jueves, 2 de mayo de 2019

Por qué me comí a mi padre.- Roy Lewis (1913-1996)


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Capítulo 7

«No me había tomado muy en serio a Alexander hasta ese repentino florecimiento de su talento, pero ahora mi hermano empezó a inspirarme un respeto cada vez mayor. No tardó en aficionarse a plasmar en las piedras las sombras de toda clase de animales y su arte comenzó a atraer a una gran cantidad de admiradores. Yo me convencí de que podía demostrarse que existía una importante correlación entre esa caza con lanzas retratada en las paredes y las presas que realmente conseguíamos. Enseguida me pareció evidente que ese fenómeno tenía unas implicaciones de lo más práctico; que, de hecho, presentaba unas posibilidades formidables. Mi padre cavilaba, durante mucho más tiempo del que yo juzgaba necesario, sobre el modo en que las creaciones de Alexander se iban estropeando por culpa de nuestro estilo de vida centrado en la caza.
 -Obras maestras -decía con semblante triste-. Arte primitivo de primera. Aunque condenado a desaparecer. La técnica es brillante, la composición, rotunda; pero el medio, efímero; la superficie, poco preparada, nada protegida; pobre muchacho, la posteridad no te considerará como mereces. No creo que dentro de la caverna las pinturas duraran mucho más, pero ¿por qué no dibujas en el interior?
 -Porque ahí no veo un pimiento -respondió sucintamente Alexander.
 -Pues ahí fuera el agua y la lluvia lo estropearán todo -adujo mi padre, tras lo cual se marchó suspirando.
 Nadie podría haber acusado a mi progenitor de ser un hombre temperamental; casi siempre se mostraba alegre, enérgico, atareado, casi siempre estaba asignándole tareas a todo el mundo, supervisándolo todo. En determinado momento lo veías hablando con las tías sobre cómo raspar y curtir las pieles; al siguiente, estaba estudiando la capacidad tensora de las plantas trepadoras o devanándose los sesos para encontrar una forma de utilizar las cornamentas desechadas.
 -El secreto de la industria moderna radica en el uso inteligente de los residuos -comentaba con el ceño fruncido, tras lo cual, de un salto, agarraba a un niño que gateaba, le atizaba unos fuertes golpes, lo ponía en pie y regañaba a mis hermanas-. ¿Cuándo os vais a dar cuenta de que a los dos años ya deberían caminar? Os he dicho muchas veces que hay que corregir esa tendencia instintiva a volver a la locomoción cuadrúpeda. ¡Si volvemos a eso, lo perdemos todo! ¡Las manos, el cerebro, todo! Empezamos a andar erguidos en el Mioceno y, si creéis que voy a permitir que un grupito de mozas perezosas destruyan millones de años de progreso, estáis muy equivocadas. Señorita, cerciórese de que ese niño se aguanta sobre las patas traseras, o se llevará usted unos varazos en el trasero, se lo aseguro.
 Pero en esta época empezó a sufrir episodios de depresión y desánimo. Lo cual nos dejó perplejos, porque nunca habíamos conocido semejante abundancia. Los chicos volvíamos de cazar con un montón de piezas; mi padre se limitaba a fulminarnos con la mirada y decir:
 -Vale, vale: antílopes, babuinos, búfalos... Todo muy sabroso, qué duda cabe, pero ¿habéis hecho algo verdaderamente nuevo?
 Le narrábamos la crónica de la caza y él escuchaba atento junto a las mujeres, pero al final siempre comentaba:
 -Ya, pero esto es lo de siempre. ¿Habéis hecho algo verdaderamente nuevo?
 -Padre, ¿cómo vamos a innovar al cazar? -protestaba Oswald-. Lo hacemos como nos enseño usted. ¿Acaso quiere que nos pongamos a apresar leones?
 -No, no, no me refería a eso, ya lo sabéis -respondía él con suficiencia-. No podéis apresar leones hasta que... Bueno, esa es precisamente la cuestión. ¿Estáis contentos con vuestro equipo?
 -Claro que sí, padre -contestaba Oswald.
[...]
 -Yo he traído esto -anunció William, un día, de forma inesperada.
 -¿El qué? -inquirió mi padre en tono cortante; mi hermano mostró un objeto pequeño que no paraba de moverse.
 -Es un perrito -declaró William-. Un cachorrito. Lo he llamado Harapos.
 -Como no andes con cuidado, te provocará una indigestión -le previno mi padre-. Enseguida se les pone la carne durísima de tanto correr. Más te vale comértelo enseguida, pero mastica bien, cariño.
 -¡Pero si no quiero comérmelo! -protestó William entre lágrimas.
 -Pues entonces pásanoslo -intervino Oswald. 
[...]
  -Cállate, Oswald -le ordenó mi padre con brusquedad-. Callaos todos. Esta idea no es tan descabellada como parece. Dejadme pensar... William, no estoy seguro, pero puede que, después de todo, sí hayas descubierto algo nuevo. El perro, el mejor amigo del hombre. Que los hombres y los perros cacen juntos... Mmm, sí, por todos los dingos, es posible que esto tenga sentido. ¡Podría tener muchísimo sentido! Sabuesos, terriers, spaniels, pointers, cobradores... ¡Se abre todo un mundo de posibilidades! William, ¿en qué estado se encuentra exactamente tu relación con ese chucho?
 -Bueno -respondió mi hermano, poniéndose a la defensiva-, le estoy enseñando a levantar la patita. Ya casi le sale.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Contraseña, 2012, en traducción de Ismael Attrache. ISBN: 978-84-939308-5-1.]
  

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