Capítulo primero
«En realidad es nuestra previsión, nuestra esperanza de acontecimientos felices, lo que nos colma de una alegría que atribuimos a otras causas, y que cesa para sumirnos en la zozobra si ya no estamos tan seguros de que lo que deseamos se realizará. Lo que sostiene el edificio de nuestro mundo sensitivo es siempre una invisible creencia, y privado de ella se tambalea. Hemos visto que fijaba para nosotros el valor o la nulidad de los seres, el entusiasmo o el hastío de verlos. Nos da asimismo la posibilidad de soportar un disgusto que no nos atosiga sencillamente porque estamos convencidos de que pasará, o de repente nos lo agranda hasta que una presencia cobra igual importancia para nosotros, a veces incluso más que nuestra vida. Hubo algo, además, que acabó martirizándome tanto como en el primer minuto, y preciso es decir que ya no me sentía martirizado. Fue el releer una frase de la carta de Albertine. Por mucho que amemos a los seres, el dolor de perderlos, cuando en nuestro aislamiento nos quedamos a solas con él, al que nuestra mente da en cierto modo la forma que quiere, ese dolor es soportable y distinto del menos humano, menos nuestro, tan imprevisto y extraño como un accidente en el mundo moral y en la región del corazón, que viene causado, más que por los propios seres, por la forma de enterarnos de que no volveríamos a verlos. Podía pensar en Albertine llorando quedamente, aceptando no verla más aquella noche que el día anterior, pero el releer: "Mi decisión es irrevocable" era muy distinto, era como tomar un medicamento peligroso que me provocase un ataque cardíaco al que fuese imposible sobrevivir. Hay en las cosas, en los acontecimientos, en las cartas de ruptura, un peligro peculiar que amplifica y distorsiona el propio dolor que pueden causarnos los seres. Pero ese dolor dura poco. A pesar de todo, estaba tan convencido de que triunfaría la habilidad de Saint-Loup, el regreso de Albertine me parecía cosa tan segura, que me pregunté si había hecho bien en desearlo. Pero me alegraba.
Junto con los coches, quería comprar el yate más hermoso que existía entonces. Estaba en venta, pero era tan caro que no aparecía comprador. Además, una vez comprado, aun suponiendo que no hiciésemos más que cruceros de cuatro meses, supondría más de doscientos mil francos al año de mantenimiento. Llevaríamos un ritmo de gastos anual de medio millón. ¿Podría aguantarlo yo más de siete u ocho años? Pero qué importa, cuando ya no me quedasen más que cincuenta mil francos de renta, podría dejárselos a Albertine y matarme. Fue la decisión que tomé. Me hizo pensar en mí. Y como el yo vive de continuo pensando cantidad de cosas, como no es más que el pensamiento de tales cosas, cuando por casualidad en vez de tenerlas delante piensa de pronto en sí mismo, tan sólo se encuentra un aparato vacío, algo que desconoce, al que, para infundirle alguna realidad, incorpora el recuerdo de una cara avistada en el espejo. Esa extraña sonrisa, esos bigotes asimétricos, eso es lo que desaparecerá de la superficie de la tierra. Cuando me matase dentro de cinco años, se acabaría para mí el poder pensar en todas esas cosas que desfilaban sin cesar por mi mente. Desaparecería de la superficie de la tierra y nunca más regresaría, mi pensamiento se detendría para siempre. Y mi yo se me antojó aún más inútil, al verlo ya como algo que había dejado de existir. ¿Cómo puede resultar difícil sacrificar a la mujer en la que tenemos puesto constantemente el pensamiento (la mujer amada), sacrificarle ese otro ser en el que jamás pensamos: nosotros mismos? Por eso ese pensamiento de mi muerte me pareció en ese sentido, al igual que la noción de mi yo, singular; no me resultó nada desagradable. De pronto lo encontré espantosamente triste; porque, al pensar que si no podía disponer de más dinero era porque vivían mis padres, pensé de pronto en mi madre. Y no pude soportar la idea de lo que sufriría tras mi muerte.
Desgraciadamente para mí, que creía liquidado el asunto de la policía, vino Françoise a anunciarme que se había presentado un inspector preguntando si yo acostumbraba recibir jovencitas en casa, que la portera, imaginando que se referían a Albertine, había contestado que sí, y que desde entonces la casa parecía vigilada. Nunca más podría traer a una niña a que me consolase de mis penas, sin exponerme a sufrir el oprobio ante ella de que apareciese un inspector y la niña me viese como un malhechor. Y comprendí a un tiempo hasta qué punto vivimos aferrados a determinados sueños, pues esa imposibilidad de volver a mecer a una niña despojaba a la vida para mí definitivamente de todo valor; pero comprendí asimismo lo lógico que resulta que la gente rechace fácilmente la fortuna y arrostre la muerte, pese a que nos figuramos que el interés y el miedo mueven el mundo. Pues de habérseme ocurrido que incluso una niña desconocida pudiese tener un concepto execrable de mí, por la aparición de un policía, habría preferido mil veces matarme. No existía ni comparación posible entre ambos sentimientos. Pero en la vida las personas no reparan jamás en que aquellos a quienes ofrecen dinero, a quienes amenazan de muerte, pueden tener una amante, o aun sencillamente un amigo, cuya estima les interesa, aunque no les interesa la propia. Pero de pronto, por una confusión que me pasó inadvertida (pues no pensé que siendo mayor de edad Albertine podía vivir en mi casa y hasta ser mi amante), me pareció que la corrupción de menores podía aplicarse también a Albertine. Entonces, ya, vi que la vida se me cerraba por todas partes. Y pensando que no había vivido castamente con ella, hallé, en el castigo que se me infligía por haber mecido en mis rodillas a una niña desconocida, esa relación que existe casi siempre en los castigos humanos, y que no hace que no haya casi nunca ni condena justa, ni error judicial, sino una especie de armonía entre la idea falsa que se forma el juez de un acto inocente y los hechos culpables que ha ignorado. Pero entonces, al pensar que el regreso de Albertine podía acarrearme una condena infame que me degradaría a sus ojos y quizá ocasionarle a ella un quebranto que no me perdonaría, dejé de desear aquel regreso, me espantó.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1988, en traducción de Javier Albiñana. ISBN: 84-339-3132-6.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: