Filosofía del género chico (Diálogo en un teatro)
«Fue en un teatro de
funciones por horas. No importa para el caso determinar cuál, ni tampoco qué se
representaba. Mientras hacía por abreviar, con la lectura de un periódico, el
aburrimiento del entreacto, cansado ya de curiosear con los gemelos en los palcos, ocupados por señoritas dudosas y horizontales auténticas,
fijéme por casualidad en la conversación que dos espectadores, colocados en la
fila anterior de butacas, sostenían.
—¿Usted por aquí? —decía
el uno.— Permita usted que le manifieste mi asombro al tropezar con todo un
grave filósofo en este sitio cuyo imperio se dividen Terpsícore y Cíterea,
sirviéndoles Talía de pantalla. ¿Qué busca por acá el señor amante de la
sabiduría? ¿Supongo que no vendrá persiguiéndola?
—¿Y por qué no? Puesto que usted me gradúa de buenas a
primeras de filósofo, no tema usted que mi caso inspire a algún Luciano
moderno para escribir un gracioso pleito entre el género chico y la
Filosofía, en que la última reivindique mi interesante personalidad. Mi
presencia no significa que cansado de los desdenes de la sabiduría, venga á
pegársela con la farándula. Soy un enamorado fino y constante. Pero, amigo, la
sabiduría no viene a llamar a la puerta de nuestra casa como amante sumisa que
se entrega. Hay que seguirla a todas partes, como coqueta caprichosa que quiere
hacerse desear.
—Convengo en ello;
mas me parece que no ha de frecuentar estos lugares.
—Anda por el mundo,
y mundo es esto...
—¡Ya lo creo! y
carne.
—Hasta el otro
enemigo del alma le concederé a usted, si se empeña. Pero la razón de las cosas
hay que buscarla en la realidad, no en ese vago mundo de pálidas abstracciones
en que ha morado la Filosofía tradicional. ¿No le ha asaltado a usted, al leer a
ciertos filósofos, el recuerdo de la pradera de los asfódelos, en que colocaban
los poetas antiguos las tenues sombras de los muertos? Y las sombras eran más
reales que las entelequias filosóficas. Al fin eran residuos de seres vivos.
Así se explica el atroz aburrimiento que la Filosofía produce a los profanos. Les
hace asistir —valga el símil teatral, ya que en el teatro estamos— a una
función representada por fantasmas, que hablan un lenguaje ininteligible. Ni se
entera el espectador de si lo que se representa es drama o comedia.
—Pero, hablando en
plata, ¿qué materia filosófica puede usted hallar aquí? ¿La hallará
usted en los chistes obscenos o picantes? ¿En los tipos grotescos? ¿En las
mallas de la tiple, o en las pantorrillas del cuerpo de coros?
—Sí, señor, en todo eso, y particularmente en
las pantorrillas y en todo lo demás; en el desnudo, en la plástica femenina.
¿No aprendió usted en el Instituto que la Filosofía es la ciencia de lo
permanente o cosa así? ¿Pues qué más permanente que el poder de las pantorrillas,
que el atractivo de las buenas formas? Pasan siglos y más siglos, se hunden los
imperios, se extinguen las religiones, no quedan de las que fueron
civilizaciones florecientes más que unas cuantas momias o unos cuantos
ladrillos cubiertos de garrapatos cuneiformes, y las pantorrillas siguen gustando
como en Nínive.
—Bien; pero al
cabo, ¿qué puede ofrecer de interesante para un hombre de ideas elevadas y de
sentimientos delicados, objeto tan vulgar como la baja sensualidad de las
multitudes, como la animalidad atávica del rebaño, en todos los tiempos?
—¿Y qué, no es
interesante el vulgo? ¿No lo es esa inmensa muchedumbre humana que no ha metido
ruido en la Historia, que la ignora, como ella a su vez ignora a la Historia;
que se limitó a vivir, como nacen, se desarrollan y mueren las plantas y los
animales, sin preguntarse el por qué de la vida, ni maldecir de ella, ni
pretender alambicarla; con la serena inconsciencia del ser que cumple una ley
inexorable? ¿Qué somos sino un islote microscópico en el inmenso mar humano,
los que nos preocupamos con el arte y la ciencia, con las fantasmagorías y los
ensueños de lo psíquico? ¿Con qué títulos nos pretendemos representantes del
genio de la raza, siendo en ella excepciones, casos anómalos? Un plebiscito
universal nos declararía, acaso, locos o monstruos. Una exigua minoría ilustrada,
un grupo de iniciados, transmite a los de la generación siguiente unos cuantos
nombres y unas cuantas fórmulas. Esos nombres y esas fórmulas llenan la
Historia. Los unos son proclamados luminares de la humanidad; las otras, cifra
y compendio de la sabiduría; pero el que juzgamos estupendo vocerío de la fama,
no llega a la gran masa humana que llena la tierra y desarrolla su vida a la luz
del sol, de ese sol bajo el cual no hay cosa nueva, como dijo el sabio. O si
llega a la muchedumbre, llega como el chirrido lejano de un insecto o el canto de
un ave desconocida. Los supuestos luminares del género humano no son visibles
para la inmensa mayoría. Centenares de millones de hombres ignoran a Homero.
Centenares de millones ignoran que hubo un geómetra, a quien se le ocurrió un
día declarar la relación de los cuadrados construidos sobre la hipotenusa y los
catetos. La leyenda de la civilización es una gran mentira. La literatura, el
arte, la ciencia, son tal vez ficciones de una reducida minoría. La historia que
escribimos no es la historia humana, sino la historia de ese grupito de
iniciados, que conserva y transmite, de generación en generación, el recuerdo de
sus principales adeptos y la serie de sus elucubraciones.
