Segunda parte
VII
«Juan me contó que los cursos estaban reuniéndose para protestar por el costo de la vida, que un estudiante viejo matriculado repetidamente en varias facultades, ex alumno egresado de otra universidad, cuya mujer embarazada presidía las manifestaciones, arengaba a los demás, después de haber ganado tres concursos de oratoria.
Le pregunté si pensaba salir siempre con ellos en esas manifestaciones.
-Son charlatanes. La mujer va adelante y él atrás, pero, son mi gente -me contestó.
-¿Quieres decir que esos muchachos y sus grupos son tus lunes?
-Son mis lunes -fue su respuesta.
Después dejó de venir a buscarme. Los universitarios gritaban en la calle, los políticos disparaban mortalmente desde sus escondidos balcones, por la izquierda atrás los unos; por la derecha atrás, los otros. Los policías disparaban también. El marido de la mujer embarazada cayó con leves heridas. Sus compañeros dijeron que fue la policía. La policía dijo que fue bala civil. Total, daba lo mismo. Los periódicos se preocupaban mucho de él y supimos que su mujer fue transportada a la maternidad por los vecinos para que diera a luz un hijo prematuro.
De Juan, nadie dijo nada. Por otra parte, casi nadie lo conocía. Yo mismo no me hubiera percatado de que faltaba si su madre ciega, con el bastón al medio de los brazos, no se hubiera anunciado por mi casa con un verdadero mugido:
-Mi hijo, nuevamente mi hijo.
De ese modo supe que Juan faltó a la cita de su sábado. No fuimos al hospital público porque ella ya había pasado por él. En la cárcel, nos dijeron que los presos fueron liberados el viernes. Entonces nos dirigimos a la morgue. Y allí me fue dado verlo, por una vez más, con dos espuelas irregulares coaguladas en las sienes, con sus ojos puestos en muchos valles, vistos desde la más alta de todas las colinas.
Ana María lloró como nunca, más que en la muerte de Jesús, con tantos susurros y lágrimas que me admiró cómo no se disolvía la nube de sus ojos.
Encontré minutos para pasar por la covacha de la guayaquileña. Nos conocíamos de vista. Seríamos dos, medité, los medio conocidos que llegábamos a su puerta: la muerte, conmigo.
Le dije que deseaba hablarle de Juan y no solamente sus ojos respondieron. Todo su cuerpo vibró, sacudido por una fuerza interna. Allí salieron la tierra del ceibo por saber de su lluvia, la del manglar para esperar la inundación, la del banano, en cosecha frustrada, con miedo a la demora y su gangrena; la del petróleo, en actitud de espera ante la broca.
Se percató de que mis noticias no podían ser buenas y toda esa tierra se ensombreció.
-No me lo diga, lo sé yo misma. Desde hace casi un mes que no le he visto.
Ni intentó siquiera suprimir su llanto. Me contó que estaba embarazada. Si tenía maldiciones que decir no las pronunció. Con una voz temblorosa por donde se filtraba la rabia añadió solamente:
-Por mí no me importa, sé trabajar, ya lo verán más tarde.
Me contó que Juan moría sin saber del hijo, porque habían tenido cualquier disgusto y ella había pronunciado frases duras. Él, sin decir una palabra, con su manera mansa, simplemente se había marchado.
-Yo sabía que él iba a volver si yo lo llamaba -anotó.
Y ahora se interponía la muerte. Cuando le invité a acompañarme a ver a Juan, lloró más fuertemente y se negó.
-No -me dijo-, no puede ser, la madre de él nunca aceptó compartirlo conmigo. Si voy, la hiero. No cabe. Vayan solos. A ella le toca su muerto. Yo tengo bastante con este hijo.
Y así sucedió.
Después de llenar formularios por el cadáver, lo llevamos a Pachanlica. Esta ocasión, en el último regreso, éramos tres a solas.
Allí lo dejé, después de enterrarlo. Y allí dejé también a Ana María, dentro de su vieja habitación, con la vista en una puerta permanente, donde ya nunca existirían sábados.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Espasa-Calpe, 1980. ISBN: 84-239-2078-X.]
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