Parte II: La revolución agrícola
5.-El mayor fraude de la historia
La trampa del lujo
«Hace unos 18.000 años, la última época glacial dio paso a un período de calentamiento global. A medida que aumentaban las temperaturas, también lo hicieron las precipitaciones. El nuevo clima era ideal para el trigo y otros cereales de Oriente Próximo, que se multiplicaron y se expandieron. La gente empezó a comer más trigo y, a cambio, y sin darse cuenta extendieron su expansión. Puesto que era imposible comer granos silvestres sin aventarlos previamente, molerlos y cocerlos, las gentes que recogían estos granos los llevaban a sus campamentos temporales para procesarlos. Los granos de trigo son pequeños y numerosos, de modo que algunos caían inevitablemente en el camino al campamento y se perdían. Con el tiempo, cada vez más trigo creció a lo largo de los senderos favoritos de los humanos y alrededor de sus campamentos.
Cuando los humanos quemaban bosques y malezas, esto también ayudaba al trigo. El fuego eliminaba árboles y matorrales, lo que permitía que el trigo y otras hierbas monopolizaran la luz solar, el agua y los nutrientes. Allí donde el trigo se hacía particularmente abundante y también lo eran los animales de caza y otras fuentes de alimento, las tropillas humanas podían abandonar de manera gradual su estilo de vida nómada y establecerse en campamentos estacionales e incluso permanentes.
Al principio pudieron haber acampado durante cuatro semanas, durante la cosecha. Una generación más tarde, al haberse multiplicado y extendido las plantas de trigo, el campamento de cosecha pudo haber durado cinco semanas, después seis, y finalmente se convirtió en una aldea permanente. A lo largo de todo Oriente Próximo se han descubierto indicios de estos poblados, en particular en el Levante, donde la cultura natufia floreció entre 12500 y 9500 a.C. Los natufios eran cazadores-recolectores que subsistían a base de decenas de especies silvestres, pero vivían en aldeas permanentes y dedicaban gran parte de su tiempo a la recolección y procesamiento de cereales silvestres. Construían casas y graneros de piedra. Almacenaban grano para las épocas de escasez. Inventaron nuevos utensilios, como guadañas de piedra para la recolección del trigo silvestre, y morteros y manos de mortero de piedra para molerlo.
En los años posteriores a 9500 a.C., los descendientes de los natufios continuaron recolectando y procesando cereales pero también empezaron a cultivar de maneras cada vez más refinadas. Cuando recolectaban granos silvestres, tenían la precaución de dejar aparte una fracción de la cosecha para sembrar los campos en la siguiente estación. Descubrieron que podían conseguir resultados mucho mejores si sembraban los granos a una cierta profundidad del suelo y no repartiéndolos al azar sobre la superficie. De manera que comenzaron a cavar y labrar. Gradualmente empezaron también a eliminar las malas hierbas de los campos, a impedir la presencia de parásitos, y a regarlos y fertilizarlos. A medida que se dirigían más esfuerzos al cultivo de los cereales, había menos tiempo para recolectar y cazar especies salvajes. Los cazadores-recolectores se convirtieron en agricultores.
No hubo un solo paso que separara a la mujer que recolectaba trigo silvestre de la mujer que cultivaba trigo domesticado, de manera que es difícil decir exactamente cuándo tuvo lugar la transición decisiva a la agricultura. Pero, hacia 8500 a.C., Oriente Próximo estaba salpicado de aldeas como Jericó, cuyos habitantes pasaban la mayor parte del tiempo cultivando unas pocas especies domesticadas.
Con el paso a aldeas permanentes y el incremento de los recursos alimentarios, la población empezó a aumentar. Abandonar el estilo de vida nómada permitió a las mujeres tener un hijo cada año. Los hijos se destetaban a una edad más temprana: se les podía dar de comer gachas y avenate. Las manos sobrantes se necesitaban perentoriamente en los campos. Pero las bocas adicionales hicieron desaparecer pronto los excedentes de comida, de manera que tuvieron que plantarse más campos. Cuando la gente empezó a vivir en poblados asolados por las enfermedades, cuando los niños se alimentaban más de cereales y menos de la leche materna, y cuando cada niño competía por sus gachas con más y más hermanos, la mortalidad infantil se disparó. En la mayoría de las sociedades agrícolas, al menos uno de cada tres niños moría antes de alcanzar los veinte años de edad. Sin embargo, el aumento de los nacimientos todavía superaba el aumento de las muertes; los humanos siguieron teniendo un número cada vez mayor de hijos.