—Se va usted por
los cerros de Úbeda, maestro. ¿Qué tiene que ver con esa humanidad semiinconsciente
el público del género chico ? Aquí nos hallamos entre personas relativamente
civilizadas. El hecho de venir al teatro supone ya cierto grado de cultura. De seguro,
muchos de los espectadores han oído hablar de Homero, alguno tal vez le haya
leído, acaso habrá otros que le presientan, como decía Fernández y González.
Mire usted, aquel señor calvo tiene cara de haber leído la llíada, aunque
sólo haya sido en la traducción de Hermosilla. Y lo que es estos jóvenes, estudiantes
por las señas, de seguro han oído discutir en clase si existió Homero, o si su
nombre es la razón social de una serie de rapsodas desconocidos. Y luego,
¿qué falta hace Homero para apreciar los Cuadros disolventes, v. gr.?
¿Puede pedirse, acaso, en un país donde muchos, muchísimos, no han leído a Cervantes,
que se conozca al poeta griego?
—Claro que no.
Usted viene a confirmar lo que sostengo. Homero es un mito que hemos inventado.
Si no fuera por ciertas reminiscencias de mis lecturas juveniles, sostendría
que los que aseguran haber leído la Ilíada y la Odisea no dicen
más verdad que los antiguos viajeros que afirmaban haber visto en los desiertos
de Libia hombres sin cabeza, con los ojos en el pecho, empusas, demonios y
quimeras. ¿Está usted seguro de que hayan existido la Ilíada y la Odisea? ¿No serán otros poemas de
Ossian, falsificados por algún Macpherson de hace muchos siglos? Pero dejemos
en paz al viejo cantor de Aquiles y de Ulises, y volvamos al público, ya que a
él ha venido rodando nuestra conversación. A mi juicio, las gentes que aquí
vienen no son precisamente vulgo, aunque a éste pertenezca la mayoría. Vienen
aquí sabios e ignorantes, personas de gusto delicado y personas de gusto
grosero, mas todos vienen con un propósito vulgar, espontáneo, humano: el
propósito de divertirse. No digo vulgar en sentido despectivo. Dígolo como cosa
común, normal, que no tiene asomos de excepción ni de artificio. Represéntese usted
la cultura, o mejor la mentalidad humana, como una serie indefinida de círculos
concéntricos: pongamos en el más interior los genios, los espíritus elegidos, las almas refinadas; supongamos en los otros los
sucesivos grados descendentes. Los primeros son las flores de estufa, los
individuos más alejados del tipo genérico, verdaderos casos anormales, que
representan dentro del marco general de la vida de la especie un producto
artificial o raro. En algún sentido son
los menos humanos, Los antropólogos, que consideran al genio como una
anomalía especial, de linaje superior, aciertan, al menos en alguna parte de su
teoría. Lo que satisface y deleita a estos espíritus no será nunca popular. La
igualdad es un gran error moderno. El progreso no destruye la jerarquía de los
espíritus: antes la hace más complicada y la aumenta con multitud de grados
intermedios. Hoy hay más diferencias mentales y más hondas que en las épocas de
ignorancia y de barbarie. Pero el fondo común, el substratum de la
especie no desaparece, en cambio, en esos hombres superiores. La superioridad suya
es incomunicable, pero las cualidades y aficiones generales se extienden
a ellos, por mucho que las modifique la
nota específica, lo genial de estos espíritus excepcionales, no me atrevo a
decir privilegiados, por ser dudoso que su especialidad sea privilegio. Un
lugar al que se va a divertirse es un terreno neutral donde caben todos.
¿Ha pensado usted lo que significa el vengo a divertirme con que
contestaría el espectador si le preguntaran a qué viene a este teatro o a otro
semejante? Venir a divertirse es venir a experimentar sensaciones agradables,
que no exijan esfuerzo ni produzcan movimientos de ánimo violentos; que sean
para el espíritu, no reactivo enérgico, sino suave cosquilleo. Es venir a ver
cosas que recreen los ojos y la fantasía; es hacer una escapatoria al imperio
de la risa, huyendo de la seriedad de la vida, que a todos nos acosa bajo
diversas formas y con
preocupaciones diferentes. Para unos toma la espantable figura de la escasez,
para otros la fea catadura de las enfermedades; a éste le da el acíbar de los
desengaños amorosos, a estotro la sed de las ambiciones no satisfechas o el
amargor de las injusticias padecidas; acaso a alguno el desaliento del vano
esfuerzo de nuestra inteligencia frente al misterio que nos rodea...
—Pero esa
distracción, esa escapatoria que nos hacemos la ilusión de hacer, esa fuga
ilusoria de este valle de lágrimas y de todo lo que en ellas se contiene, ¿no
puede obtenerse por otros medios más artísticos, más elevados que estos
espectáculos? ¿No tenemos la lectura? ¿No tenemos el otro teatro, el teatro
serio? ¿No nos convidan a su contemplación la Naturaleza y las obras de arte?
—Sí; claro que hay
otros medios. Pero los que usted cita exigen más esfuerzo. Son placeres, en cierto
modo, aristocráticos. El arte reserva sus revelaciones para unos pocos; la
Naturaleza aburre enormemente al vulgo. El hábito nos pone en los ojos una venda,
al través de la cual no percibimos la magnificencia del espectáculo del mundo.
Todavía para la ruda intuición del hombre inculto, conservan las cosas la sacra
majestad del misterio. Para la multitud semi-ilustrada, los librejos de física
y las nociones astronómicas han destruido la sublime poesía del cosmos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Imprenta de Henrich y Cia, editores, 1905, pp. 9-15.]
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