jueves, 8 de octubre de 2020

La filosofía en invierno.- Ricardo Menéndez Salmón (1971)

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4 de noviembre de 1677
Se vende memoria

  «-Era hermosísima. Una rosa entre tanta basura -comentará años más tarde, en su lecho de muerte, Hendryck van der Spyck, recordando la tarde en que se subastaron los bienes de su alquilado, Baruch Spinoza, y todos descubrieron el rostro de su último secreto, su enamorada Rebeca Eckermann.
 La esposa de Arthur, el molinero, apareció vestida de luto riguroso y con una cinta blanca sujetando los cabellos, como una virgen flamenca, investida de una decencia en su porte y una serenidad de ánimo que jamás se hubieran sospechado en la persona de una campesina. Los asistentes a la puja se miraron en sus ojos como quien se busca en las aguas de un pozo sereno y claro. Sin embargo, cuando advirtieron que estaba a punto de dar a luz, los menos discretos ahogaron un juramento, una amenaza, un puñado de blasfemias.
 -Pero yo ordené que se abstuvieran de hacer juicios. Ni la memoria del muerto ni la vanidad del marido ultrajado se merecían aquello -añadirá el casero llevándose la mano a su maltrecho corazón, acuciado por la vejez y el oprobio de las deudas.
 Pocas personas, salvando allegados del filósofo y algún amigo de Ámsterdam, tenían noticia de su relación con la señora Eckermann, de soltera Niemayer, una muchacha que en tres primaveras había pasado de ser una ninfa de pies descalzos a convertirse en una mujer de retrato, bella como un amanecer en los diques, con aquella cabellera ensortijada aunque a la par sedosa que parecía poseer vida propia, con aquellos labios casi siempre plegados a torno a una mueca hostil  y a la vez seductora, con aquellas piernas que los universitarios miraban de reojo, atormentados por sus pliegues de bronce, y los burgueses de La Haya festejaban en sus reuniones.
 De su amor, asegura Hendryck van der Spyck, nada se supo con certeza, salvo que, a tenor de lo sucedido durante esa inolvidable reunión, debió ser grande y admirable.
 -Tuvieron que amarse como los desesperados, en silencio y en secreto, ladrones robándole tiempo al Tiempo -aventurará el agente militar en compañía de sus familiares, horas antes de que su vida se apague como un fósforo mojado-. Que se presentara ante nosotros en aquel estado, con semejante indulgencia hacia nuestro rencor, nuestra envidia, nuestra falta de talento, significaba que se encontraba allí para demostrarnos a quienes nos creíamos espejo de virtudes y guardianes de una existencia dichosa, que ella había conocido una forma más alta de felicidad que todos nosotros juntos, y que nos concedía el don de su presencia, ajena a lo que tantas miserables conciencias se atreviesen a urdir, para rendir homenaje al hombre a cuyo lado la había compartido.
 Había catorce hombres en la sala. Sentada con las rodillas muy rectas, Rebeca sacó de una manga un pañuelo que esparció por el ambiente su maravilloso aroma a espliego. Llevaba la cara lavada, libre de afeites y velos, y hablando con tono firme, sin un adarme de debilidad, instó a los señores Ferdinand Huygens (abogado de profesión) y Johannes van Kempen (testigo durante al acta levantada para inventariar las posesiones del difunto) a que, por favor, apagaran sus respectivos cigarros, pues un persistente dolor de garganta le molestaba hacía días.
 -No supieron qué decir. Se les quedó cara de sapos -sonreirá acaso por última vez el moribundo narrador al rememorar la hazaña de Rebeca, su fantástica insolencia, su candidez convertida en arma arrojadiza contra las miserias, las falsedades, el orden de una sociedad sin refugio contra los incendios de un amor como el suyo-. Nevaba con fuerza. Éramos humildes, ruines, previsibles, misántropos. Éramos salvajes con trajes hechos a medida. Los bienes de mi alquilado se subastaron por 430 florines, de los que, en calidad de dueño de la casa y compareciente, me llevé casi 40.
 La lista de pertenencias que, el 21 de febrero pasado, Willem van den Howe certificó a la muerte del filósofo resultaba un tanto desalentadora: una cama, una almohada, dos almohadones, dos mantas, un par de sábanas rojas, cortinas, un volante con una colcha de paño, siete camisas, un molino de afilar, utensilios para pulir cristales, un pantalón y una chaqueta turcos, un pantalón y una chaqueta de paño, un abrigo turco negro y otro de color, un manguito negro, una lleva, un sello, dos sombreros negros, un par de zapatos negros y otros grises, un par de hebillas de plata, un cuadrito representando a un tipejo (sic), una mesita de madera, una mesilla de tres patas, un armario con libros.
