domingo, 12 de mayo de 2019

El huracán y la mariposa.- Yolanda Guerrero (1962)


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XXXVI: Camila

«Yo, María Camila de la Virgen Baena Mondragón, recuerdo a sus señorías ahora más que nunca lo de la clemencia a cambio de verdad, porque lo que voy a declarar es el asunto más grueso y lo que más me compromete e incluso puede hacer peligrar mi vida.
 Antes de seguir queden advertidos de que lo que voy a contar sin nombres, que hasta ahora sólo el de Yosmán he mencionado y ese fue el trato. A él se lo entrego a sus señorías porque es hierba del diablo, pero incluso el de Franklin es inventado, conque ninguno más leerán en esta declaración, que yo no soy cabra, como decía Humberto, ni tampoco chivata, como se dice en España, así que voy a rajar a leña justa.
 Nuestra familia, la banda que también llamábamos clica de la Drago9 y que creó Yosmán, tenía nueve grandes jefes que dirigían el negocio, porque nueve son las clases de dragones que existen, según él mismo había estudiado. Los nueve jefes eran los dragones del cielo, del espíritu, de los tesoros escondidos, del mundo subterráneo, el que tiene alas, el que tiene cuernos, el enroscado, el amarillo y, por último, el rey dragón, que era el mero mero, Yosmán y no otro. Vayan ustedes averiguando a qué comercio se dedicaba cada uno, que eso no lo voy a desvelar yo ahora. Las señorías que me lean sabrán.
 La Drago9 tenía también a la cabeza una comandancia de cuatro que éramos los especiales y más entrenados, y los que sabíamos por dónde se le derramaban los pensamientos a Yosmán cuando andaba hasta atrás de farlopa o de anfetas.
 Estaba el dragón rey del mar del Sur, que traía de las tierras de allá abajo muchachitas con piel de chocolate y dientes de marfil y las colocaba en burdeles mucho mejores que el congal de mi ranchito. Yo no sufría por ellas porque sabía que en esos lugares comerían más y de mayor calidad que en las selvas de donde las había sacado el dragón de nuestra clica, que él mismo me lo dijo y yo le creí.
 Estaba también el dragón rey del mar del Este, el que mercaba en Oriente pistolas y cuernos de chivo más modernos que el que tenía el Archi junto a la cama, y se los vendía a quien pudiera pagar, que sus señorías no imaginan cuánto demente con ansia de clavar hojas de acero en las entrañas hay en el mundo. Una vez oí un grillerío sobre unos locos con turbante que le pidieron al dragón del Este unas cuantas limaduras de explosivo, y pongo la mano y el cuerpo en el fuego que nuestro dragón no se las vendió, porque éramos una broza de delincuentes, no de asesinos. Esto no lo puedo jurar, pero yo necesito creerlo para dormir por las noches.
 Venía luego el de mar del Norte, que montaba peladeros para despelucar a los codiciosos que perdían la cabeza por una buena timba con apuestas a lo grande, y salían con las orejas caídas y con cara de perro calentado a golpes. Pero yo me reía de ellos y le decía a nuestro dragón una frase que muchas veces escuché al Archiduque, y era que no la saquen del comal hasta que se haga totopo, que quería decir algo así como que no dejaran que el pendejo se les fuera sin soltar toda la lana, que para eso era un canalla avaricioso que seguro se estaba jugando sobre la mesa el salario con el que debía dar de comer a sus churumbeles, y que todo lo malo que le pasara lo tenía merecido.
 Y, por último, estaba yo, que fui la leidi de Yosmán y La Leidi de la Drago9, la reina del mar del Oeste, la que partía el queso porque era la dealer, la narco de la familia, para que me entiendan, y en mi tiendita se podían pillar los mejores jaimitos y volcanes. Pero estaba especializada en lo clásico, en talco y sobre todo en dama blanca... ya saben de qué les estoy hablando. Merqué con muchas piedritas en los años que Yosmán me tuvo recibiéndolas y trayéndolas, y les aseguro que yo nunca me arponeé, o mejor dicho me arponeé poco, muy poco para lo que podía, porque toda la nieve del mundo estaba a mi disposición. Esto lo digo sin miedo, aunque pos si acaso vuelvo a recordarles lo de la clemencia.
 Hasta que se fue todo a la fregada y ya no hubo polvo blanco, ni tiendita, ni Yosmán, ni dragones que vinieran en mi auxilio.
 
 Durante mucho tiempo creí que la culpa había sido de los tigres, los pinches Tigres de Chinautla. A los tigres ni agua, leidi, me advertía Yosmán, que no hay animal más enemigo del dragón que el tigre y sólo busca nuestro mal y aniquilarnos a todos. A mí al principio no me parecían tan pérfidos, porque en la clica que montaron nuestros rivales había pendejos que hablaban como yo, con la misma mezcla de palabras de otro país y de este, que a veces ni nosotros mismos sabíamos lo que decíamos. Se llamaban los Tigres de Chinautla porque sus papás habían nacido en un país pegado a aquel en el que nací yo, el suyo era Guatemala, y algunos crecieron en un pueblito llamado Santa Cruz Chinautla. De él tomaron el nombre, para no olvidarse nunca de dónde viene uno porque así es más fácil después saber adónde se quiere ir, que a mí aquellas cosas que me decía mi amiga la tigresa Yenni, y este también es un nombre inventado, se me quedaban muy dentro.
 Todos los tigres son malos, me insistía Yosmán, nosotros los dragones y ellos los tigres somos la noche y el día. O, de una forma más culta, el yin y el yang, unas palabras extrañas que usaban los monjes antiguos de países muy lejanos para hablar de los hombres y las mujeres, según creía yo entender a mi agüitado, y por lo visto todo lo yang era masculino y lo yin femenino.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Catedral, 2017. ISBN: 978-84-16673-28-5.]

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