Días entre los Wasi-Wano
«Tristán y Valeria, mis tíos, siempre me habían parecido alegres, divertidos y, por encima de todo, jóvenes, muy jóvenes, aunque tal vez hubieran alcanzado ya los cincuenta o estuvieran a punto. No tenían nada que ver con nuestros padres, ni con los amigos de nuestros padres. En realidad, no tenían nada que ver con nadie. Por eso me sorprendió enormemente que aquel verano nos enviaran a mi hermano y a mí a pasar el mes de agosto con ellos, en la montaña, donde podríamos -y lo repitieron una y otra vez- respirar aire puro, comer huevos frescos y beber leche de cabra recién ordeñada. Pero la sorpresa no venía por el aire, la leche o los huevos, sino por ellos. Precisamente ellos. Los insensatos, los estrambóticos, los irresponsables. Los Viva la Virgen. De todos los epítetos con que la familia despachaba con regularidad su alegre existencia, Viva la Virgen era el que más me intrigaba y gustaba al mismo tiempo. Los imaginaba en la intimidad de su hogar, en el comedor, en la cocina, en el dormitorio, cogiendo hatos de ropa, sábanas, manteles, alzándolos al aire y dejándolos caer al grito de ¡Viva la Virgen! Con las cacerolas y sartenes se lo pasaban aún mejor. ¡Viva la Virgen! Y no digamos en el comedor, bailando al son de un gramófono de bocina, esperando a que el vinilo de turno diera las últimas notas para lanzarlo al techo, celebrar su caída y pisotearlo con fruición entre los vivas de rigor, especialidad de la casa. Aquel ¡Viva la Virgen! me sonaba también un poco a Vive como quieras, la película de Frank Capra de la que siempre hablaba mi madre y que yo, aunque por aquel entonces no hubiera tenido ocasión de verla, conocía casi al dedillo. Y ahora pienso que era curioso. Mi madre, amante del orden y del deber, fascinada ante aquel hogar de celuloide en blanco y negro sin imposiciones ni preceptos. Un hogar Viva la Virgen como el del tío Tristán, su hermano, y tía Valeria, la mujer de su hermano. Porque en esto no me había equivocado. En casa de los tíos se vivía en libertad. A su lado cualquier otro hogar parecía una prisión, un zoo. Por eso estuvimos encantados con la decisión desde el primer momento. Sorprendidos, pero encantados. Y eso que entonces, todavía, no sabíamos nada de los Wasi-Wano.
Los tíos no tenían hijos porque no habían querido. De eso se hablaba a menudo en la familia. Unos decían que por egoísmo. Otros (mi madre, entre ellos) que mejor así, que unas criaturas indefensas no encajaban en su forma de vida. Sobre cuál era esa forma de vida nunca logré sacar nada en claro. Viajaban mucho, estudiaban, leían, escribían, pintaban... Pero ¿eso era malo? Nadie me lo aseguró abiertamente. Aunque los interrogados de turno solían encogerse de hombros, menear la cabeza con una sonrisa o, en el mejor de los casos, murmurar con cierta superioridad palabras como artistas, bohemios, vagos, irresponsables y -¡faltaría más!- Viva la Virgen. El miembro de la familia más proclive a criticarlos era tía Berta, la hermana de mi padre. Pero tía Berta se creía perfecta, le gustaba mangonear, no admitía otra forma de vida que la suya y declaraba la guerra a todo aquel que se atreviera a contradecirla. Yo la odiaba y ella lo sabía. La odiaba con razón. Había destrozado mi álbum de Razas humanas, mis dibujos y mis explicaciones. "Esto es insano", sentenció aquel día ante mi más absoluto desconcierto. "Te tendría que visitar un médico." Así era tía Berta. Si de ella dependiera nos enviaría a todos al psiquiatra con cualquier excusa. Pero todo eso había sucedido hacía por lo menos tres años, cuando yo contaba diez, a punto de cumplir once, en una desgraciada estancia en su casa de la playa. También era verano. Como ahora. Pero hoy íbamos contentos, montados en el coche de línea, notando extrañados cómo se nos taponaban los oídos a medida que avanzábamos y descubríamos, pegados a la ventanilla, ríos de aguas transparentes, bosques de pinos y casas de piedra con techos de pizarra como sólo habíamos visto en postales o revistas. Al llegar al último pueblo del trayecto distinguimos a los tíos sentados en el bar de la plaza. Se acercaron corriendo, nos ayudaron a bajar y se ocuparon de las maletas. Creo que ya entonces nos recibieron diciendo: "Wasí, Wasí". Pero estábamos tan contentos que ni mi hermano ni yo nos dimos cuenta.
El aire olía a estiércol, gallinas y cabras, tal como nos habían asegurado. Pero no así la casa de los tíos. Nada más entrar sorprendí a mi hermano avanzando la cabeza y poniéndose a olisquearlo todo como un sabueso. No le reñí porque yo también, aunque de forma más discreta, estaba haciendo lo mismo. Era un olor intenso, no podría decir si bueno o si todo lo contrario. Una mezcla de pintura, bizcochos, chocolate, vino, perfume y quizás incienso, como en las iglesias. Luego sabría que uno de los pasatiempos de Valeria era elaborar aromas y que algunos le salían bien y otros no tanto. Pero ya aquel día, sin estar al corriente aún de casi nada, lo que más me llamó la atención fue la cocina. Grande y repleta de tubos y probetas, como los laboratorios de mago que aparecían en algunas películas. Y nos gustó. A los dos. Todo era distinto a lo que habíamos conocido hasta entonces. Empezando por ellos, nuestros tíos. Era la primera vez que estábamos a solas, frente a frente, sin los ojos vigilantes del resto de la familia y el largo verano que iniciábamos precisamente en aquel momento se nos presentaba lleno de promesas y descubrimientos. Nos alojaron en el mismo cuarto, un dormitorio inmenso, y mientras Valeria distribuía sábanas y toallas Tristán me preguntó discretamente:
-¿Cómo va tu padre? ¿Se encuentra mejor?
Negué con la cabeza. Estaba mal. Muy mal. Necesitaba tranquilidad y descanso. Por eso lo habían instalado en el comedor de casa y por eso también habían decidido que lo mejor para todos era que Pedrito y yo pasáramos el mes de agosto con ellos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2016. ISBN: 978-84-9066-075-1.]
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