiasmo, hallando finalmente en el Ateneo de Las Corts un grupo comprensivo, al que pertenecían Conchita, Robles y Martínez. Conseguimos que se convocaran a tal efecto unas asambleas en las que yo expondría las motivaciones que me inducían a la fundación de esa escuela. Pensábamos demostrar en ellas la posibilidad de una educación auténticamente libre en la que los chicos fueran los artífices de su personalidad.
 Les había propuesto el desarrollo de dos conferencias. En la primera expondría las razones de la creación de la escuela y en la segunda explicaría algún detalle de su praxis. A la primera acudieron muchas personas. Me ocupé de la libertad y sostuve que en las escuelas es donde el autoritarismo y una obediencia ciega van atrofiando nuestro anhelo de libertad y nos convierten en autómatas sin sentido crítico. Si queremos que nuestros hijos sean auténticamente libres, solidarios y que aprendan continuamente, es indispensable que la escuela estimule permanentemente su curiosidad. Y esto sólo podría conseguirse en un ambiente de libertad fraguado por ellos mismos y en una dinámica de cooperación activa y confiada.
 Al terminar la charla percibí que el clima de la sala no era de indiferencia sino que pronto brotaron las preguntas. Me pareció entonces que la escuela de mis sueños ya estaba en marcha.
 El sábado siguiente tenía que dar la conferencia sobre la manera de llevar a la práctica el desenvolvimiento de aquella escuela ejemplar. Esta segunda charla fue más fácil para mí, después de todas mis experiencias en el pueblo y de lo que había visto en las escuelas racionalistas. El argumento central fue la libertad de iniciativa. Los niños orientarían su aprendizaje, serían los investigadores de las materias que deseaban aprender. Su curiosidad sería el motor dinamizador. Todo lo adquirirían placenteramente y, por lo tanto, les quedaría grabado en su mente de forma indeleble. Terminada la exposición, algunos dudaban de que dejándolos en libertad los zagales fueran capaces de desenvolverse y comportarse convenientemente. Otros temían que al trabajar juntos chicos y chicas se produjera un clima desordenado y vicioso. No faltaron quienes se mostraron a favor de mis tesis, aconsejando que tuviéramos más confianza en la juventud. A todas las cuestiones respondí con datos psicopedagógicos, unos extraídos de mi propia experiencia y otros recogidos de la experiencia de quienes trabajaban con la imprenta Freinet en la escuela. Un compañero tomó la palabra y dijo, muy serio, que le parecía extraño que no mencionara a Ferrer Guardia. Su intervención me pareció muy lógica, ya que tratándose de una escuela de tipo racionalista -como eran las que fundaban los sindicatos- resultaba algo incongruente no referirse a Ferrer. Por lo tanto, le contesté haciendo una evocación del fundador de la Escuela Moderna. Sostuve que la pedagogía había avanzado mucho en las últimas décadas y que había que introducir sistemas y actitudes nuevas, susceptibles de dar al niño mayor libertad y a la escuela un funcionamiento más eficaz desde todos los puntos de vista. Aproveché para abundar en la explicación de nuestro proyecto de trabajo en la escuela que íbamos a poner en marcha. En ella los maestros serían auxiliares y amigos de los chicos, pero no sus dirigentes o mentores. Mi insistencia en que teníamos que dar a los alumnos el derecho a ejercer la responsabilidad y la iniciativa prolongó el debate sobre la importancia que tiene en la configuración de la personalidad de los chicos el cultivo de su iniciativa y la práctica de la libertad. Pusimos de relieve que entre la escuela y la familia debían existir vínculos de confianza y de entendimiento. Insistí en la necesidad que tendríamos de realizar asambleas periódicas en las que padres, maestros y amigos de la escuela pudieran exponer sus opiniones acerca del dinamismo escolar. Sólo colaborando en un clima de confianza lograríamos vitalizar una escuela capaz de marcar nuevos senderos hacia una enseñanza libre y alegre. Que defendiéramos la alegría como un componente del aprendizaje también sorprendió a algunos de los presentes, que siempre habían oído decir que "la letra con sangre entra". Defendí que libertad y alegría suelen ir unidas. La primera exigencia del quehacer educativo es la de brindar a los jóvenes el clima de bienestar y de alegría que necesitan para aprender con holgura y entusiasmo y alcanzar por esa vía la plenitud que nuestra dimensión humana requiere.
 Un joven tomó la palabra para decir que le extrañaba que fuera precisamente un ciego quien viniera a proponer un ambiente de alegría y de estimulantes perspectivas. Se prodigó en elogios, aunque de sus palabra se desprendía un cierto sentimiento de duda con respecto a mis posibilidades para desarrollar el plan educativo que les había diseñado. Yo, con la tranquilidad emanada de mi íntima convicción, quise hacerles comprender a todos que, aunque la luz sea muy importante para percibir el mundo físico que nos rodea, la verdadera fuerza del hombre reside, sobre todo, en su imaginación y en su amor a los otros. Para llevar mayor seguridad al ánimo de los congregados, les hice saber que en las clases no estaría yo solo, que los alumnos recibirían en el momento oportuno la ayuda que precisaran.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2017. ISBN: 978-84-16933-45-7.]

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