 -Ella permaneció en silencio toda la subasta. No pestañeó mientras rufianes, comerciantes y buhoneros iban dando sus limosnas por lo que aquel hombre, el mismo que desdeñó una cátedra en la Universidad de Heildeberg, el mismo que renunció a publicar sus escritos en su patria, el mismo que tuvo en un puño la voluntad del gran Jan de Witt, había conseguido reunir a lo largo de su vida: una cama donde morir con dignidad, una máquina para ganarse el pan, unas ropas con las que cubrirse del frío. Sólo al aparecer los libros rompió a llorar.
 Rebeca regresó a las tardes transcurridas en el cobijo del molino, a los duelos de las sombras y el silencio, al bostezo de las horas, a la maraña de pieles, al sol otoñal que se filtraba por los huecos de las paredes (las goteras de la luz, como a él le gustaba decir) mientras Baruch le enseñaba a leer con una paciencia increíble, mostrando una indulgencia ante su ignorancia que jamás había visto ni sentido en ninguna otra criatura viva. Imaginó entonces sus manos recorriendo las páginas ahora en venta, revivió la caricia de sus labios bosquejando las palabras allí impresas, se admiró del dibujo de su nariz hebrea aspirando los profundos aromas, a pantano y tiempo, que se emboscaban tras los libros de Quevedo, Cervantes y Covarrubias, los gigantes de la patria de sus antepasados, cuyas obras declamaba en aquella lengua de pájaros que era como un bálsamo sobre la piel herida.
Resultado de imagen de la filosofía en invierno -Las lágrimas mostraron su desnudez. Resultaba tan obvio que deseaba pujar como que no tenía ni un céntimo. El viejo Eckermann la había abandonado a su suerte. Ni siquiera el vestido que llevaba le pertenecía. Más tarde supimos que lo había robado del armario de una doncella. Sólo era una mujer preñada que aguardaba el hijo de un muerto, una desposeída -anunciará con voz estrangulada el agonizante anfitrión, ganado por una emoción sin mácula-. No obstante, me consta que lo intentó. Aquella misma tarde, concluida la subasta, se acercó a casa del comprador ofreciéndole un camafeo de jade a cambio de los libros. Fue inútil. El hombre ni siquiera permitió que traspasara el umbral, cerró la puerta delante de su cara, insultándola con cierta palabra que, a menudo, se pronuncia en las tabernas, los mercados, incluso los púlpitos. Ella se desnudó en mitad del patio, gritando a los cuatro vientos que tomara su carne grávida, pues era lo único que podía ofrecerle y, por lo que podía entender, lo único de que sabía servirse para vivir. Por fortuna, una de las cocineras se apiadó de su situación, la cubrió con una manta y le ofreció comida. Parece increíble, pero a la vista de los libros su dignidad se había derrumbado como un castillo de naipes, y la mujer que horas antes nos asombrara con su serenidad, apenas era ahora un títere roto en manos del dolor. […]
 Esa misma noche Rebeca abandonó La Haya tras tomar un coche de postas, en dirección al mar, siempre hacia el norte. Apenas podía andar debido a su embarazo. Durante semanas no se recibieron noticias suyas.
 -Casi habíamos olvidado su rostro y su sufrimiento, las circunstancias de su derrota, cuando una mañana de finales de diciembre llegó a mi casa una carta lacrada, proveniente de España. Venía firmada por una abadesa, la madre María Isabel de Argote y Lanchas, y había tardado un mes en alcanzar su destino. En ella, sin adornos ni palabras graves, pero con escrúpulo cristiano, se me comunicaba que Rebeca Eckermann, de soltera Niemayer, natural de La Haya, había fallecido en una humilde celda de monjas, durante el oficio de maitines, el 19 de noviembre del año del Señor de 1677, al dar a luz a un varón que, debido a la extrema debilidad de la madre y a las penalidades sufridas durante el larguísimo viaje, no había sobrevivido al parto.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de KRK Ediciones, 2007, pp. 83-90. ISBN: 978-84-8367-038-5.]
 

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