Capítulo 7: Más páginas del Cuaderno de tapas enlutadas (1985-1986)
5 agosto 1985
«La conclusión es que hasta los tres-cuatro años M había sido un niño perfectamente "normal". Es verdad que todos los investigadores están de acuerdo en que los síntomas del autismo son casi imposibles de percibir antes de esta edad ya que, hasta entonces, los niños son todos o casi todos autistas en mayor o menor grado. El autismo se puede observar en los casos leves sólo a partir de los tres años e incluso, a veces, un diagnóstico preciso se alarga para mucho más tarde. Por lo menos esta es la situación en el estado actual de la investigación. Ciertas señales, de una ambigüedad difícil de interpretar, empezaron a manifestarse en M alrededor de los cuatro años cuando iba a la guardería privada Centro de desarrollo y aprendizaje de Bloomington para niños de tres a cinco años y medio y donde se les agrupaba según la edad y las afinidades, todos ellos custodiados por educadoras avezadas. Transcurrido año y pico las educadoras observaron, tal como relatan también mis apuntes de entonces del antiguo diario, que M era torpe en sus movimientos, algo peleón, en general poco o nada comunicativo con los demás niños de su grupo y sospechoso de padecer un complejo de inferioridad.
Un día, Uca recibió una llamada telefónica de una de las educadoras, que le propuso hacerle a M una evaluación psicológica, episodio que no apunté en mi antiguo diario. Uca se quedó asombrada y a punto de rechazar la propuesta, pero cuando la educadora le dijo que estaban dispuestos a hacerle gratuitamente la prueba, se dio cuenta de la importancia de la propuesta y la aceptó. La evaluación acabó sin embargo positivamente, con buenos resultados, incluso demasiado buenos. Un equipo de psicólogos, dirigido por Stine Levy, la especialista en autismo, lo observó durante dos o tres días, lo sometió a una serie de pruebas y llegó a la conclusión (¡ay!, falsa) de que M podría tener ciertos problemas de coordinación motriz, de que tenía una inteligencia superior de unos dos años a su edad cronológica, de que su nerviosismo se debía a unos desórdenes emocionales y que los problemas observados por las educadoras podrían ser fácilmente solucionados al colocarle en un grupo más avanzado. Así nos tranquilizó entonces Stine Levy, liberándonos de una pesadilla, hasta que en 1985, quizá demasiado tarde, nos comunicó ella misma el diagnóstico de autismo para M.
En casa M era un niño generalmente adorable, obediente, con cambios de humor para nada distintos de otros niños, con amigos que entraban y salían de nuestra casa de puertas siempre abiertas, además, parecía "enamorado" de Anna ("Está tocado por Anna", decía Toby, divertida por la corte que le hacía a su niña). Si los psicólogos que le evaluaron a los cuatro años y medio no vieron nada inquietante en el comportamiento de M, por mi parte no puedo dejar de hacerme una pregunta lacerante: ¿habría sido todo distinto si yo hubiese sido un observador más lúcido, si las instantáneas elaboradas por mí en sus primeros cuatro años hubiesen sido de mejor calidad y yo un mejor intérprete de ellas, un intérprete más "exacto", esto es, más pesimista desde la perspectiva no deseada de los síntomas del autismo, si en lugar de huir de una realidad completamente desconocida hubiera ido a su encuentro? ¿Qué habría sido si hubiese sido? O más exacto: ¿qué habría sido si lo imposible fuera posible? La vieja, absurda pregunta.
*
Sobre la palabra autismo.- En su libro Lenguaje y pensamiento en el niño (1923) Piaget saca a colación la distinción usada por los psicoanalistas y cita a Bleuler: "los psicoanalistas", escribe, consideran que hay "dos modos fundamentalmente distintos de pensamiento: el direccionado o inteligente y el no direccionado, que sería el pensamiento autista". Pero para Bleuler, el pensamiento autista, no adaptado a la realidad (no comunicativo) tiende a satisfacer deseos creando un mundo imaginario de "ensueño" expresado a través de mitos, símbolos e imágenes en un sentido muy general.
Piaget acepta la noción para señalar con ella la forma de pensamiento puro no direccionado señalado más arriba e indica que entre este tipo de autismo y la inteligencia hay distintos grados en lo que concierne a la capacidad comunicativa. Las formas intermediarias tienen una lógica especial, ubicada entre la "lógica del autismo" y la "lógica de la inteligencia"; la más importante de entre las fórmulas intermediarias es, según Piaget, el "pensamiento egocéntrico de los niños".
Uno de los problemas principales del autismo en el sentido médico actual (el problema de la socialización, de la comunicación social) está siempre presente en el pensamiento de Piaget. He aquí la traducción de un fragmento de la edición inglesa de su libro antes citado: "¿Indica el egocentrismo alguna vía hacia una más verdadera introspección? Al contrario, se vislumbra fácilmente que el egocentrismo es una forma de vivir que desarrolla una multitud de sentimientos inexpresables, una multitud de imágenes y de esquemas personales, mientras que, por otro lado, empobrece el análisis y la conciencia de sí mismo (...) El concepto del autismo en psicoanálisis revela plenamente el hecho de que la incomunicabilidad del pensamiento implica un cierto grado de inconsciencia (...) Nos volvemos conscientes de nosotros mismos solo en la medida en que nos adaptamos a los demás." Sin embargo estas investigaciones tempraneras quedan en generalidades envueltas en nebulosa.
El sentido médico actual del autismo, establecido por Kanner y desarrollado después, se resume en la triada de deficiencias nombradas por Lorna Wing, en el dominio de la comunicación (dificultades en el lenguaje), en el dominio de la socialización (dificultades para interpretar lenguajes no verbales, miradas, gestos de contexto, etc.) y en el dominio de la imaginación (dificultades para comprender juegos simbólicos sencillos del tipo "qué sería si fuera", es decir, la incapacidad de convertir imaginativamente algo en otra cosa, por ejemplo, un tronco en un caballo, un hueco en un castillo mágico, una esfera de arcilla en un pastel, etcétera, así como la incapacidad de iniciar acciones, juegos, aventuras).»
[El texto pertenece a la edición en español de Miguel Gómez Ediciones, 2012, en traducción de Ioana Zlotescu. ISBN: 84-88326-67-6.]
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