Agosto
«¿Qué significará esto de que posea un talento tan grande para escribir cartas desagradables? ¿Dice ello algo de mi carácter, quizá que no soy nada simpático? ¿O quiere decir que los demás no son simpáticos? Hubo un tiempo en que me esmeré en contestar con una sencilla nota de agradecimiento cada vez que alguien me regalaba algo; las notas siempre me salían falsas. De nada valía que algunas veces incluso me hubieran gustado los regalos. Era lo mismo cuando le decía a Jolie que la quería. Mis palabras sonaban en mis propios oídos con todos los timbres del artificio y la mentira, aunque fuera verdad que la quería. Supongo que ello explica, al menos en parte, que luego le pareciera tan horrible. Ahora escribo a personas que a duras penas conozco y me salen unas cartas que echan auténticas chispas, sobre todo cuando veo oportunidad de tratar con desprecio a gente que no puede contestarme. Tal vez estuviera en lo cierto Baudelaire, tal vez el spleen sea el verdadero órgano creativo.
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Apreciada señora Lipsocket:
Lleva usted cuatro años enviándome regularmente sus poemas. Durante los tres primeros me esforcé en comentarlos, en ofrecerle a usted el consuelo de unas cuantas trivialidades, no sin darle a entender, taimadamente, que me dejara en paz de una pajolera vez. Y, sin embargo, ha persistido usted en el empeño, contra viento y marea. Me ha escrito cartas lastimeras. Me ha estrujado el corazón con el relato de sus sinsabores literarios, de los cuales me he ido compadeciendo; sus ambiciones desmesuradas, tan parecidas a las mías; sus problemas ováricos; la crueldad del comité de su biblioteca; y los devaneos de su marido, que no considero de mi competencia. Ha sido usted causa de que durmiera mal, soñando que apaleaba animales pequeños. Ante todo ello, me rindo. No conservo copia de sus intentos anteriores, y los de ahora parecen peores que nunca, de modo que lo dejo a su elección: dígame qué seis versos quiere que le publique. Luego, no volveré a abrir ningún sobre que proceda de usted.
Atentamente,
Andy Whittaker
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Muy señores míos:
Leo en el periódico que la Hermandad del Tabernáculo Cristiano tiene un programa denominado "Los Vecinos Se Ayudan". Me he quedado impresionado ante la magnitud de sus esfuerzos y la enorme cantidad de dinero que han logrado reunir a base de vender bollos y papeletas para rifas, además del lavado de coches. Lo que más me llama la atención son las dos toneladas y media de botes de aluminio. No pertenezco a su iglesia, ni a ninguna otra, pero de su artículo deduzco que no por ello me retirarían ustedes la consideración de vecino. Aprecio este sentimiento en lo que vale y si alguna vez voy a alguna iglesia -lo cual bien pudiera ocurrir en el futuro-, será desde luego a la suya. Soy viudo y vivo solo. No soy viejo, pero mi salud dista mucho de la perfección. Tengo un ruido en el pecho. Cada vez me resultan más agotadoras y difíciles las tareas de mantenimiento y limpieza de la casa, sobre todo quitar el polvo que se acumula en pelusas y que -ahora lo compruebo- se mete por todas partes, especialmente debajo de los sofás y de las camas. Resulta que el ruido del pecho empeora cuando me inclino, y empiezo a jadear, y con la respiración se van volando las pelusas, lo cual dificulta su captura. La casa es antigua y está llena de cachivaches de porcelana -tesoros de mi difunta esposa- a los que sólo se puede quitar el polvo sosteniéndolos en el aire, lo cual me lleva horas y me resulta muy difícil, con lo temblorosas que se me han puesto las manos. Se me partiría el corazón si dejara caer al suelo alguna de estas piezas. Sé que oiría a mi querida Claudine echándomelo en cara, como solía, y eso es algo que en este momento no podría soportar. Tengo todo lo necesario, menos el rodillo para limpiar las ventanas. Mi mujer siempre utilizaba bolas de papel de periódico empapadas en vinagre, lo cual nunca me pareció buena idea, porque quedan chafarrinones negros, por mucho que ella se negase a admitirlo. En este momento, mi línea telefónica no es de fiar, por culpa de unas obras que hay en la calle. Estoy en casa casi siempre, o sea que si me consideran ustedes un "caso justificado", pueden pasarse por aquí cuando les convenga.
Su vecino,
Andrew Whittaker.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 2009, en traducción de Ramón Buenaventura. ISBN: 978-84-322-2852-0.]
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