Con el tiempo, el "negocio del trigo" se hizo cada vez más oneroso. Los niños morían en tropel y los adultos comían el pan ganado con el sudor de su frente. La persona media en el Jericó de 8500 a.C. vivía una vida más dura que la persona media en el Jericó de 9500 a.C. o de 13000 a.C. Sin embargo, nadie se daba cuenta de lo que ocurría. Cada generación continuó viviendo como la generación anterior, haciendo sólo pequeñas mejoras aquí y allá en la manera en que se realizaban las cosas. Paradójicamente, una serie de "mejoras", cada una de las cuales pretendía hacer la vida más fácil, se sumaron para constituir una piedra de molino alrededor del cuello de estos agricultores.
¿Por qué cometió la gente este error fatal? Por la misma razón que, a lo largo de la historia, ésta ha hecho cálculos equivocados. La gente era incapaz de calibrar todas las consecuencias de sus decisiones. Cada vez que decidían hacer un poco más de trabajo extra (cavar los campos en lugar de dispersar las semillas sobre la superficie del suelo, pongamos por caso), la gente pensaba: "Sí, tendremos que trabajar más duro. ¡Pero la cosecha será muy abundante! No tendremos que preocuparnos nunca más por los años de escasez. Nuestros hijos no se irán nunca más a dormir con hambre". Tenía sentido. Si trabajabas más duro, tendrías una vida mejor. Ése era el plan.
La primera parte del plan funcionó perfectamente. En efecto, la gente trabajó más duro, pero no previó que el número de hijos aumentaría, lo que significaba que el trigo excedente tendría que repartirse entre más niños. Y los primeros agricultores tampoco sabían que dar de comer a los niños más gachas y menos leche materna debilitaría su sistema inmunitario y que los poblados permanentes se convertirían en viveros para las enfermedades infecciosas. No previeron que al aumentar su dependencia de un único recurso alimentario en realidad se estaban exponiendo cada vez más a la depredación y a la sequía. Y los granjeros tampoco previeron que en los años de bonanza sus graneros repletos tentarían a ladrones y enemigos, lo que les obligaría a empezar a construir muros y a hacer tareas de vigilancia.
Entonces, ¿por qué los humanos no abandonaron la agricultura cuando el plan fracasó? En parte, porque hicieron falta generaciones para que los pequeños cambios se acumularan y transformaran la sociedad, y a esas alturas nadie recordaba que habían vivido de forma diferente. Y en parte debido a que el crecimiento demográfico quemó las naves de la humanidad. Si la adopción del laboreo de la tierra aumentó la población de la aldea de 100 personas a 110, ¿qué diez personas habrían aceptado voluntariamente morirse de hambre para que las demás pudieran volver a los buenos y viejos tiempos? La trampa se cerró de golpe.
La búsqueda de una vida más fácil trajo muchas privaciones, y no por última vez. En la actualidad nos ocurre a nosotros. ¿Cuánto jóvenes graduados universitarios han accedido a puestos de trabajo exigentes en empresas potentes, y se han comprometido solemnemente a trabajar duro para ganar dinero que les permita retirarse y dedicarse a sus intereses reales cuando lleguen a los treinta y cinco años? Pero cuando llegan a esa edad, tienen hipotecas elevadas, hijos que van a la escuela, casa en las urbanizaciones, dos coches como mínimo por familia y la sensación de que la vida no vale la pena vivirla sin vino realmente bueno y unas vacaciones caras en el extranjero. ¿Qué se supone que tienen que hacer, volver a excavar raíces? No, redoblan sus esfuerzos y siguen trabajando como esclavos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House, 2017, en traducción de Joadoménec Ros. ISBN: 978-84-9992-622-3.]
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