viernes, 10 de mayo de 2019

Obras.- Epicuro (341 a.C. - 270 a.C.)

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Carta a Meneceo

«Epicuro a Meneceo, salud.
 Que nadie, mientras sea joven, se muestre remiso en filosofar ni, al llegar a viejo, de filosofar se canse. Porque, para alcanzar la salud del alma, nunca se es ni demasiado viejo ni demasiado joven.
 Quien afirma que aún no le ha llegado la hora o que ya le pasó la edad, es como si dijera que para la felicidad no le ha llegado aún el momento o que ya lo dejó atrás. Así pues, practiquen la filosofía tanto el joven como el viejo; uno, para que, aun envejeciendo, pueda mantenerse joven en su felicidad gracias a los recuerdos del pasado; el otro, para que pueda ser joven y viejo a la vez mostrando su serenidad ante el porvenir. Debemos meditar, por tanto, sobre las cosas que nos reportan felicidad porque, si disfrutamos de ella, lo poseemos todo y, si nos falta, hacemos todo lo posible para obtenerla.
 Los principios que siempre te he ido repitiendo, practícalos y medítalos, aceptándolos como máximas necesarias para llevar una vida feliz. Considera, ante todo, a la divinidad como un ser incorruptible y dichoso -tal como lo sugiere la noción común- y no le atribuyas nunca nada contrario a su inmortalidad ni discordante con su felicidad. Piensa como verdaderos todos aquellos atributos que contribuyan a salvaguardar su felicidad al tiempo que su inmortalidad. Porque los dioses existen: el conocimiento que de ellos tenemos es evidente, pero no son como la mayoría de la gente cree, que les confiere atributos discordantes con la noción que de ellos se posee. Por tanto, impío no es quien reniega de los dioses de la multitud sino quien aplica las opiniones de la multitud a los dioses, ya que no son intuiciones sino presunciones vanas las razones de la gente al referirse a los dioses, según las cuales los mayores males y los mayores bienes nos llegan gracias a ellos, porque éstos, entregados continuamente a sus propias virtudes, acogen a sus semejantes pero consideran extraño a todo lo que les es diferente.
 Acostúmbrate a pensar que la muerte para nosotros no es nada, porque todo el bien y todo el mal residen en las sensaciones y precisamente la muerte consiste en estar privado de sensación. Por tanto, la recta convicción de que la muerte no es nada para nosotros nos hace agradable la mortalidad de la vida; no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque nos priva de un afán desmesurado de inmortalidad. Nada hay que cause temor en la vida para quien esté convencido de que el no vivir no guarda tampoco nada temible. Es estúpido quien confiese temer la muerte no por el dolor que pueda causarle en el momento que se presente, sino porque, pensando en ella, siente dolor: porque aquello cuya presencia no nos perturba no es sensato que nos angustie durante su espera. El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe y cuando está presente nosotros no existimos. Así pues, la muerte no es real ni para los vivos ni para los muertos ya que está lejos de los primeros y, cuando se acerca a los segundos, éstos han desaparecido ya. A pesar de ello, la mayoría de la gente unas veces rehúye la muerte viéndola como el mayor de los males y otras la invoca para remedio de las desgracias de esta vida. El sabio, por su parte, ni desea la vida ni rehúye el dejarla, porque para él el vivir no es un mal, ni considera que lo sea la muerte. Y así como de entre los alimentos no escoge los más abundantes sino los más agradables, del mismo modo disfruta no del tiempo más largo sino del más intenso en placer.
 El que exhorta al joven a una buena vida y al viejo a una buena muerte es un insensato, no sólo por las cosas agradables que la vida comporta sino porque la meditación y el arte de vivir y de morir bien son una misma cosa. Y aún es peor quien dice:
bello es no haber nacido / pero, puesto que hemos nacido, cruzar
cuanto antes las puertas del Hades
 Si lo dice de corazón, ¿por qué no abandona la vida? Está en su derecho, si lo ha meditado bien. Por el contrario, si se trata de una broma, se muestra frívolo en asuntos que no lo requieren.
 Recordemos también que el futuro no es nuestro, pero tampoco puede decirse que no nos pertenezca del todo. Por lo tanto, no hemos de esperarlo como si tuviera que cumplirse con certeza, ni tenemos que desesperarnos como si nunca fuera a realizarse.
 Del mismo modo hay que saber que, de los deseos, unos son necesarios, los otros vanos, y entre los naturales hay algunos que son necesarios y otros tan sólo naturales. De los necesarios, unos son indispensables para conseguir la felicidad; otros, para el bienestar del cuerpo; otros, para la propia vida. De modo que, si los conocemos bien, sabremos relacionar cada elección o cada negativa con la salud del cuerpo o la tranquilidad del alma, ya que éste es el objetivo de una vida feliz, y con vistas a él realizamos todos nuestros actos, para no sufrir ni sentir turbación. Tan pronto como lo alcanzamos, cualquier tempestad del alma se serena y al hombre ya no le queda nada más que desear ni busca otra cosa para colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues el placer lo necesitamos cuando su ausencia nos causa dolor, pero cuando no experimentamos dolor, tampoco sentimos necesidad del placer.
 Por este motivo afirmamos que el placer es el principio y el fin de una vida feliz, porque lo hemos reconocido como un bien primero y congénito, a partir del cual iniciamos cualquier elección o aversión y a él nos referimos al juzgar los bienes según la norma del placer y del dolor. Y, puesto que éste es el bien primero y connatural, por este motivo no elegimos todos los placeres sino que en ocasiones renunciamos a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno mayor.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1998, en traducción de Monserrat Jufresa (con la colaboración de Monserrat Camps y Francesca Mestre). ISBN: 84-487-0179-8.]

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