lunes, 13 de mayo de 2019

El hombre de Apulia.- Horst Stern (1922-2019)


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El hombre de Apulia

«El tiempo exige algo terrible a los hijos de los soberanos que los utilizan como peones en su lucha política, echando a perder para toda la vida el recuerdo de su infancia. Si bien no puedo compartir el lamento general del historiador sobre el curso de mi primera juventud, lo cierto es que crecí en un ambiente  salvaje, más dedicado al juego que a los deberes propios de un muchacho, libre de educadores clericales y sus hábitos enmohecidos y de polvorientas institutrices de la corte y libre también de la etiqueta y los deberes de gobierno. Fui, por lo tanto, mucho más niño que rey, mientras a Enrique le ocurrió lo contrario. Todos -emperador y Papa, obispos y príncipes- le arrastramos en nuestra lucha por el poder desde la cuna hasta la tumba. Aún vestía pañales cuando tuve que coronarle rey de Sicilia en 1212, antes de mi marcha a Alemania, por urgente deseo del Papa. De lo contrario, Inocencio III no hubiera hecho nada para impedir que Otto fuese entronizado como nuevo rey de Alemania. Más tarde, cuando ya era emperador, tuve que prometer a Inocencio que renunciaría a todo ejercicio del poder en Sicilia y dejaría el estado normando en manos del Papa, con Enrique, todavía muy niño, como rey menor de edad y vasallo de la Santa Sede, que de este modo pudo evitar durante muchos años el mordisco de las tenazas de los Hohenstaufen en torno a Roma.
 En esta época contaba Enrique sólo un año de edad y por ello no le preocupaba todavía nuestra primera degradación ni que su pequeña alma fuese material de juego en la lucha por el poder en Europa. Sin embargo, cuando empezó a tener uso de razón en el año '16, mandé llevar al pequeño de cinco años a Alemania, no porque le echara de menos ni por amor paternal, sino por cálculo político: el poderoso Papa Inocencio, que se veía a sí mismo como el verus Imperator de la cristiandad, se aproximaba a su fin terrenal y hacía tiempo que yo había concertado con los príncipes alemanes la elección de Enrique como rey de Alemania. Hacía dos semanas justas que había muerto Inocencio  cuando coronaron con prontitud al niño... para gran indignación del nuevo Papa Honorario, que, políticamente, no llegaba a su antecesor en la Santa Sede ni a la suela del zapato.
 Esta elección fue ciertamente otro abuso contra Enrique, pues los príncipes alemanes, en especial los eclesiásticos, no le eligieron por amor a él o a mí, el padre, sino única y exclusivamente porque, como ya he dicho, así podrían comprarme algunas regalías, muy gratificantes, aparte de que veían todos con muy buenos ojos tener un rey niño para poder ejercer ellos el poder sin ninguna traba. En lo que a mí respecta, utilicé dos veces al hijo para mi diplomacia: ni era mi intención cumplir la promesa dada a Inocencio de abstenerme de todo ejercicio del poder en Sicilia en favor de Enrique, ni pensaba abandonar la idea imperial -a la que había renunciado ante él- de unir a Alemania y la Italia lombarda con el Estado siciliano-apuliano bajo un solo gobierno (el mío). Al débil Honorio pude tranquilizarle comunicándole mi larga ausencia de Europa en una cruzada; mientras tanto, el niño Enrique permanecería bajo la tutela de Engelbert von Borg, arzobispo de Colonia, hombre d confianza del Papa y gubernator de Alemania.
 En 1217 nombré a Enrique duque de Suabia y le otorgué el sello de Suevorum dux para que por lo menos pudiera firmar, ya que no sabía leer ni escribir; tenía seis años. En 1219 le abrumé con la dignidad de rector del reino vecino de Borgoña, la patria de origen de mi abuela y esposa de Barbarroja, Beatriz. En 1220, en Frankfurt, por deseo (que compré con la cesión de algunas regalías) de los príncipes alemanes, fue elegido rey, un niño de ocho años muy cómodo para ellos, que ahora ya era rey por partida doble: de Sicilia y de Alemania y que en 1222 fue coronado por Engelbert en Aquisgrán rey romano de pleno derecho.
 Cuando me separé del muchacho en 1220, el año de mi coronación como emperador, no sólo le había arrebatado el alma y empujado al camino de una juventud en que necesariamente tenía que asfixiarse bajo tanta púrpura, sino que también le quité a la madre. Constanza, que me lo había traído a Alemania en 1216, viajó conmigo de regreso a Italia para nuestra coronación conjunta por Honorio en Roma. Los sucesos de Hagenau no le habían pasado por alto porque yo no tardé en renunciar a las primeras tímidas tentativas de ocultárselos, en un rebelde alarde a favor de los derechos de la naturaleza y la majestad. Pero no quise añadir a su dolor, que tenía algo que ver con su edad mucho mayor que la mía, la humillación de mantenerla alejada, además de mi cama, del trono imperial preparado en Roma para nosotros. Guardó silencio acerca de todo y dejó para siempre a su hijo (esto lo intuyó) entre un pueblo cuya lengua ella ni siquiera entendía ni se había esforzado por entender. Murió dos años después de la coronación romana. Fue enterrada en la catedral de Palermo, única entre mis esposas cerca de mi abuelo Roger, mi padre Enrique y mi madre Constanza. En su antiguo sarcófago hice esculpir las siguientes palabras, influidas por sentimientos de afecto y de culpa: Fui la reina Constanza de Sicilia y esposa de emperador. Aquí descanso ahora, Federico, tuya. Coloqué en su tumba mi propia corona real siciliana.
 Durante quince años no volví a pisar suelo alemán. Hacía más de diez años que no veía a Enrique y esto no fue bueno para él; ya lo he escrito antes. En 1232, en el Cividale de Friul, adonde le mandé acudir a la recepción de la corte, después de que el año anterior él no atendiera mi invitación a Ravena, le hice jurar obediencia y amor a mi persona y a los príncipes de Germania, de los cuales depende (así los adulé) nuestra exaltación y nuestra caída. Debía pedir por carta al Papa que le excomulgara por perjurio. De este modo reconquisté a los príncipes y perdí de nuevo al hijo. Enrique volvió a Alemania y yo regresé a Apulia. Naturalmente -es decir, por la naturaleza de un hijo que se pudre a la sombra de un padre demasiado poderoso-, cayó una vez más en la desobediencia: la única posibilidad para él de no tener que pasar de largo cada espejo. Cuando volví a Alemania al cabo de tres años, emperador del mundo desde hacía tiempo gracias a la reconquista del Santo Sepulcro de manos de los árabes y mi propia coronación allí como rey de Jerusalén, el hijo no encontró a su padre sino a un juez, que en la cólera por la molesta perturbación de sus círculos imperiales no se percató de que el hijo, en un gesto de la máxima sumisión, cubrir el suelo con su cuerpo juvenil, enterraba bajo sí los escombros de su infancia y los restos de su amor por su padre.
 Le hice enterrar en la catedral de Cosenza con los honores propios de un rey. ¡Ay de mí, que por sentimientos de culpa y remordimientos de conciencia -todo lo que escribo ahora ya lo presentí entonces- no supe encontrar el camino hacia el hijo ni siquiera a la hora de su muerte! Un fraile mendicante le cerró el ataúd, un último servicio de amor que yo había prestado en sus entierros a santa Elisabeth en Marburgo y a Carlomagno en Aquisgrán, pero no al propio hijo en Italia.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1988, en traducción de Pilar Giralt Gorina. ISBN: 84-226-2471-0.]

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